—¿Estamos en peligro?
—No por el momento. Pero si hubiera sabotaje, el peligro sería inmediato e inmenso. Tal como están las cosas, somos muy impopulares... y no se ganaría nada dejando que a esa impopularidad se sumara el conocimiento de nuestra vulnerabilidad por parte de los nativos.
—¿Entonces puedo ser más abierto con Victoria?
—Use su criterio. Ella es hija de Lerouex, ¿no? Una chica sensata. Mientras se guarde para sí misma lo que usted le cuente, no veo que haya peligro. Pero no vaya y hable con demasiadas personas.
—No lo haré.
—Y tampoco diga que el óptimo se mueve porque no se mueve.
Helward lo miró sorprendido.
—A mí me dijeron que se movía.
—Le informaron mal. El óptimo es estático.
—En ese caso, ¿por qué la ciudad nunca lo alcanza?
—Lo alcanza, de tanto en tanto —respondió Collings—, Pero nunca puede quedarse allí mucho tiempo. El terreno se aleja de él hacia el Sur.
Las vías se extendían aproximadamente una milla al Norte de la ciudad. Cuando Helward y Collings llegaron a las inmediaciones, vieron que izaban uno de los cables del guinche hada el amortiguador. Al cabo de uno o dos días la ciudad volvería a avanzar.
Siguieron caminando en dirección a la ciudad. Del lado Norte se hallaba la entrada del oscuro túnel que corría por debajo, y que daba acceso al interior de la misma. Arribaron a los establos.
—Adiós, Helward.
Helward estrechó calurosamente la mano que Collings le extendía.
—Me suena a despedida muy terminante. Collings se encogió de hombros.
—Es que no lo veré por algún tiempo. Buena suerte, hijo.
—¿Adónde va?
—No voy a ninguna parte. Pero usted sí. Cuídese y saque las conclusiones que pueda.
Sin darle tiempo a responder, el hombre dio media vuelta y entró en los establos. Por un momento Helward estuvo tentado de ir tras él pero un instinto le indicó que no serviría de nada. Tal vez Collings ya le hubiese dicho más de lo que debía.
Con sentimientos encontrados, Helward se internó más en el túnel y llamó el ascensor. Cuando llegó, fue derecho al cuarto nivel en busca de Victoria. No la halló en su habitación, de modo que fue a buscarla a la planta de sintéticos. Victoria llevaba más de dieciocho millas de embarazo, pero tenía intenciones de trabajar el mayor tiempo posible.
Al verlo, abandonó su banco y juntos regresaron a la pieza. Faltaban todavía dos horas antes de que Helward tuviese que ir a ver a Futuro Clausewitz, y pasaron el tiempo charlando. Más tarde, cuando abrieron la puerta, salieron unos minutos a la plataforma.
A la hora indicada Helward subió al séptimo nivel e ingresó a la sede del gremio. Ahora no le resultaba extraña esta parte de la ciudad, pero como la visitaba con muy poca frecuencia, sentía aún un cierto temor ante los gremialistas mayores y el Navegante.
Clausewitz lo esperaba solo en la sala del gremio del Futuro. Cuando Helward llegó, lo saludó cordialmente y le ofreció vino.
Desde ese lugar podía mirarse a través de una ventanita, hacia el Norte de la ciudad. Helward divisó el terreno escarpado donde había trabajado los últimos días.
—Me he enterado de que anda muy bien, aprendiz Mann.
—Gracias, señor.
—¿Se siente listo para convertirse en Futuro?
—Sí, señor.
—Bien... desde el punto de vista del gremio, no hay ningún impedimento. Se ha ganado usted una buena reputación.
—Salvo en la milicia —dijo Helward.
—Eso no debe preocuparle. No todos están hechos para la vida militar.
Helward experimentó un pequeño alivio. Su mal desempeño en la milicia le había hecho preguntarse si su gremio se había enterado de ello.
