Chistopher Priest - El mundo invertido

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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Empero, los otros trabajos continuaban. Unos metros al Sur del puente se construía un emplazamiento para cables, y se tendían las vías hasta ese lugar. A su debido tiempo se arrastró la ciudad por los rieles y allí quedó, silenciosa, junto a la hondonada, a la espera de la finalización del puente.

La faceta más difícil y exigente de la construcción del puente fue tener que extender las cadenas cruzando la quebrada, desde las torres del Sur a las del Norte, y luego colgar de ellas los rieles. El tiempo pasaba y Lerouex y los demás gremialistas se preocupaban. Yo pensé que ello se debía a que, como el óptimo se movía lentamente hacia el Norte, alejándose del puente, la construcción de éste pronto se vería expuesta al mismo problema que Malchuskin me había mostrado en las vías del Sur de la ciudad: se podía arquear. Aunque se lo había diseñado calculando compensar esto hasta cierto punto, la demora en cruzar la hondonada tenía un límite. Ahora el trabajo continuaba durante las noches utilizando unos poderosos reflectores accionados desde la ciudad. Su suspendieron las licencias y se estableció un sistema de turnos.

A medida que se colocaban las vías, se levantaban los amortiguadores en el lado Norte, más allá de las rampas que se habían construido.

La ciudad se hallaba tan cerca que podíamos ir allí a dormir. Me resultaba extraña la diferencia entre la extrema actividad en el puente y la comparativa calma y el ambiente normal del trabajo diario dentro de la ciudad. Mi comportamiento evidentemente reflejaba esta sensación porque, durante un tiempo, se renovaron las preguntas de Victoria acerca de mi trabajo.

Pronto, sin embargo, e. puente estuvo listo. Se demoró un día más mientras Lerouex y los otros gremialistas practicaban una serie de complicadas pruebas. Sus rostros denotaban preocupación, aun cuando informaron que el puente era seguro. Durante las horas de la noche la ciudad se preparó para la operación de remolque.

Al alba, los hombres de Tracción hicieron señales indicando vía libre... y con infinita cautela la ciudad comenzó a desplazarse. Yo me había buscado una ubicación ventajosa en una de las dos torres, al Sur de la cañada. Cuando las ruedas delanteras de la ciudad se movieron lentamente en los rieles, sentí una vibración en la torre en el momento en que las cadenas adquirían tensión. A la pálida luz del sol naciente vi que las cadenas de suspensión formaban una profunda curva por el peso que soportaban. La misma vía se doblegaba por la inmensa carga que llevaba encima. Miré al Constructor de Puentes que tenía más cerca, que se hallaba en cuclillas a pocos metros de distancia. Toda su atención se centraba en un medidor de carga conectado a las cadenas. Los que observaban la delicada operación no se movían ni hablaban, como si la mis leve interrupción pudiese alterar el equilibrio. La ciudad siguió avanzando y pronto la vía del puente sostuvo todo el peso de la ciudad.

El silencio se rompió bruscamente. Con un fuerte crujido que resonó en las paredes rocosas de la quebrada, uno de los cables se soltó y se volvió hacia atrás, partiendo por la mitad una hilera de milicianos. Un temblor físico recorrió la estructura del puente, y desde el interior de la ciudad escuché el quejido de un guinche que se había cortado, mientras el gremialista de Tracción que controlaba la transmisión diferencial lo ponía en fase. Ahora, con solamente cuatro cables, y a una velocidad notablemente menor, la ciudad proseguía su camino. En el lado Norte de la quebrada, el cable roto yacía serpenteante sobre la tierra, curvándose sobre los cuerpos de cinco milicianos.

