Chistopher Priest - El mundo invertido

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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Miró hacia el Sur. Todo era tinieblas. Sobre su cabeza, las nubes que antes habían chocado contra su cara ocultaban ahora la luna a la cual, por ignorancia, jamás había cuestionado. También ella tenía una forma extraña. Helward la había visto muchas veces, y siempre la había aceptado así.

Prosiguió la marcha hacia el Norte notando que la inmensa presión era cada vez menor. El paisaje que lo rodeaba era oscuro, sin rasgos prominentes. No le prestó atención. Una sola idea imperaba en su cerebro: que, antes de echarse a descansar, debía retirarse bastante como para no verse otra vez arrastrado a la zona de presión. Ahora conocía una de las verdades fundamentales de este mundo: que de hecho la tierra se movía, como había dicho Collings. En el Norte, donde estaba la ciudad, el terreno se movía con una casi imperceptible lentitud, aproximadamente una milla en diez días. Pero en el Sur se movía más rápido, y su aceleración era exponencial. Lo comprobó al ver cómo se transformaban los cuerpos de las chicas. En el lapso de una noche la tierra se había alejado lo necesario como para que sus cuerpos se vieran afectados por las distorsiones laterales a que —ellas, él no— estaban sujetas.

La ciudad no podía detenerse. Estaba condenada a avanzar toda la vida porque si se paraba comenzaría el largo y lento recorrido hasta el pasado, y eventualmente llegaría a la zona en que las montañas se hacían riscos de pocos centímetros de alto, en que una irresistible fuerza la barrería, destruyéndola.

A esa altura, mientras caminaba lentamente hacia el Norte, cruzando el terreno extraño, sombrío, no alcanzaba a comprender lo que había experimentado. Todo se oponía a la lógica. La tierra era estática, no podía desplazarse. Las montañas no se deformaban. Los seres humanos no. se achicaban hasta los treinta y cinco centímetros de altura. Las quebradas no se angostaban. Los bebés no se ahogaban con la leche materna.

A pesar de que había caído la noche, no experimentaba más cansancio que el provocado por el esfuerzo físico que realizó en la ladera de la montaña. Le parecía que el día había pasado con suma rapidez.

Había traspuesto la zona de máxima presión, pero la tenía demasiado presente como para hacer un alto. No era nada agradable imaginarse durmiendo mientras la tierra se movía debajo de uno, transportándolo ineluctablemente hacia el Sur.

Helward era un microcosmos de la ciudad. Al igual que ella, tampoco podía permitirse un descanso.

Por último lo venció el cansancio. Se tiró en el suelo duro y durmió.

Lo despertó el sol naciente, y lo primero que hizo fue pensar en la presión del Sur. Alarmado, se levantó de un salto y puso a prueba su equilibrio. La fuerza subsistía pero no era más poderosa que la de la noche anterior.

Miró hacia el Sur.

Increíblemente, allí estaban las montañas.

Eso era imposible. Él las había visto, había sentido cómo se reducían hasta convertirse en una pequeña piedra de no más de cinco centímetros de altura. Y sin embargo, era obvio que estaban ahí, escarpadas, de formas irregulares, coronadas de nieve.

Helward buscó su mochila y pasó revista al contenido.

Había perdido la cuerda y el gancho, y gran parte de su equipo había quedado con las chicas cuando las extraviara, pero aún tenía una cantimplora con agua, una bolsa de dormir y varios paquetes de alimentos deshidratados. Suficiente para subsistir un tiempo.

Comió algo. Luego se colocó la mochila.

Echó una rápida mirada al sol, decidido esta vez a no perder el rumbo.

Enfiló al Sur, hacia las montañas.

La presión crecía lentamente a su alrededor, tironeándolo para adelante. A medida que contemplaba las montañas éstas parecían perder altura. La tierra que pisaba se hacía más densa.

Sobre su cabeza, el sol se movía más rápido que lo debido.

Luchando contra la fuerza, Helward se detuvo cuando advirtió que las montañas eran sólo una línea ondulante de colinas.

