Antes de presentarme a la milicia, busqué a Clausewitz. No quería armar un escándalo, pero sí le pregunté el motivo de la decisión.
—Es lo acostumbrado, Mann —dijo.
—Señor, yo creía que ya estaba listo para ingresar a mi propio gremio.
Sentado detrás de su escritorio, no se mostró fastidiado por mi leve protesta. Supuse que estaba habituado a esas preguntas.
—Debemos mantener una milicia completa. A veces se hace necesario reclutar a otros gremialistas para defender la ciudad. Si ello ocurre, no tenemos tiempo de entrenarlos. Todos los gremialistas plenos han cumplido su condena en la milicia, y lo mismo debe hacer usted.
Ante eso no había discusión posible, de modo que pasé a ser Ballestero de Segunda Clase Mann durante las tres millas siguientes.
Detesté esa época, rabioso como estaba por la pérdida de tiempo y por la aparente insensibilidad de los hombres con quienes me vi forzado a trabajar. Sabía que sólo conseguía complicarme la vida allí, y a las pocas horas era quizás el recluta más impopular de toda la milicia. Mi único alivio era la presencia de otros dos aprendices —uno del gremio de Tráfico y otro de Tracción— que parecían compartir mi punto de vista. Ellos, sin embargo, tenían la afortunada habilidad de adaptarse a los nuevos compañeros, y por lo tanto sufrían menos que yo.
Los cuarteles quedaban en la zona de los establos, en la base misma de la ciudad. Constaban de dos dormitorios grandes, y se nos obligaba a vivir, comer y dormir en condiciones de insufrible hacinamiento e inmundicia. Durante los días soportábamos períodos interminables de entrenamiento que incluían largas marchas a través del campo. Se nos enseñaba a luchar desarmados, a cruzar ríos nadando, a treparnos a los árboles, a comer hierba y una cantidad de otras actividades fútiles. Al finalizar las tres millas había aprendido a tirar con ballesta y a defenderme sin armas. Me había hecho también de grandes enemigos personales, y sabía que me convenía alejarme de su presencia por un tiempo prudencial.
Luego me transfirieron al gremio de Tracción y de inmediato me sentí más contento. Más aún, a partir de ese momento y hasta la culminación de mi aprendizaje, mi vida fue placentera y fructífera.
Los hombres a cargo de la tracción de la ciudad eran callados, laboriosos e inteligentes. Se movían sin apuros pero se preocupaban por cumplir la labor asignada y cumplirla bien.
Mi única experiencia anterior con su trabajo —cuando presencié el remolque de la ciudad— no me había demostrado la magnitud de sus operaciones. La tracción no era simplemente cuestión de mover la ciudad sino que también abarcaba sus asuntos internos.
Me enteré de que había un enorme reactor nuclear ubicado en el centro de la ciudad, en el nivel inferior, que proveía la energía eléctrica. Los hombres que lo manejaban eran al mismo tiempo responsables de los sistemas sanitario y de comunicaciones. Muchos de los gremialistas de Tracción eran ingenieros hidráulicos, y me enteré también de que por toda la ciudad corría un complicado sistema de cañerías que aseguraba la recirculación de casi la última gota de agua. Descubrí horrorizado que el sintetizador de alimentos se basaba en un dispositivo de destilación de aguas residuales, y aunque era programado y manejado por directores que vivían en la ciudad, era en la sala de bombeo de Tracción donde finalmente se determinaba la cantidad (y en algunos aspectos la calidad) de los alimentos sintéticos.
El reactor tenía casi como función secundaria el accionar los guinches.
Había seis guinches instalados en una imponente edificación que se extendía de Este a Oeste, en la base de la ciudad. De los seis, se usaban sólo cinco a un mismo tiempo; el otro era revisado por rotación. El motivo principal de preocupación respecto de los guinches eran los apoyos los cuales, luego de miles de millas de uso, estaban muy gastados. Durante el lapso que pasé con este gremio, se discutía mucho si debía proseguirse la tracción con cuatro guinches —contando así con más tiempo para reparar los sostenes—, o si debían utilizarse los seis, reduciendo de este modo el desgaste. El consenso general parecía ser continuar con el sistema actual, ya que no se tomaron decisiones de importancia.
