Chistopher Priest - El mundo invertido

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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Técnicamente, el pueblo y su gente eran responsabilidad suya y del padre dos Santos. Uno de los supervisores centrales había visitado la aldea en los primeros tiempos, pero las autoridades parecían concentrar sus esfuerzos en la reparación de un gran puerto, en la costa.

En teoría, Elizabeth estaba subordinada a dos Santos, pero él era un lugareño, uno de los cientos de estudiantes que hicieron estudios teológicos, patrocinados por el gobierno, en un intento por llevar de vuelta la religión a las zonas más alejadas. Aquí la religión era el opio tradicional, y se daba suma prioridad a la labor de las misiones. Pero los hechos hablaban por sí mismos: el trabajo de dos Santos demandaría años, y durante mucho tiempo tendría que trabajar cuesta arriba, siempre con miras a reinstaurar la iglesia como líder social y espiritual de la comunidad. Los aldeanos lo toleraban, pero era a Luiz a quien escuchaban y, en cierta medida, a ella misma.

Sería igualmente inútil buscar consejos en el destacamento. Aunque éste estaba dirigido por hombres buenos y sinceros, el trabajo era tan nuevo que aún no habían podido desprenderse del bagaje de teorías que traían. Les resultaba imposible resolver un simple problema humano, como era el cambiar mujeres por comida.

Si había que tomar alguna medida, debía hacerlo sola, por propia iniciativa.

No le fue fácil llegar a una decisión. Durante esa noche larga, cálida, trató de separar el pro y el contra, los riesgos y los beneficios. Cualquiera fuese el modo en que encarase el problema, el curso de acción a seguir parecía ser uno solo.

Se levantó temprano y fue a casa de Mana. Tenía que apurarse porque los hombres habían dicho que volverían poco después del amanecer.

María estaba despierta; el bebé lloraba. María se había enterado de lo que habían decidido los hombres la noche anterior, y apenas llegó Elizabeth le hizo preguntas sobre el tema.

—Ahora no hay tiempo —respondió bruscamente Elizabeth—. Quiero algunas ropas.

—Pero las suyas son tan lindas.

—Necesito ropa tuya... cualquiera me vendrá bien. Refunfuñando, con aire calculador María le trajo varias prendas toscas y se las entregó para que las inspeccionara. Todas estaban muy gastadas, y probablemente ninguna hubiese conocido jamás él agua y el jabón. Para los planes de Elizabeth, eran ideales. Eligió una falda amplia, harapienta, y una camisa color blanco desteñido que quizás hubiese antes pertenecido a alguno de los hombres.

Se quitó su propia ropa, incluso la ropa interior, y se puso la de María. Hizo una pila prolija con sus prendas y se las dio a María para que se las cuidara hasta su regreso.

—¡Pero parece una chica del pueblo!

—Eso mismo.

Miró al bebé para ver si no estaba enfermo y repasó luego con María la diaria rutina que debía cumplir. Como siempre, ésta fingía prestar atención, aunque Elizabeth sabía que se olvidaría de todo en cuanto no estuviera ella allí para controlarla. ¿Acaso no había criado ya tres niños?

Caminando descalza por la calle de tierra, Elizabeth se preguntó si pasaría por una mujer del pueblo. Tenía el pelo largo, castaño, y su cuerpo se había bronceado en las semanas que llevaba ahí, pero era consciente de que su piel carecía de ese tono lustroso de las mujeres de la zona. Se pasó la mano por la cabeza, se cambió la raya del cabello y se despeinó un poco.

Había ya muchas personas en la plaza, frente a la iglesia, y seguían llegando más a cada minuto. Luiz se hallaba en el centro, tratando de persuadir a las mujeres que habían ido a mirar por simple curiosidad, que volvieran a sus casas.

A su lado habrá un grupito de chicas. Con una sensación de horrorizado espanto, advirtió que eran las más jóvenes y atractivas del pueblo. Elizabeth se abrió paso en medio del gentío.

Luiz la reconoció de inmediato.

—Menina Khan...

