Chistopher Priest - El mundo invertido

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El mundo invertido: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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Luego de varios intentos, captó la esencia de lo que le decía.

Ella y sus compañeras tenían miedo de regresar a sus aldeas. Se consideraban de la ciudad, y su propia gente las rechazaba.

Helward dijo que debían continuar su camino —como habían elegido hacerlo—, pero Rosario le informó que de ahí no se movían. Ella estaba casada con un hombre de la población, y si bien al principio quiso volver con él, ahora pensaba que la iba a matar. Lucia también era casada y compartía su temor. La gente de los pueblos odiaba la ciudad, y ellas serían castigadas por haber ido allí un tiempo.

Helward desistió de responderle. Tenía tanta dificultad en hacerse entender como en entenderle a ella. Pensaba que ya era demasiado tarde. Al fin y al cabo, habían ido voluntariamente a la ciudad como parte del convenio. Trató de decirle eso, pero ella no le comprendió.

Aun mientras hablaban continuaba el proceso de cambio. Medía ahora no más de treinta y cinco centímetros, y su cuerpo —al igual que el de sus compañeras— tenía casi un metro y medio de ancho. Al verlas era imposible pensar que alguna vez hubiesen sido seres humanos, aunque él sabía que era verdad.

—¡Espera aquí! —dijo Helward.

Se paró y volvió a rodar por el suelo. La presión se había intensificado, y logró ponerse de pie con suma dificultad. Regresó arrastrándose hasta su mochila y se la colocó. Buscó la soga y se la colgó del hombro.

Manoteando para contener la fuerza, emprendió el camino al Sur.

Ya no se podía percibir accidente geográfico alguno, como no fuera la línea del terreno que se elevaba al frente. La superficie sobre la que caminaba era una mancha confusa y, si bien de tanto en tanto se detenta a examinar el terreno, era incapaz de distinguir algo que hubiese podido ser pasto, piedras o tierra.

Las características naturales del mundo se distorsionaban: se extendían lateralmente de Este a Oeste, disminuyendo en altura y profundidad.

Una roca podía ser una franja color gris oscuro de tres milímetros de ancho por doscientos metros de largo. Las colmas cubiertas de nieve bien podían ser montañas, y esa rayita verde, un árbol.

La angosta línea color blanco desteñido, una mujer desnuda.

Llegó a la zona alta con más rapidez de lo que había pensado. Crecía la atracción hacia el Sur y, cuando estaba a menos de cincuenta metros de la colina más cercana, tropezó y comenzó a rodar hacia ella con una velocidad en constante aumento.

La ladera Norte era casi vertical, como el lado resguardado de una duna barrida por el viento, y contra ella se estrelló fuertemente. Casi de inmediato la fuerza del Sur le impelió a trepar la ladera, desafiando la gravedad. Desesperado —porque sabía que si llegaba arriba nunca más podría resistir la atracción— braceaba buscando poder prenderse de algo. Encontró una roca prominente. Se aferró a ella con ambas manos, sujetándose furiosamente para repeler la inexorable tracción. Su cuerpo giró hasta quedar tendido verticalmente sobre la pared, cabeza abajo. Si ahora se deslizaba, se vería arrastrado cuesta arriba y luego descendería hacia el Sur.

Metió una mano en la mochila y sacó el gancho, al que logró fijar debajo de la saliente. Le ató un extremo de la cuerda. El otro extremo se lo ató en la muñeca.

La presión del Sur era ahora tan enorme que virtualmente contrarrestaba la fuerza normal de gravedad.

La materia de la montaña cambiaba debajo de él. La pared dura, casi vertical, lentamente se iba ensanchando de Este a Oeste, se achataba, de modo que, a sus espaldas, la cima del cerro parecía ir encaramándose sobre su cuerpo. Vio una grieta en la roca que poco a poco se cerraba. Extrajo el gancho y lo clavó en la grieta. Instantes más tarde, el gancho estaba firmemente calzado.

La cúspide se había dilatado y ahora estaba debajo de su cuerpo. La presión del Sur se apoderó de él transportándolo por encima de la montaña. No se soltó la cuerda, y quedó suspendido horizontalmente.