—El propósito de esta entrevista —prosiguió Clausewitz— es informarle lo siguiente: Le resta aún un periodo nominal de tres millas como aprendiz en nuestro gremio, pero en lo que a mí respecta, eso será una mera formalidad. Antes, sin embargo, deberá usted salir de la ciudad. Es parte de su entrenamiento. Probablemente no regrese por un tiempo.
—¿Puedo preguntarle cuánto tiempo?
—Es muy difícil decir. Por cierto, varias millas. Pueden ser tanto diez como cien.
—Pero Victoria...
—Si, comprendo que está esperando un niño. ¿Para cuándo?
—Dentro de nueve millas.
Clausewitz frunció el ceño.
—Me temo que no estará aquí para esa fecha. Realmente no queda otra alternativa.
—¿No podría postergarlo para más adelante?
—Lo siento, no. Se le ha encomendado una tarea. Usted sabe que, de tanto en tanto, la ciudad se ve obligada a negociar el uso de mujeres traídas de afuera. Esas mujeres se quedan aquí el menor tiempo posible, pero aun así nunca permanecen menos de treinta millas. Una de las condiciones del acuerdo es que se las conduzca luego nuevamente a sus aldeas... y ahora hay tres mujeres que quieren partir. Acostumbramos utilizar a los aprendices para llevarlas de vuelta, sobre todo porque ahora lo consideramos una parte importante de su proceso de entrenamiento.
Por la misma naturaleza de su trabajo, Helward se había visto forzado a sentirse más seguro de sí mismo.
—Señor, mi mujer espera el primer hijo y yo debo quedarme con ella.
—Eso está descartado.
—¿Y si me niego a ir?
—Se le mostrará una copia del juramento y aceptará el castigo que éste impone.
Helward abrió la boca para responder, pero vaciló. Este no era el momento de discutir la validez del juramento. Era evidente que Clausewitz se estaba conteniendo ya que, al resistirse Helward, su rostro se había vuelto rojo, y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa. En vez de decir lo que pensaba, Helward dijo:
—Señor, ¿puedo apelar a su razón?
—Puede apelar, pero yo no puedo ser razonable. Usted juró que consideraría como asunto de suprema importancia la seguridad de la ciudad. Su entrenamiento gremial es un asunto de seguridad de la ciudad. Y no hay nada más que hablar.
—¿Pero acaso no podría postergarse? Yo podría partir apenas naciera el niño.
—No —Clausewitz se dio vuelta y extrajo una hoja grande de papel, cubierta en parte con un mapa y con varios listados de números—. Hay que devolver a estas mujeres a sus aldeas. En las nueve millas que faltan para que su esposa de la luz, las aldeas estarán peligrosamente lejos. Ahora mismo están a más de cuarenta millas hacia el Sur. Usted es el próximo aprendiz de la lista, y por lo tanto es usted quien debe ir.
—¿Es su última palabra, señor?
—Sí.
Helward dejó el vaso de vino sin probar y fue hacia la puerta.
—Helward, espere.
Se detuvo juntó a la puerta.
—Si tengo que partir, me gustaría ver a mi mujer.
—Todavía le quedan varios días. Saldrá dentro de media milla.
Cinco días. Era muy poco tiempo.
—¿Y? —dijo Helward. Ya no sentía necesidad de exhibir la habitual cortesía.
—Siéntese, por favor. —Reacio, Helward así lo hizo—. No piense que soy inhumano. Irónicamente, esta expedición le revelará por qué algunas de las costumbres de la ciudad parecen inhumanas. Es nuestro método, y se nos fuerza a seguirlo. Comprendo su preocupación por... Victoria, pero usted debe ir al pasado. No hay mejor modo de que aprenda la situación de la ciudad. Lo que yace al Sur de nosotros es el motivo del juramento, de los aparentes barbarismos de nuestro proceder. Usted es un hombre educado, Helward... ¿conoce alguna cultura civilizada de la historia que haya traficado con mujeres por la simple y sencilla razón de querer que den a luz una vez, y luego devolverlas cuando se haya completado la gestación?
—No, señor —Helward hizo una pausa—. Salvo...
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