No estaba equipado para ir más lejos. Dio media vuelta y se dirigió al Norte. Una hora más tarde cayó la noche.

Prosiguió la marcha en las tinieblas hasta que notó que la presión era baja. Sólo entonces descansó.

Cuando volvió la luz del día, las montañas estaban a la vista... con aspecto de montañas.

No intentó moverse sino que esperó en el mismo lugar. A medida que avanzaba el día, crecía la fuerza. Sintió que el movimiento de la tierra lo llevaba en dirección a las montañas. Mientras observaba, las vio extenderse lentamente en sentido lateral.

Levantó campamento y enfiló al Norte antes de que oscureciese. Había visto lo suficiente. Era hora de regresar a la ciudad.

Inexplicablemente, esta idea le preocupaba. ¿Debería presentar algún informe acerca de lo ocurrido?

Había cosas que no podía siquiera asimilar, ni mucho menos unir lo que había visto y vivido con un orden coherente, para describírselo a alguien.

En medio de todo ello estaba la pasmosa visión del mundo desplegado ante sus ojos. ¿Alguna vez alguien habría vivido semejante experiencia? ¿Cómo podía la mente abarcar un concepto del cual el ojo había sido incapaz de apreciar su total extensión? A diestra y siniestra la superficie del mundo se extendía aparentemente sin fronteras. Sólo al Norte había una definición de forma: ese curvo, elevado pináculo que se estiraba hasta el infinito.

Y lo mismo el sol. Y lo mismo la luna. Y lo mismo —que él supiera— todos los cuerpos del universo visible.

¿Cómo podía informar que había conducido a las chicas sanas y salvas a su aldea siendo que alcanzaron un estado en el cual él no podía siquiera verlas ni comunicarse con ellas? Habían penetrado en su propio mundo, totalmente ajeno al de él.

¿Qué había pasado con el bebé? Obviamente de la ciudad —ya que, al igual que él, no se había visto afectado por las distorsiones que lo rodeaban— era probable suponer que Rosario lo había abandonado... y que estaría muerto. Incluso si aún siguiera con vida el movimiento de la tierra lo transportaría al Sur, a la zona de la presión, donde no podría sobrevivir.

Absorto en sus pensamientos, Helward proseguía su marcha sin prestar atención al paisaje. Cuando hizo un alto para tomar agua miró a su alrededor y, sorprendido, comprobó que reconocía el terreno.

Estaba en la zona rocosa, al Norte de la quebrada, donde se había erigido el puente.

Bebió varios sorbos de agua y dio unos pasos atrás. Para encontrar el camino a la ciudad debía volver a ubicar las vías, y el sitio del puente sería el mejor punto de referencia.

Halló el arroyo que, preocupado como estaba, debía haber cruzado sin darse cuenta. Siguió su curso preguntándose si sería el mismo de antes, porque parecía ser un diminuto arroyuelo. A su debido tiempo las costas se hicieron más empinadas y escarpadas, pero no había rastros de la quebrada.

Helward trepó por la ribera y caminó en sentido contrario al de la corriente. Aunque le resultaba familiar, el aspecto del arroyo estaba distorsionado, y podía tratarse de otro enteramente.

Después divisó un óvalo largo, negro, cerca del borde del agua. Bajó a examinarlo. Había un leve olor a quemado... Al inspeccionarlo más detenidamente se percató de que era la huella de una fogata. La que él mismo había encendido para acampar.

El arroyo no tenía más de un metro de ancho. Sin embargo, cuando él estuvo ahí con las chicas, tenía más de tres. Luego de mucho buscar halló unas marcas en el terreno que podían ser los rastros de una torre de suspensión.

Desde una orilla a la otra, la distancia era de unos cinco o seis metros. La caída al agua, de pocos centímetros.

Por este lugar había cruzado la ciudad.

Se dirigió al Norte y enseguida encontró la huella de un durmiente. Tenía cinco metros de largo. El más próximo estaba a diez centímetros de distancia.

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