Chistopher Priest - El mundo invertido

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El mundo invertido: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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—Me siento bien —respondí.

—Está sangrando.

—¿Dónde? —Me llevé la mano al cuello, que me dolía espantosamente, y sentí un líquido tibio. Collings se acercó a mirarme.

—No es nada más que un profundo rasguño. ¿Quiere volver a la ciudad a hacérselo curar?

—No —dije—. ¿Qué diablos pasó?

—La milicia reaccionó en exceso. Creo que le había dicho que trajera sólo a cuatro.

—No me hicieron caso.

—Ellos son así.

—Pero, ¿a qué se debió la trifulca? Yo he trabajado mucho tiempo con estos hombres y jamás nos han atacado de este modo.

—Hay un gran resentimiento —dijo Collings—. Específicamente lo provocaron los tres hombres que tienen sus esposas en la ciudad. No querían irse sin ellas.

—¿Esos obreros son de la ciudad . —dije, sin saber si había oído bien.

—No... sus mujeres están allí. Estos hombres son todos de la zona, contratados en una aldea de las inmediaciones.

—Eso es lo que yo creía. ¿Pero qué hacen sus mujeres en la ciudad?

—Nosotros las compramos.

CAPÍTULO OCHO

Esa noche dormí molesto. Solo en la cabaña, me desvestí cuidadosamente y me estudié las heridas. Un costado de mi pecho era un solo magullón, y tenía varios arañazos profundos y dolorosos. La herida del cuello había dejado de sangrar, pero me la lavé con agua tibia y me puse un ungüento que encontré en el botiquín de primeros auxilios de Malchuskin. Descubrí que, en la pelea, me había arrancado un pedazo grande de uña, y me dolía la mandíbula cuando trataba de moverla.

Pensé nuevamente en volver a la ciudad como me había sugerido Collings —al fin y al cabo, estaba sólo a unos cientos de metros de distancia—, pero después cambié de idea. No quería llamar la atención apareciendo en los impecables alrededores de la ciudad con aspecto de venir de una pelea de borrachos. Cosa que no estaba muy lejos de ser verdad, pero aun así, decidí lamerme solo las heridas.

Intenté conciliar el sueño, pero solamente logré dormitar unos minutos por vez.

Por la mañana me desperté temprano, y me levanté. No deseaba ver a Malchuskin sin antes haberme higienizado un poco. Me dolía todo el cuerpo y no podía moverme con rapidez.

Malchuskin llegó de mal humor.

—Ya me enteré —dijo, a boca de jarro—. No intente explicarme.

—No alcanzo a comprender lo que ocurrió.

—Usted contribuyó a que se originara la refriega.

—Fue la milicia... —dije, con voz débil.

—Sí, y ya debería saber que no debe permitir que los milicianos se acerquen a los obreros. Hace algunas millas perdieron unos hombres y también quieren vengarse de ciertos agravios. Con cualquier pretexto esos hijos de su madre se meten y empiezan a repartir cachiporrazos.

—Collings estaba en apuros —dije—. Había que hacer algo.

—De acuerdo, no fue del todo culpa suya. Collings dice que podría haberse arreglado si usted no hubiese traído a la milicia... pero también reconoce que él le indicó que los fuera a buscar.

—Efectivamente.

—Bueno. La próxima vez, piense.

—¿Y ahora qué hacemos? No tenemos obreros.

—Hoy vienen otros. Al principio el trabajo será lento porque debemos entrenarlos. Pero tendremos la ventaja de que no comenzarán de inmediato los resentimientos, y trabajarán con más empeño. Los problemas empiezan después, cuando tienen tiempo para pensar.

—Pero, ¿por qué nos guardan tanto rencor si nosotros les pagamos por sus servicios?

—Sí, pero a nuestras tarifas. Esta es una región pobre. La tierra es mala y no hay muchos alimentos. Nosotros les ofrecemos lo que necesitan... y ellos lo aceptan. Pero no logran un beneficio a largo plazo, y supongo que obtenemos más de lo que damos.

—Deberíamos dar más.

—Quizás —Malchuskin parecía indiferente—, eso no es asunto de nuestra incumbencia. Nosotros trabajamos con los rieles.