La parte más crítica del cruce estaba hecha: la ciudad se movía entre las dos torres del Norte y comenzaba a deslizarse suavemente por las rampas. Luego se detuvo, pero nadie dijo una palabra. No había sensación de alivio ni gritos de júbilo. En el otro extremo de la hondonada colocaron los cuerpos de los milicianos en camillas para llevarlos a la ciudad. La ciudad estaba segura por el momento, pero había mucho que hacer. El puente había provocado una demora inevitable, y estábamos ahora cuatro millas y media por detrás del óptimo. Había que remover los rieles y reparar el cable. También había que desmantelar las torres de suspensión y las cadenas, y guardarlas para un posible uso futuro.

Pronto habría que volver a remolcar la ciudad... siempre hacia adelante, siempre hacia el Norte, en dirección al óptimo, que de alguna manera se las ingeniaba para estar siempre varias millas en la delantera.

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO UNO

Helward Mann cabalgaba. Parado sobre los estribos, con la cabeza agachada junto al cuello de la enorme yegua, se regocijaba con las sensaciones de la velocidad: el viento que le velaba los cabellos, el ruido de los cascos en la tierra pedregosa, la ondulación de las ijadas de la bestia, la constante anticipación a un tropiezo, a ser despedido. Viajaban hacia el Sur. Acababan de salir de una aldea primitiva al pie de las montañas y cruzaban la llanura en dirección a la ciudad. Cuando divisó la ciudad de Tierra detrás de un promontorio, Helward aminoró la marcha a medio galope. Al rato iban al paso y, cuando el día se tomó más caluroso, Helward desmontó y caminó al lado del animal.

Pensaba en Victoria, con un embarazo de varias millas. Se la veía saludable y hermosa, y el médico había dicho que el embarazo progresaba bien. A Helward ahora le permitían estar más tiempo en la ciudad, y pasaban muchos días juntos. Era una suerte que la ciudad se moviera una vez más por terreno llano porque él sabía que si se llegase a necesitar otro puente, le reducirían drásticamente los permisos de visita.

Esperaba terminar pronto su entrenamiento. Había trabajado mucho tiempo con todos los gremios, salvo con uno: el propio, el de los Futuros. Collings le había dicho que se aproximaba la culminación de su aprendizaje. Ese mismo día debía entrevistarse con Futuro Clausewitz y discutir formalmente sus progresos hasta el momento. Helward ansiaba finalizar. Si bien en el aspecto emocional todavía era un adolescente, por las costumbres de la ciudad se lo consideraba un adulto. De hecho, había trabajado y aprendido como para alcanzar la condición de tal. Plenamente consciente de las prioridades extremas de la ciudad —aunque aún no muy seguro de las razones— se sentía listo para recibir su título de gremialista pleno. Durante las últimas millas su cuerpo se había vuelto musculoso y delgado, y su piel se había bronceado de un profundo color oro. Ya no se quedaba rígido al cabo de un día de trabajo, y experimentaba la sensación de bienestar que provocaba una difícil tarea culminada con éxito. Todos los gremialistas con quienes convivió llegaron a respetarlo por la buena voluntad que demostraba para trabajar sin hacer preguntas y a medida que su vida privada en la ciudad se transformó en una relación estable y cariñosa con Victoria, lo aceptaron como un hombre a quien podían confiarle pronto la seguridad de la ciudad.

Con Collings, en particular, Helward había establecido una amigable camaradería de trabajo. Luego de cumplir sus obligatorios periodos de tres millas en cada gremio, le dieron a elegir un período adicional de cinco millas con cualquier gremio menos el suyo propio, e inmediatamente pidió ir con Collings. Le gustaba el trabajo de tráfico porque le permitía conocer ciertos aspectos de la vida de los lugareños.

La zona que estaba atravesando la ciudad era alta y yerma, y las tierras eran pobres. Había pocas aldeas, casi invariablemente conjuntos de desvencijadas chozas. La mugre era terrible y proliferaban las enfermedades. Parecían no contar con una administración central ya que cada caserío tenía sus propios ritos de organización. A veces los recibían con hostilidad. Otras veces, la gente demostraba una gran indiferencia.

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