A la noche siguiente el paisaje había recuperado las proporciones que Helward conocía. Los árboles parecían árboles, y no arbustos achaparrados. Los guijarros eran redondos, el pasto crecía en bloques, no desparramado como una gran mancha verde. Los rieles estaban demasiado separados según las medidas de la ciudad, pero Helward presentía que su viaje no se prolongaría mucho más.
Había perdido la cuenta de los días transcurridos. No obstante, el terreno le resultaba cada vez más familiar y sabía que, hasta el momento, el tiempo que estuvo fuera de la ciudad había sido considerablemente más breve que lo que Clausewitz había anticipado. Aún contando los dos o tres días que parecieron pasar tan rápido, cuando estuvo en la zona de presión, la ciudad no podía haber avanzado más de una o dos millas hacia el Norte en ese intervalo.
Este pensamiento le dio ánimos, dado que iban mermando sus reservas de agua y alimentos.
Seguía caminando, pasaban los días. Todavía no había rastros de la ciudad, y los rieles tampoco se angostaban hasta adquirir la separación habitual. Estaba tan acostumbrado a la noción de distorsión lateral en el Sur que ya no le resultaba raro.
Una mañana, le acometió un nuevo pensamiento: durante varios días no había cambiado la distancia entre los rieles. ¿Podría ser que hubiese encontrado una zona en la cual el movimiento de la tierra fuese equivalente a la velocidad de su propio andar? ¿Es decir, que él estuviese como el ratón en la noria, sin avanzar jamás?
Apuró el paso pero pronto prevaleció la razón. Al fin y al cabo, había podido abandonar el área de presión donde era más intenso el movimiento hacia el Sur. Le quedaban nada más que dos paquetes de comida, y en dos oportunidades tuvo que buscar agua a su alrededor.
El día que se le acabaron los alimentos sintió de pronto una gran emoción. Ya no se moriría de hambre. ¡Reconocía el lugar donde se hallaba! Era la región que había recorrido a caballo con Collings, dos o tres millas al Norte del óptimo en aquel entonces.
Calculaba que había viajado a lo sumo durante tres millas, de manera que pronto debía divisar la ciudad.
Adelante, las huellas de las vías continuaban hasta un pequeño risco. Y ni rastros de la ciudad. Los pozos de los durmientes se veían aún distorsionados, y la próxima hilera de huellas estaba a una cierta distancia.
Lo cual podía significar —razonaba Helward— que, durante su ausencia, la ciudad se había desplazado con mayor velocidad. Quizás hasta hubiese pasado el óptimo, y se encontrase en la zona donde la tierra se movía más lentamente. Comenzaba a comprender por qué la ciudad seguía desplazándose: tal vez, más allá del óptimo, hubiese una zona donde la tierra no se moviese en absoluto.
Caso en el cual la ciudad podría detenerse... La gran noria terminara.
Helward pasó la noche hambriento, durmió mal. Por la mañana bebió unos tragos de agua y de inmediato emprendió la marcha. Pronto tenía que aparecer la ciudad...
A la hora de más calor se vio forzado a descansar. La región era yerma, descampada; no había sombra. Se sentó junto al riel.
Miraba desolado hacia adelante cuando vio algo que le dio nuevas esperanzas. Tres personas se acercaban caminando lentamente por la vía. Debían ser de la ciudad, mandadas para buscarlo a él. Esperó, débil, que se aproximaran.
Cuando llegaron intentó pararse pero tropezó y quedó tendido en el suelo.
—¿Eres de la ciudad?
Helward abrió los ojos y miró a su interlocutor. Se trataba de un hombre joven, vestido con el uniforme de aprendiz de un gremio. Asintió con la cabeza. Tenía floja la mandíbula.
—Estás enfermo... ¿Qué te ocurre?
—Estoy bien. ¿Tienes algo de comida?
—Bebe esto.
Le extendieron una cantimplora. Helward tomó un trago. El agua era distinta; tenía el gusto insulso del agua de la ciudad.
—¿Puedes pararte?