Tuvimos que esperar varias horas hasta que llegaron los nuevos obreros. Durante ese lapso, Malchuskin y yo fuimos a los dormitorios desocupados por los hombres anteriores y los limpiamos. Los milicianos habían echado a los obreros por la noche, pero les habían dado tiempo para juntar sus pertenencias. Sin embargo, quedaron muchas cosas, principalmente ropas viejas y restos de comida. Malchuskin me advirtió que estuviera alerta por si encontraba algún mensaje que hubiesen dejado para los nuevos ocupantes, pero ni él ni yo hallamos ninguno.

Después, salimos y quemamos todo lo que había quedado.

Cerca del mediodía vino un hombre de Trafico y nos avisó que pronto llegarían los nuevos obreros. Nos pidió formalmente disculpas por lo sucedido la noche anterior, y nos informó que, luego de una ardua discusión, se había convenida reforzar la guardia de la milicia por el momento. Malchuskin protestó y el gremialista le dio la razón: la decisión se había tomado contra su voluntad.

Yo tenía opiniones enfrentadas al respecto. Por un lado, no sentía gran admiración por los milicianos pero si ellos podían evitar que se repitiera el problema, su presencia me parecía inevitable.

Malchuskin empezaba a irritarse por la demora. Yo supuse que el motivo sería la constante necesidad de recuperar tiempo perdido, pero cuando se lo mencioné, no se mostró tan preocupado por ello como yo pensaba.

—Alcanzaremos el óptimo durante el próximo remolque —dijo—. La demora de la última vez se debió al cerro. Ahora eso quedó atrás y el terreno es relativamente parejo durante las próximas millas. Lo que más me inquieta es el estado de las vías detrás de la ciudad.

—La milicia las protegerá.

—Sí... pero no pueden impedir que se arqueen. Ese es el mayor peligro, cuanto más tiempo se las deje.

—¿Porqué?

Malchuskin me miró en forma penetrante.

—Estamos a una gran distancia hacia el Sur del óptimo. ¿Sabe lo que ello implica?

—No.

—¿Todavía no fue al pasado?

—¿Qué significa eso?

—Un gran trecho al Sur de la ciudad.

—No... no he ido.

—Bueno, cuando vaya por allí se enterará de lo que sucede. Entretanto, créame lo que le digo. Cuanto más tiempo dejemos el riel tendido al Sur de la ciudad, mayor es el peligro de que se vuelva inutilizable.

Aún no había señales de los obreros contratados. Malchuskin me dejó y fue a hablar con otros dos gremialistas de Tracción que acababan de llegar de la ciudad. Al rato, volvió.

—Esperaremos una hora más, y si para ese entonces no ha venido nadie, pediremos prestados unos hombres de otros gremios y comenzaremos a trabajar. No podemos esperar más.

—¿Usted puede usar a los de otros gremios?

—Los obreros contratados son un lujo, Helward —respondió—. En el pasado, la construcción de vías la hacían gremialistas solamente. Mover la ciudad es prioridad principal, y no hay nada que se interponga en el camino. Si fuese necesario, haríamos venir a todos los habitantes de la ciudad a tender los rieles.

De pronto pareció relajarse, se tiró en el suelo y cerró los ojos. Teníamos el sol casi directamente sobre nuestras cabezas y hada mucho calor. Noté que, al Noreste, había una línea de nubes oscuras y que el aire estaba más quieto y húmedo que de costumbre. No obstante, las nubes aún no tocaban el sol, y con mi cuerpo dolorido por la paliza, prefería quedarme aquí echado, indolente, que ir a trabajar a las vías.

Minutos más tarde, Malchuskin se incorporó y miró hacia el Norte. Una partida numerosa de hombres se acercaba en dirección a nosotros, conducida por cinco gremialistas de Tráfico vistiendo las galas de sus túnicas coloridas.

—Bravo... ahora empezamos a trabajar —dijo Malchuskin.

A pesar de su alivio poco disimulado, había mucho que hacer antes de poder abocamos al trabajo. Había que organizar a los hombres en cuatro grupos, y nombrar un jefe que hablara inglés. Luego había que asignar las literas en los ranchos y acomodar sus bártulos. Durante toda esta operación, Malchuskin se mostró optimista, no obstante las demoras adicionales.

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