Hubo acuerdo general, y cuando Rosario volvió a amamantar al bebé, éste no vomitó la leche.
Antes del anochecer atravesaron una zona más rocosa y ondulada, y de pronto arribaron a la quebrada que tanto trabajo les había dado a los Constructores de Puentes. No quedaban huellas del lugar de emplazamiento del puente, aunque los cimientos de las torres de suspensión habían dejado dos marcas profundas en la tierra.
Helward recordó que había un pedazo de terreno llano en la ribera Norte del arroyo que corría al fondo de la quebrada, y hada allá dirigió la marcha.
Rosario y Lucia se encargaron del bebé mientras Caterina ayudaba a Helward a armar la carpa. De repente, mientras extendían las bolsas de dormir en la tienda, Caterina le apoyó una mano en el cuello y lo besó suavemente en la mejilla.
Helward le sonrió.
—¿A qué se debe esto?
—Rosario piensa que tú ser bueno.
Helward se quedó quieto, pensando que podría repetirse el beso, pero Caterina salió gateando de la carpa y llamó a las demás.
El bebé tenía mejor aspecto, y se durmió apenas lo colocaron en su cunita. Aunque Rosario no comentó nada del niño, Helward la notó menos preocupada. Tal vez hubiese tenido gases.
La noche era mucho más cálida que la anterior. Después de comer, permanecieron un rato fuera de la carpa. Lucía se ocupó de sus pies. Se los frotaba continuamente y sus amigas parecían prestarle mucha atención. Le mostró los pies a Helward, y éste pudo apreciar que le habían salido unos callos grandes en los dedos. Se habló largamente sobre los pies; las chicas decían que a ellas también les dolían.
—Mañana —dijo Lucía—, sin zapatos.
Y así terminó el tema.
Helward esperó afuera hasta que las chicas se hubieron acostado. La noche anterior había hecho tanto frío que todos durmieron vestidos, cosa que no repitieron esta noche porque hacía calor y estaba húmedo. Un cierto recato en Helward le hizo dejarse puesta la ropa y dormir sobre su bolsa. Sin embargo, como crecía su interés por las muchachas, sus pensamientos se llenaron de locas fantasías acerca de lo que ellas pudieran hacer. Al cabo de unos minutos entró en la carpa. Las velas estaban prendidas.
Las chicas se habían metido en sus bolsas. Al ver una pila de ropa, Helward se dio cuenta de que estaban desnudas.
No les dijo nada, sino que apagó las velas y se desvistió en la penumbra, tropezando y cayendo grotescamente. Se tiró sobre su bolsa, consciente del cuerpo de Caterina a su lado. Se quedó despierto largo rato, tratando de no demostrar la excitación que sentía. Victoria parecía estar muy lejos.
Ya había amanecido cuando se despertó y, luego de un vano intento de vestirse adentro de la bolsa de dormir, Helward salió gateando de la carpa y se vistió rápidamente afuera. Encendió el fuego y puso agua a calentar para preparar té sintético.
Allí, al fondo de la quebrada, ya hacía calor, y se preguntó una vez más si deberían reanudar la marcha o descansar un día entero, como había prometido.
Hirvió el agua y bebió su té. Escuchó ruidos dentro de la carpa. Enseguida apareció Caterina, que se encaminaba al arroyo.
La siguió con la mirada. Llevaba ella puesta sólo la blusa —toda desabrochada, abierta—, y un par de pantalones. Cuando llegó al agua, se dio vuelta y le hizo señas con la mano.
—¡Ven! —gritó.
Helward no precisó más invitación. Se acercó, sintiéndose torpe con su uniforme y sus botas.
—¿Nadamos? —dijo ella, y sin esperar respuesta, se quitó la camisa y los pantalones, y se internó en el agua. Helward echó una rápida mirada a la carpa: nada se movía.
En pocos segundos él se sacó la ropa también, y chapoteaba hacia ella, Caterina se dio vuelta y lo miró de frente, sonriendo al comprobar la reacción que había estimulado en él. Lo salpicó y se volvió. Helward dio un salto para alcanzarla. La abrazó... y juntos cayeron de costado en el agua.
