—Entonces, ¿en qué quedaron?
—Nos dan una hora para terminar; luego empiezan a mover la ciudad de cualquier manera.
Quedaban aún por tender tres tramos de riel. Les dimos a los hombres unos minutos más de descanso antes de reanudar la faena. Puesto que ahora había cuatro gremialistas con sus cuadrillas dedicados a la misma área, avanzamos rápidamente. No obstante, casi toda la hora se pasó completando la vía.
Con una cierta satisfacción, Malchuskin hizo señales a los de Tracción indicándoles que estábamos listos. Recogimos las herramientas y las pusimos a un costado.
—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté.
—Esperaremos. Yo voy a la ciudad a descansar. Mañana volvemos a comenzar.
—¿Qué debo hacer yo?
—Si fuera usted, yo observaría. Le va a resultar interesante. Bueno, hay que pagar y despedir a estos hombres. Más tarde le enviaré a un gremialista de Tráfico. Mantenga a los obreros aquí hasta que él llegue. Yo vuelvo por la mañana.
—De acuerdo. ¿Algo más?
—No. Mientras se realiza el remolque, los hombres de Tracción quedan a cargo de todo, así que si le dicen que salte, salte. Podrían necesitar que se hiciese algún retoque en las vías, así que esté alerta. Pero yo creo que están bien, y ya las controlamos.
Se alejó de mí, en dirección a la cabaña. Parecía muy cansado. Los obreros regresaron a sus chozas y pronto me quedé solo. El comentario de Malchuskin acerca del peligro de que se cortara un cable me había asustado, de modo que me senté en el suelo a una distancia prudente del lugar.
No había mucha actividad en el sitio de emplazamiento de los amortiguadores. Los cinco cables habían sido conectados, y ahora corrían flojos, en sentido paralelo a los rieles. Había dos gremialistas de Tracción en los emplazamientos ocupados, según me pareció, en dar los toques finales a las conexiones.
En la zona del cerro apareció un grupo de hombres, que venía hacia nosotros en dos ordenadas hileras. Desde esta distancia era imposible distinguir quiénes eran, pero noté que, cada cien metros, uno de ellos abandonaba la fila y se ubicaba junto a la vía. A medida que se aproximaban, advertí que eran milicianos, equipados con ballestas. Cuando llegaron a los amortiguadores, sólo quedaban ocho de ellos, que hicieron una formación defensiva alrededor de los mismos. Al cabo de unos minutos, uno de los soldados se me acercó.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Soy el aprendiz Helward Mann.
—¿Qué está haciendo?
—Me dijeron que me quede a presenciar la operación de remolque.
—Está bien. Manténgase a distancia. ¿Cuántos obreros hay aquí?
—No estoy seguro —respondí—. Creo que unos sesenta.
—¿Han estado trabajando en la vía?
—Sí. Sonrió.
—Entonces estarán demasiado exhaustos como para ser peligrosos. Avíseme si le causan algún problema.
Se marchó a reunirse con sus compañeros. No quedó muy claro qué clase de problemas podían causarme los obreros, pero me pareció extraña la actitud de la milicia hacia ellos. Supuse que, en el pasado, habrían ocasionado algún daño a los rieles o los cables, pero pensé que ninguno de los hombres con quienes habíamos estado trabajando podía significar una amenaza para nosotros.
Me pareció que los milicianos que custodiaban las vías estaban peligrosamente cerca de los cables, aunque no demostraban temor. Pacientemente iban y venían por sus respectivos tramos de riel.
Advertí que dos de los hombres de Tracción tomaban posición detrás de unos escudos metálicos, más allá de los amortiguadores. Uno de ellos portaba una gran bandera roja, y miraba con unos binoculares en dirección al cerro. Allí, junto a las cinco poleas, divisé a otro hombre. Dado que el centro de interés parecía ser este hombre, lo observé con curiosidad. Nos daba la espalda, según lo que alcanzaba a ver desde esta distancia.
De pronto, se dio vuelta y agitó su bandera para llamar la atención de los dos hombres que se hallaban en los amortiguadores. La movía describiendo un amplio semicírculo debajo de su cintura, ida y vuelta. Inmediatamente, el hombre que tenía la bandera, en los amortiguadores, salió desde atrás del escudo y confirmó la señal repitiendo el movimiento con su propia bandera.