—Luiz, ¿cuál es la más joven de estas chicas? Sin darle tiempo a responder, ella misma buscó a la niña. Era Lea, que no tendría más de catorce años. Se acercó a ella.

—Lea, vuelve con tu madre. Yo iré en tu lugar.

La niña no se sorprendió ni protestó, sino que se alejó en silencio. Luiz se quedó un momento mirando a Elizabeth. Luego se encogió de hombros.

No tuvieron que esperar mucho. A los pocos minutos aparecieron tres hombres, cada uno montando un caballo y arrastrando a otro. Los seis animales venían cargados con bultos y, sin mayores ceremonias, los jinetes desmontaron y bajaron el material que habían traído.

Luiz observaba atentamente. Elizabeth oyó que uno de los hombres le decía:

—Dentro de dos días volvemos con el resto. ¿Quieren que les reparemos la iglesia?

—No... eso no lo necesitamos.

—Como ustedes quieran. ¿Desean modificar nuestro acuerdo?

—No. Estamos satisfechos.

—Bien. —El hombre se dio vuelta y enfrentó a la gente que presenciaba la transacción. Se dirigió a ellos como lo había hecho con Luiz, en su idioma, pero con un fuerte acento—. Hemos tratado de ser hombres de palabra. Algunos de ustedes quizás no aprueben el convenio que propusimos, pero les pedimos su comprensión. Las mujeres que nos han prestado serán bien cuidadas y no se les dará ningún mal trato. Nos interesa, tanto como ustedes, su salud y felicidad. Prometemos enviárselas de vuelta cuanto antes. Gracias.

La ceremonia había concluido. Los hombres ofrecieron los caballos a las mujeres. Dos chicas montaron en un solo caballo y otras cinco tomaron un caballo cada una. Elizabeth y las dos restantes prefirieron ir caminando. Muy pronto partió del pueblo la pequeña caravana, siguiendo el curso del río seco.

CAPÍTULO SEIS

Durante el viaje, Elizabeth mantuvo el mismo silencio que sus compañeras. En la medida de lo posible, trataría de pasar desapercibida.

Los tres hombres hablaban en inglés, dando por sentado que ninguna de ellas entendía. Al principio Elizabeth prestaba mucha atención a ver si se enteraba de algo interesante pero, para gran desilusión suya, descubrió que la conversación giraba principalmente en tomo del calor, de la falta de sombra y del tiempo que duraría la cabalgata.

La preocupación de ellos por las mujeres parecía ser sincera, y constantemente les preguntaban cómo se sentían. Charlando ocasionalmente con las chicas, en su idioma, Elizabeth notó que sus motivos de aflicción eran muy similares: tenían calor y sed, estaban cansadas y ansiosas por llegar.

Hacían un breve descanso cada hora, y se turnaban los caballos. Los hombres no montaron a caballo en ningún momento, y pronto Elizabeth empezó a condolerse de sus motivos de queja. Si la ciudad quedaba, como había dicho Helward, a unos cuarenta kilómetros, iba a ser larga la caminata en un día caluroso.

Más tarde, quizás el cansancio les hizo aflojar las inhibiciones o la falta de reacción de las chicas les demostró que no entendían el inglés, porque los hombres se pusieron a hablar de asuntos menos inmediatos. Comenzaron comentando que el calor no cedía, pero casi enseguida cambiaron de tema.

—¿Te parece que todo esto es necesario?

—¿Tráfico?

—Sí... Ha ocasionado algunos problemas en otras épocas.

—No queda otro camino.

—¡Qué calor maldito!

—¿Qué harías tú en cambio?

—No sé. No me corresponde a mí decidirlo. Si me diesen a elegir, no estaría ahora aquí.

—Para mí, todavía tiene sentido. El último contingente aún no regresó, y nada indica que lo vayan a hacer. A lo mejor ya no tendremos que traficar más.

—Sí que tendremos.

—Me da la impresión de que no estás de acuerdo con la «transferencia».

—Francamente, no. A veces pienso que todo el sistema es disparatado.

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