Una de las tareas que me asignaron fue la de controlar los cables, tarea también practicada periódicamente dado que los cables eran tan viejos como los guinches y se quebraban con cierta frecuencia. Cada uno de los seis cables usados en la ciudad había sido reparado varias veces, y aparte de la debilidad que ello aparejaba, varios tramos hablan comenzado a desgastarse. Antes de los remolques, por lo tanto, había que controlar centímetro por centímetro los cinco cables, limpiarlos, engrasarlos y componerlos donde se encontraban zonas gastadas.
En la sala del reactor o cuando trabajábamos afuera, en los cables, el tema de conversación era siempre cómo recuperar el terreno perdido hacia el óptimo. Cómo podían mejorarse los guinches, cómo podían obtenerse los nuevos cables. En todo el gremio bullían las ideas, pero no eran hombres aficionados a las teorías. Gran parte de su trabajo se relacionaba con asuntos prácticos. Por ejemplo, mientras yo trabajé con ellos se comenzó un nuevo proyecto para construir un depósito adicional de agua en la ciudad.
Una agradable ventaja de esta etapa del aprendizaje era que podía pasar las noches con Victoria. Aunque por la noche regresaba a la habitación sucio y con calor, durante este breve período tuve la satisfacción de disfrutar de una vida doméstica y de las gratificaciones de un empleo digno.
Un día, trabajando fuera de la ciudad en el acarreo mecánico de un cable hacia el distante emplazamiento del amortiguador, le pregunté a mi jefe por Gelman Jase.
—Un viejo amigo mío, aprendiz de su gremio. ¿Lo conoce?
—¿Es más o menos de su misma edad?
—Un poco mayor.
—Tuvimos dos aprendices hace unas millas. No recuerdo los nombres, pero puedo averiguar, si quiere.
Sentía curiosidad por ver a Jase. Hacía mucho tiempo que no lo veía y tenía ganas de intercambiar opiniones con alguien que estaba pasando el mismo proceso que yo.
Ese mismo día, más tarde, me informaron que Jase era uno de los aprendices que había mencionado el hombre. Pregunté cómo me podía poner en contacto con él.
—No va a andar por aquí por un tiempo.
—¿Dónde está?
—Salió de la ciudad. Fue al pasado.
Demasiado pronto acabó mi etapa con el gremio de Tracción y me pasaron al de Tráfico durante las tres millas siguientes. Recibí la noticia con sentimientos encontrados porque había presenciado personalmente una de sus operaciones. Para sorpresa mía, me enteré de que iba a trabajar con Collings, y para mayor sorpresa, descubrí que había sido él quien había pedido que fuese a trabajar bajo sus órdenes.
—Supe que iba a ingresar al gremio por tres millas —dijo— y pensé que me gustaría demostrarle que nuestra misión no es sólo dominar a obreros sublevados.
Al igual que los demás gremialistas, Collings tenía una habitación en una de las torres delanteras de la ciudad. Allí me enseñó un largo pliego de papel donde había dibujado un plano.
—No será necesario que preste mucha atención a la mayor parte de esto. Es un mapa del terreno que tenemos por delante, y lo dibujaron los Futuros. —Me mostró los símbolos de montañas, ríos, valles y cuestas empinadas: era todo información de vital importancia para los que planificaban la ruta que tomaría la ciudad en su lenta marcha hacia el óptimo—. Estos cuadrados negros representan los pueblos, que es lo que ahora nos interesa. ¿Cuántos idiomas habla?
Le dije que en el internado nunca me había resultado fácil aprender idiomas, que sólo hablaba francés y con torpeza.
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