Momentos más tarde, noté que los cables se deslizaban lentamente por el terreno, en dirección a la ciudad. Sobre el cerro veía las poleas girando, sujetando el cabo suelto. Uno a uno los cables se detuvieron, aunque la mayor parte seguía corriendo por la tierra. Me imaginé que sería por el peso mismo de los cables, ya que en la zona de los amortiguadores y. las poleas, los cables estaban bien separados del terreno.
—¡Déles la orden de largada —gritó uno de los hombres de los amortiguadores, y de inmediato su colega agitó la bandera por sobre su cabeza. El hombre del cerro repitió la señal; luego se hizo rápidamente a un lado y desapareció de la vista.
Esperé, curioso, por saber qué vendría ahora... aunque, por lo que veía, no ocurría nada. Los milicianos seguían yendo y viniendo, los cables permanecían tensos. Decidí acercarme a los de Tracción y preguntarles qué pasaba.
En cuanto me puse de pie y di unos pasos en dirección a ellos, el hombre que había estado haciendo las señales agitó frenéticamente los brazos.
—Aléjese —me gritó.
—¿Qué pasa?
—¡Los cables están soportando el máximo de tensión!
Me alejé.
Transcurrían los minutos y no había signos evidentes de adelanto. Luego me di cuenta de que los cables se habían ido estirando lentamente, hasta que quedaron separados de la tierra en casi toda su extensión.
Miré hacia el Sur: la ciudad aparecía a la vista. Desde donde estaba sentado alcanzaba a ver el borde superior de una de las torres de adelante, emergiendo sobre las rocas del cerro. Y mientras miraba, seguían apareciendo más partes de la edificación.
Caminé describiendo un gran semicírculo, manteniendo siempre una prudente distancia de los cables, y me paré detrás de los amortiguadores. Miré hacia la ciudad. Con dolorosa lentitud iba trepando la cuesta hasta que llegó a unos pocos metros de las cinco poleas que llevaban los cables hasta la cima del cerro. Allí se detuvo, y los hombres de Tracción comenzaron una vez más a hacer señales.
A continuación vino una larga y complicada operación en la cual cada cable se arriaba por turno, mientras se desmantelaba la polea. Presencié la remoción de la primera polea de este modo; luego me aburrí. Sentí hambre y, sospechando que no me iba a perder nada interesante, volví a la cabaña y calenté un poco de comida.
No había rastros de Malchuskin, aunque casi todas sus pertenencias seguían aún en la cabaña.
Me tomé mi tiempo para comer, sabiendo que pasarían no menos de dos horas antes de que pudieran proseguir con el remolque. Disfruté de la soledad y de no tener que realizar el trabajo forzado de antes.
Cuando salí recordé la advertencia de los milicianos acerca de los problemas que podían ocasionar los obreros, y me dirigí a sus ranchos. La mayoría de los hombres estaban afuera, sentados en el suelo, contemplando el trabajo de las poleas. Algunos conversaban, gesticulaban o discutían en voz alta, y llegué a la conclusión de que los milicianos veían amenazas donde no existían. Regresé a la vía.
Eché una rápida mirada al sol: faltaba poco para la noche. Deduje que el resto de la operación no demoraría mucho luego de que hubiesen quitado las poleas, porque era evidente que los demás rieles corrían por una rampa cuesta abajo.
A su debido tiempo se eliminó la última polea y nuevamente los cinco cables quedaron tensos. Hubo un breve período de espera hasta que, a una señal del hombre que se hallaba en los amortiguadores, continuó el lento movimiento de la ciudad... cuesta abajo en dirección a nosotros. Contrariamente a lo que me había imaginado, la ciudad no se deslizaba suavemente por el ventajoso declive. Los cables seguían tirantes, o sea que la ciudad debía aún arrastrarse. Cuando se fue acercando, noté un menor nerviosismo en los hombres de tracción, si bien no cesaban de vigilar. Durante la operación concentraban toda su atención en la ciudad que se aproximaba.
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