Lo que hasta ese momento era la montaña se convirtió en una dura protuberancia debajo de su pecho. Su estómago descansaba contra lo que había sido el valle. Sus pies se agitaban en busca de un punto de apoyo sobre lo que había sido otro cerro.

Estaba aplastado contra la superficie del mundo, un gigante recostado sobre una antigua región montañosa.

Levantó el cuerpo tratando de aliviar su posición. Al alzar la cabeza notó de pronto que le faltaba el aire. Soplaba un viento fuerte, gélido, del Norte, pero carecía del oxigeno necesario. Volvió a inclinar la cabeza, apoyando el mentón en el suelo. A esa altura podía inspirar aire suficiente para sobrevivir. Hacía un frío terrible.

Impulsadas por el viento, las nubes flotaban a pocos centímetros de la tierra formando una sábana blanca. Daban vueltas alrededor del rostro de Helward, esparciéndose sobre su nariz como la espuma en la proa de un barco. Tenía la boca debajo de las nubes. Los ojos, arriba. Helward miró adelante, a través de la atmósfera enrarecida. Miró hacia el Norte.

Estaba en el borde del mundo, cuya mole principal yacía frente a él.

Podía ver el orbe entero.

Al Norte, el terreno era llano. Tan liso como la tabla de una mesa. Pero en el centro, la tierra se elevaba de la llanura en una espiral cóncava, perfectamente simétrica. Se iba angostando cada vez más, hacia arriba, estilizándose, llegando tan alto que era imposible ver dónde terminaba.

Era de múltiples colores. Había amplias zonas marrones y amarillas, tachonadas de verde. Más al Norte, una región azul, de un azul puro, oriental, que encandilaba la vista. Encima de todo, el blanco de las nubes en largas, tenues espirales, en brillantes enjambres, formando diseños escamosos.

El sol se estaba poniendo. Rojo al Noreste, relucía contra un horizonte imposible.

La forma del sol era la de siempre Un ancho disco chato que podía ser un ecuador. En el centro, al Norte y al Sur, se dibujaban sus polos como espirales cóncavas.

Helward había visto tantas veces el sol que ya no cuestionaba su apariencia. Pero ahora sabía que el mundo tenía también la misma forma.

CAPÍTULO NUEVE

El sol se puso y el mundo quedó a oscuras.

La presión del Sur era tan intensa que su cuerpo apenas rozaba lo que antes fueran montañas. En la penumbra, pendía verticalmente de la soga. La razón le decía que seguía en posición horizontal, pero la razón se hallaba en conflicto con la sensación.

Ya no podía confiar en la resistencia de la cuerda. Estiró los brazos, apretó los dedos contra dos pequeñas salientes rocosas (¿alguna vez habrían sido montañas?) y subió.

La superficie era ahora más lisa. Helward no podía encontrar un punto firme de donde sujetarse. Con mucha dificultad descubrió que podía hundir los dedos en la tierra, lo suficiente para lograr agarrarse por el momento. Nuevamente se arrastró hacia adelante. Era cuestión de unos pocos centímetros... pero en otro sentido, cuestión de kilómetros. La fuerza del Sur aparentemente no decrecía.

Se soltó de la cuerda y gateó con las manos. Varios centímetros después sus pies tocaron el pequeño risco que antes fuera una montaña. Presionó fuertemente y siguió avanzando.

Poco a poco fue disminuyendo la fuerza hasta que ya no fue necesario sujetarse. Helward se relajó un instante. Trató de recobrar el aliento. Al hacerlo, percibió que la presión volvía a aumentar, de modo que continuó moviéndose. Logró luego apoyarse sobre las manos y las rodillas.

No había mirado hacia el Sur. ¿Qué era lo que antes había detrás de él?

Se arrastró largo trecho hasta que se sintió capaz de pararse. Así lo hizo, inclinándose hacia el Norte para contrarrestar la fuerza. Caminó para adelante, notando que paulatinamente se reducía la inexplicable resistencia. Al rato se había alejado de la peor zona de presión, lo suficiente como para sentarse en el suelo y hacer un verdadero descanso.

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