Con ayuda, Helward logró ponerse de pie, y juntos fueron hasta unos arbustos cercanos. Helward se sentó en la tierra. El muchacho abrió su mochila. Helward de inmediato advirtió que la mochila era idéntica a la suya.
—¿Yo te conozco? —dijo.
—Soy el aprendiz Kellen Li-Chen. ¡Li-Chen! Lo recordaba del internado.
—Yo soy Helward Mann.
Kellen Li-Chen abrió un paquete de alimentos deshidratados y les echó un poco de agua. Luego le extendió a Helward el conocido potaje gris, y éste empezó a comerlo con más entusiasmo que nunca en su vida.
A unos metros de distancia, esperaban dos chicas.
—Vas camino al pasado —dijo, entre bocado y bocado.
—Sí.
—Yo vengo de allí.
—¿Cómo es?
De pronto Helward recordó su encuentro con Torrold Pelham, en circunstancias casi exactas.
—Ya estás en el pasado —respondió—. ¿No lo percibes? Kellen negó con la cabeza.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
Helward se refería a la fuerza del Sur, a la sutil presión que aún sentía al caminar. Pero entendía que Kellen no se hubiese dado aún cuenta. No se podía distinguir una sensación nueva mientras no se la hubiese experimentado hasta las últimas consecuencias.
—Es imposible describirlo. Ve al pasado y lo comprobarás por ti mismo.
Helward echó una ojeada a las chicas, que estaban sentadas en el suelo, dándoles deliberadamente la espalda. No pudo evitar sonreír para sus adentros.
—Kellen, ¿cuánto falta para llegar a la ciudad?
—Aproximadamente cinco millas. ¡Cinco millas! Entonces ya debía haber pasado el óptimo.
—¿Puedes darme algo de comida? Un poquito, nada más... Lo suficiente para llegar a la ciudad.
—Por supuesto.
Kellen extrajo cuatro paquetes y se los extendió. Helward se quedó mirándolos un instante. Luego le devolvió tres.
—Con uno me basta. Los otros te van a hacer falta.
—Yo no tengo que ir muy lejos —dijo Kellen.
—Lo sé... pero lo mismo los precisarás. ¿Cuánto tiempo hace que dejaste el internado, Kellen?
—Unas quince millas.
Sin embargo, Kellen era mucho menor que él. Recordaba claramente que iba dos grados más atrás en el internado. Debían estar reclutando aprendices más jóvenes ahora. No obstante, Kellen parecía maduro, y su cuerpo no era el de un adolescente.
—¿Qué edad tienes?
—Seiscientas sesenta y cinco millas.
Eso no podía ser... Debía ser por lo menos cincuenta millas menor que él mismo. Helward calculaba su propia edad en seiscientas setenta.
—¿Has estado trabajando en las vías?
—Sí. Es un trabajo extremadamente duro.
—Ya sé. ¿Cómo es que la ciudad ha podido moverse tan rápido?
—¿Tan rápido? Pasó por un mal período. Tuvimos que cruzar un río, y actualmente se está demorando en una región muy quebrada. Hemos perdido mucho terreno. Cuando yo salí, estaba seis millas atrasada con respecto al óptimo.
—¡Seis millas! ¿Entonces el óptimo se ha movido con mayor rapidez?
—Que yo sepa, no —Kellen miraba a las chicas por encima del hombro—. Creo que deben amos seguir nuestro camino. ¿Te sientes bien?
—Sí. ¿Cómo te va con ellas? Kellen sonrió.
—No me va mal —respondió—. Está la barrera del idioma, pero pienso que podemos encontrar un poco de vocabulario en común.
Helward se rió, y nuevamente se acordó de Pelham.
—Trata de hacerlo pronto —dijo—. Después resulta un poco difícil.
Kellen Li-Chen lo miró fijo un segundo. Luego se puso de pie.
—Cuanto antes, mejor. —Fue en busca de las chicas, quienes se pusieron a protestar en voz alta porque el descanso había sido muy breve. Cuando pasaron junto a él, Helward notó que una de ellas se había desprendido la blusa y la llevaba atada con un nudo.
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