Chistopher Priest - El mundo invertido

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El mundo invertido: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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—Parecen hambrientos —dijo—. No hay nada mejor que un estómago vacío para mantenerlos trabajando.

Eran, por cierto, un conjunto de desgreñados. Vestían ropas diversas, pero muy pocos teman zapatos, y la mayoría usaba barba y pelos largos. Ojos profundamente sumidos en los rostros y varios estómagos hinchados por falta de una buena alimentación. Noté que uno o dos caminaban con dificultad, y a otro le faltaba un brazo.

—¿Están en condiciones de trabajar? —pregunté en voz baja.

—No del todo. Pero con unos días de labor y una dieta adecuada, mejorarán. Muchos lugareños presentan este aspecto cuando los contratamos.

Me espantaba el estado en que se encontraban, y pensé que el standard de vida de la zona debía ser tan bajo como Malchuskin me había dicho. Si eso era así, podía entender por qué sentían tanto rencor contra la gente de la ciudad. Supuse que lo que se entregaba a cambio a los trabajadores distaba mucho del nivel acostumbrado en la ciudad, y los obreros a su vez tenían oportunidad de conocer una vida más cómoda y con mejor alimentación. Cuando pasaba la ciudad, ellos debían retornar a su primitiva existencia. Entretanto, la ciudad se había aprovechado de ellos.

Más demoras mientras se daba de comer a los hombres, pero Malchuskin se mostraba más optimista que nunca.

Finalmente estuvimos listos para comenzar. Los hombres se dividieron en cuatro grupos, cada uno dirigido por un gremialista. Partimos hacia la ciudad, recogimos las cuatro vagonetas y enfilamos al Sur, a lo largo de las vías. A ambos lados, los milicianos continuaban de guardia y, cuando cruzamos el cerro, vimos que en el valle que acabábamos de desocupar, había una fuerte custodia alrededor de los amortiguadores.

Con los cuatro equipos trabajando, existía el incentivo adicional de la competencia que había advertido antes. Quizás fuese un poco pronto para que los hombres respondieran a este estímulo, pero ello vendría, después.

Malchuskin detuvo la vagoneta a poca distancia, del amortiguador y le explicó al jefe del grupo —un hombre maduro, llamado Juan— lo que había que hacer. Juan a su vez lo transmitió a sus compañeros, y éstos demostraron que comprendían, asintiendo con la cabeza.

—No tienen la más leve idea de lo que hay que hacer —me dijo Malchuskin, riendo ahogadamente—. Pero fingen entender.

La primera tarea era desmantelar el amortiguador y llevarlo por las vías hasta ubicarlo detrás de la ciudad. Malchuskin y yo empezábamos a enseñarles cómo se desarmaba el artefacto cuando el sol se escondió bruscamente y bajó la temperatura.

Malchuskin echó una rápida mirada al cielo.

—Se viene una tormenta.

Luego de este comentario no prestó más atención al tiempo, y continuamos con el trabajo. Minutos más tarde oímos el primer trueno lejano y enseguida comenzó a llover. Los obreros estaban alarmados, pero Malchuskin les ordenó continuar. Pronto tuvimos la tormenta encima. Los relámpagos centelleaban y los truenos restallaban de un modo que me aterrorizaba. Al instante estábamos empapados, pero el trabajo proseguía. Escuché las primeras quejas que Malchuskin —por intermedio de Juan— acalló.

Mientras transportábamos las partes componentes del amortiguador, la tormenta se despejó y volvió a salir el sol. Uno de los hombres se puso a cantar y de inmediato se le unieron los demás. Malchuskin parecía contento. El trabajo del día terminó construyendo el amortiguador unos metros detrás de la ciudad. Las otras cuadrillas también dejaron de trabajar cuando hubieron instalado los suyos.

Al día siguiente nos levantamos temprano. Malchuskin seguía con aire de contento pero expresó su deseo de proseguir la faena lo más rápido posible.

