—Salvo las primitivas tribus de salvajes que violaban y saqueaban. Bueno, quizás nosotros seamos un poquito mejores que ellos, pero el principio no es menos salvaje. El tráfico que hacemos es unilateral, aunque parezca todo lo contrario. Nosotros proponemos el arreglo, estipulamos las condiciones, pagamos el precio y nos vamos. La tarea que le encomiendo tiene que ser cumplida. El hecho de que tenga que abandonar a su mujer en el momento en que más lo necesita es una pequeña crueldad que proviene de un modo de vida también cruel.
—Ninguna de las dos cosas justifica a la otra.
—No... en eso estoy de acuerdo. Pero usted está sujeto al juramento. Ese juramento emana de las causas de mayores crueldades, y cuando usted haga su sacrificio personal entenderá mejor.
—Señor, la ciudad debería cambiar sus costumbres.
—Ya verá que ello es imposible.
—¿Lo comprenderé viajando al pasado?
—Se le aclararán muchas cosas. No todas —Clausewitz se puso de pie—. Helward, hasta este momento usted ha sido un buen aprendiz. Sé que continuará trabajando con empeño por la ciudad. Tiene usted una esposa buena y hermosa. No está bajo amenaza de muerte, se lo aseguro. Que yo sepa, nunca se ha aplicado el castigo que prescribe el juramento, pero le pido que cumpla esta misión que la ciudad le encomienda, y que la cumpla ahora. Yo he tenido que hacerlo en mi época, su padre también... al igual que todos los gremialistas. Incluso en la actualidad otros siete aprendices han partido al pasado. Ellos han tenido que enfrentar problemas personales semejantes y no todos lo han hecho de buen grado.
Helward estrechó la mano de Clausewitz y fue en busca de Victoria.
Cinco días más tarde, Helward estaba listo para partir. Nunca se puso en duda el hecho de que debía ir aunque no había sido fácil explicárselo a Victoria. Si bien al principio ella se mostró horrorizada por la noticia, su actitud cambió bruscamente.
—Tienes que ir, por supuesto. No me utilices a mí como pretexto.
—¿Y el bebé?
—Todo va a andar bien. ¿Qué podrías hacer tú si estuvieras aquí? ¿Pasearte y poner nervioso a todo el mundo? Los médicos me cuidarán. No es la primera vez que atienden un parto.
—¿Acaso no te gustaría que me quede contigo? Ella estiró un brazo y le tomó la mano.
—Desde luego. Pero recuerda lo que dijiste. El juramento no es tan estricto como pensabas. Yo sé que te vas, y cuando vuelvas ya no habrá misterios. Aquí tengo muchas cosas que hacer, y si lo que Collings te dijo del juramento es cierto, podrás contarme lo que veas.
Helward no entendió muy bien lo que ella quiso decirle. El tenía por costumbre relatarle muchas de las cosas que veía y hacía fuera de la ciudad, y Victoria lo escuchaba con gran atención. Ya no consideraba peligroso hablar con ella, aunque le preocupaba que manifestara tanto interés, particularmente porque mucho de lo que mencionaba eran detalles de rutina.
El resultado fue que, personalmente, ya no tenía motivos para negarse a viajar, y por cierto la idea le entusiasmaba. Había oído hablar tanto del pasado, casi siempre por inferencia, y ahora le llegaba el momento de emprender él mismo el camino. Jase estaba en el pasado y quizás fueran a encontrarse. Deseaba volver a verlo. Habían ocurrido tantas cosas desde que estuvieran juntos por última vez. ¿Se reconocerían?
Victoria no fue a despedirlo. Cuando él se fue, ella se quedó en la cama, en la habitación. Durante la noche habían hecho el amor con mucha ternura diciéndose en broma que tendrían que hacerlo «durar». Helward le dio el beso del adiós y ella se apretó contra él. Después de cerrar la puerta le pareció oírla llorar. Se detuvo, tratando de decidir si debía regresar, pero luego de un momento de vacilación siguió su camino. Pensó que no iba a sacar ningún provecho prolongando la situación.