Caterina trató de desprenderse de él. Se paró. Logró evadirse tirándole mucha agua. Helward la siguió y le dio caza en la costa. La expresión de ella era seria. Caterina levantó los brazos, los anudó en el cuello de Helward y atrajo su cara contra la suya. Se besaron unos instantes. Luego salieron del agua y se tendieron en el pasto de la orilla. Comenzaron a besarse de nuevo, con más intensidad.
Cuando se desligaron, se vistieron y regresaron a la carpa, Rosario y Lucia estaban comiendo un potaje amarillo. Ninguna de las dos dijo nada, pero Helward vio que Lucía sonreía a Caterina.
Media hora más tarde, el bebé volvió a descomponerse. Preocupada, Rosario lo alzó, pero de pronto lo dejó en brazos de Lucia y salió corriendo. Segundos después la oyeron vomitar junto al arroyo.
Helward preguntó a Caterina:
—¿Te sientes bien?
—Sí.
Helward olfateó los alimentos que habían estado comiendo. El olor era normal... poco apetitoso pero no podrido.
Luego fue Lucia quien se quejó de fuertes dolores estomacales, y se puso muy pálida.
Caterina se alejó.
Helward estaba desesperado. Ahora lo único que podían hacer era volver a la ciudad. Si la comida se había puesto rancia, ¿cómo iban a sobrevivir el resto del viaje?
Al rato Rosario regresó al campamento. Se la notaba débil, y se sentó en el suelo, a la sombra. Lucía le dio agua de la cantimplora. Ella también estaba blanca y se apretaba el estómago. El bebé seguía gritando. Helward no estaba preparado para enfrentar una situación de esta índole, y no sabía qué sugerir.
Fue en busca de Caterina, quien aparentemente no se hallaba afectada.
Unos cien metros abajo, en la quebrada, la encontró. Ella retornaba al campamento con los brazos cargados de manzanas silvestres, rojas, maduras. Helward probó una. También era dulce y jugosa... pero luego recordó la advertencia de Clausewitz. Su criterio personal era que Clausewitz estaba equivocado; sin embargo, de mala gana se la dio a Caterina, que se comió el resto.
Asaron una manzana en el fogón y después la pelaron. Alimentaron al bebé con pequeños bocados. Esta vez no vomitó y dio muestras de alegría. Rosario se sentía aún demasiado débil como para atenderlo, de modo que fue Caterina quien lo acostó en su cunita. A los pocos minutos se había dormido.
Lucia no estaba enferma, aunque le dolió el estómago toda la mañana. Rosario se recuperó más rápido, y comió una manzana.
Helward comió lo que sobraba del potaje amarillo... y no se descompuso.
Ese mismo día, más tarde, Helward trepó por el lado Norte del arroyuelo. Ahí, hacía varias millas, se habían perdido vidas con el objeto de lograr que la ciudad cruzara la cañada. El paisaje le resultaba aún familiar, y si bien habían retirado casi todo el equipo utilizado en la operación, seguían vividos en su memoria esos largos días y noches que habían trabajado contrarreloj para completar el puente. Miró hacia la margen Sur, hacia el lugar mismo donde se había erigido el puente.
La hondonada no le parecía tan ancha como entonces, ni tampoco tan profunda. Quizás en aquel momento la excitación le había hecho exagerar la magnitud del obstáculo.
Sin embargo, no... la quebrada antes era más ancha...
Recordaba que, cuando la ciudad cruzara el puente, la vía tenía no menos de sesenta metros de largo. Ahora daba la impresión de que, en ese mismo sitio, la quebrada tenía sólo unos diez metros de ancho.
Helward se quedó mirando la costa de enfrente largo rato, sin entender cómo podía darse esta aparente contradicción. Luego le vino una idea.
El puente se había construido de acuerdo con especificas instrucciones de ingeniería. Él había trabajado varios días en la fabricación de las torres de suspensión, y sabía que las dos torres, a ambos lado de la cañada, se habían erigido separadas a una distancia exacta para permitir que la ciudad pasara por el medio.
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