Cuando tratábamos de remover el extremo Sur del riel, advertí el motivo de su preocupación. Las barras separadoras que sujetaban los rieles a los durmientes se habían arqueado y había que torcerlas manualmente hasta quedar luego inutilizadas. Del mismo modo, la acción de la presión de las barras separadoras contra, los durmientes había partido la madera en muchos lugares —aunque Malchuskin afirmaba que podían volver a usarse—, y se habían rajado algunos cimientos de hormigón. Afortunadamente, los rieles seguían en condiciones de uso. Si bien Malchuskin dijo que se habían arqueado ligeramente, estimaba que podían enderezarse de nuevo sin mucha dificultad. Mantuvo una breve conferencia con los otros gremialistas de Tracción y decidieron prescindir del uso de las vagonetas por el momento y dedicarse a extraer el riel antes de que se arruinara otro tramo. Dado que había unas dos millas de distancia entre nuestro lugar de trabajo y la ciudad, cada viaje en la vagoneta insumía mucho tiempo, y esta decisión era sensata.

Al final del día habíamos avanzado por la vía hasta un punto en que el efecto de arqueamiento recién había comenzado a manifestarse. Malchuskin y los demás se mostraron satisfechos, caigamos las vagonetas con cuantos rieles y durmientes cupieron, e hicimos un nuevo paréntesis.

Así continuó el trabajo. Cuando finalizó mi período de diez días, la remoción de rieles se hallaba adelantada, los obreros trabajaban bien en equipos y ya se estaba tendiendo la nueva vía al Norte de la ciudad. Jamás había visto tan contento a Malchuskin, y no sentí el más mínimo remordimiento por tomarme mis dos días de descanso.

CAPÍTULO NUEVE

Victoria me esperaba en su habitación. Los magullones y rasguños de la pelea estaban casi cicatrizados, y resolví no contarle nada. Evidentemente no se había enterado de la refriega ya que no me hizo ninguna pregunta.

Luego de abandonar la cabaña de Malchuskin por la mañana, había venido caminando a la ciudad, disfrutando de la hora fresca de la mañana. Conservaba esta imagen en la mente cuando le sugería que fuésemos a la plataforma.

—Creo que está cerrada a esta hora del día —dijo ella—. Voy a ver.

Salió unos segundos y al regresar me confirmó lo que había dicho.

—Supongo que la abrirán después del mediodía —dije, pensando que a esa altura, el sol ya no se vería desde la plataforma.

—Quítate las ropas —dijo Victoria—. Hay que lavarlas de nuevo.

Comencé a desvestirme, pero de pronto Victoria se me acercó y me abrazó. Nos besamos, advirtiendo espontáneamente que nos sentíamos contentos de volver a vemos.

—Estás engordando —dijo, mientras me sacaba la camisa y recorría suavemente mi pecho con su mano.

—Es por todo el trabajo que hago —respondí, y empecé a desabrocharle las ropas.

Como resultado de este cambio de planes, Victoria llevó más tarde mis prendas a lavar, dejándome disfrutando del confort de una cama verdadera.

Después de almorzar descubrimos que estaba abierto el camino a la plataforma, y hacia allí nos dirigimos. Esta vez no estábamos solos; dos hombres del plantel de Educación habían llegado antes. Nos reconocieron a ambos por nuestra vida en el internado, y pronto nos vimos envueltos en una almibarada conversación sobre lo que habíamos estado haciendo desde nuestra mayoría de edad. Por la expresión de Victoria me di cuenta de que se sentía tan aburrida como yo, pero ninguno de los dos se animaba a dar la charla por terminada.

A su debido tiempo, los hombres se despidieron de nosotros y regresaron al interior de la ciudad.

Victoria me guiñó un ojo. Luego echó a reír.

—Dios mío, cómo me alegro de no estar más en el internado —exclamó.

—Yo también. Y pensar que cuando eran profesores nuestros parecían personas interesantes.

Nos sentamos juntos en uno de los bancos y contemplamos el paisaje. Desde esta parte de la ciudad era imposible ver lo que estaba ocurriendo a un costado, y aunque yo sabía que las cuadrillas estaban acarreando los rieles desde el lado Sur al Norte, no se los podía ver.

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