Clausewitz lo estaba esperando en la sala del Futuro. En un rincón habían colocado una pila de implementos, y sobre la mesa había un gran mapa desplegado. La conducta de su jefe no era la misma de la entrevista anterior. En cuanto Helward ingresó en la habitación, lo condujo hasta el escritorio y, sin mayores preámbulos, le explicó lo que debía hacer.
—Este es un plano de las tierras al Sur de la ciudad, en escala longitudinal. ¿Sabe lo que significa? Helward asintió con la cabeza.
—Bien. Una pulgada equivale aproximadamente a una milla... pero no linealmente. Por razones que usted descubrirá, esto no le servirá después. La ciudad está aquí en la actualidad, y aquí está la aldea hacia donde usted se dirige —Clausewitz señaló un grupo de puntos negros en el otro extremo del plano—. Hasta el día de hoy queda exactamente a cuarenta y dos millas de aquí. Una vez que salga de la ciudad advertirá que las distancias se hacen confusas, al igual que las direcciones. Por tanto, el mejor consejo que puedo darle, como le doy a todos los aprendices, es que siga las vías. Yendo hacia el Sur, los rieles son el único contacto que tendrá con la ciudad, y el único modo de encontrar el camino de vuelta. Los pozos cavados para los durmientes y los cimientos deben estar aún a la vista. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
—Usted emprende este viaje con un objetivo principal, que es lograr que las mujeres que le encomendamos lleguen a salvo a su pueblo. Una vez cumplida la misión, deberá regresar sin demora.
Helward hacía cálculos mentales. Sabía cuanto tiempo demoraba en caminar una milla... Sólo unos minutos. En un día de marcha, con calor, podía recorrer doce millas por lo menos. Y si las mujeres lo demoraban, la mitad. Seis millas por día, o sea, siete días para el trayecto de ida, y tres o cuatro para la vuelta. Si todo andaba bien, podía estar de regreso al cabo de diez días... o una milla, según la costumbre de medir el tiempo en la ciudad. De pronto se puso a pensar por qué le habían informado que no llegaría para el nacimiento de su hijo. ¿Qué le habida dicho Clausewitz el otro día? Que el viaje duraría entre diez y quince millas... o tal vez cien... No tenía sentido.
—Necesitará algún modo de medir la distancia para saber cuándo está en la zona del poblado. Entre la ciudad y la aldea hay treinta y cuatro antiguos emplazamientos de amortiguadores, que en el plano están marcados con líneas rectas que cruzan las vías. No tendrá mucha dificultad en ubicarlos. Aunque los rieles se tienden sobre los mismos sitios, dejan huellas visibles en el terreno. Siga el riel izquierdo exterior. Es decir, mirando al Sur, el de más a la derecha. El pueblo se halla en ese lado de la vía.
—Supongo que las mujeres reconocerán la región donde vivían —dijo Helward.
—Correcto. Bueno, vayamos al equipo que precisará. Está aquí, y le sugiero que lleve todo. No crea que puede prescindir de nada porque nosotros sabemos lo que hacemos. ¿Entendido?
Una vez más, Helward asintió. Clausewitz le fue explicando el instrumental. Un paquete contenía alimentos sintéticos deshidratados y dos bidones grandes con agua. En el otro bulto había una carpa y cuatro bolsas de dormir. Además, soga gruesa, ganchos, un par de botas... y una ballesta plegada.
—¿Alguna pregunta, Helward?
—Creo que no, señor.
—¿Está seguro?
Helward volvió a mirar el equipo. Un tremendo peso para acarrear, a menos que pudiese compartirlo con las mujeres. Y el ver toda esa comida desecada le había revuelto el estómago.
—¿No podría alimentarme con productos de la tierra, señor? —preguntó—, A la comida sintética no le siento mucho gusto.
—Yo le aconsejaría no comer nada que no lleve en estos bultos. Puede complementar la ración de agua si es necesario, pero que sea agua que corre. Si come algo que crezca en la zona, una vez que se aleje de la ciudad, probablemente se descompondrá. Y si no me cree, inténtelo. Yo lo hice cuando fui al pasado, y estuve enfermo dos días. Lo que le digo no es teoría, es una indicación basada en la dura experiencia.
Читать дальше