Permanecimos en la plataforma. La invitación de Victoria a pasar a la habitación había sido irónica, y yo fui lo suficientemente perceptivo para advertirlo. Pensé que, por distintos motivos, ambos deseábamos quedamos afuera. Yo así lo prefería porque mi trabajo en la intemperie me había hecho gustar del aire fresco y, por contraste, el interior de los edificios ahora me daba claustrofobia, y supuse que Victoria también lo prefería porque esta plataforma era, para ella, lo más aproximado a salir de la ciudad. No obstante, la campiña ondulada no hacía más que recordarnos la diferencia que nos separaba.
—Podrías solicitar ser trasladada a un gremio —dije—, Estoy seguro de que...
—No soy del sexo indicado —replicó ella bruscamente—. Es para hombres solamente. ¿O es que no te diste cuenta?
—No...
—Yo no he necesitado de mucho tiempo para darme cuenta de varias cosas —prosiguió, hablando rápidamente con el mismo tono agrio—. Lo he visto toda mi vida y nunca lo reconocí: mi padre, que siempre trabajaba fuera de la ciudad, mi madre dedicada a su tarea de organizar esas cosas a las que nosotros no prestábamos atención, como la comida, la calefacción y la depuración de aguas residuales. Ahora me doy cuenta. Las mujeres son demasiado valiosas para arriesgarlas en el exterior. Se las necesita en la ciudad porque pueden parir y volver a parir una y otra vez. Si no tienen la suerte de nacer en la ciudad, se las puede traer de afuera y mandarlas de vuelta cuando han cumplido su objetivo. —Una vez más el tema espinoso, pero esta vez ella no vaciló. Sé que el trabajo fuera de la ciudad hay que hacerlo, sea lo que fuere, y que implica un riesgo... pero a mí no me han dado derecho a elegir. Simplemente porque soy mujer no se me permite otra opción que quedarme encerrada en este maldito lugar y aprender cosas fascinantes acerca de la producción de alimentos y, cuando pueda, tener hijos.
—¿No deseas casarte conmigo?
—No me queda otra alternativa.
—Gracias.
Se puso de pie y enfiló enojada hacia la escalera. Baje detrás de ella y la seguí hasta su habitación. Esperé junto a la puerta observándola mientras ella se paraba dándome la espalda, mirando por la ventana el angosto callejón que separaba los edificios.
—¿Quieres que me vaya? —pregunté.
—No... entra y cierra la puerta.
No se movió. Hice lo que me indicaba.
—Voy a preparar más té —dijo.
—Bueno.
El agua de la pava estaba aún tibia, de modo que demoró escasamente un minuto en volver a hervir.
—No tenemos la obligación de casamos —dije.
—Si no es contigo, será con otro. —Se dio vuelta y vino a sentarse a mi lado—. Quiero que sepas que no tengo nada contra ti, Helward. Nos guste o no, mi vida y la tuya están dominadas por el sistema de los gremios. Y no está en nuestras manos variar la situación.
—¿Por qué no? Los sistemas pueden ser cambiados.
—¡Este no! Es demasiado firme. Los gremios dominan la ciudad, por motivos que supongo nunca conoceré. Sólo los gremios pueden cambiar el sistema, y nunca lo harán.
—Pareces muy segura.
—Lo estoy. Por la sencilla razón de que el sistema que rige mi vida está a su vez dominado por lo que ocurre fuera de la ciudad. Dado que nunca puedo participar de ello, nunca puedo hacer nada por orientar mi propia vida.
—Pero podrías hacerlo... por mi intermedio..
—Ni tú mismo te dignas hablar de ello.
—No puedo —repliqué.
—¿Por qué no?
—No puedo siquiera decirte eso.
—Secreto del gremio.
—Si así deseas llamarlo.
—Incluso sentado aquí, ahora, te adhieres a ello.
—Es mi obligación —respondí simplemente—. Me hicieron jurar...
Luego recordé: el juramento mismo era una de las cláusulas del juramento. Lo había quebrantado, y tan fácil y naturalmente, que lo hice sin darme tiempo a pensar.
Para sorpresa mía. Victoria no reaccionó.
—Así se ratifica el sistema de los gremios —dijo—. Eso tiene sentido. Terminé mi té.
—Tengo que irme.
—¿Estás enojado conmigo?
—No. Sólo que...
—No te vayas. Lamento haber perdido la paciencia... no es culpa tuya. Dijiste que a través de ti yo podría regir mi propia vida. ¿Qué quisiste decir?
—No estoy seguro. Creo que mi intención fue afirmar que, como esposa de un gremialista, cosa que algún día llegaré a ser, tendrás más oportunidad de...
—¿De qué?
—Bueno... de ver por mi intermedio qué sentido tiene el sistema.
—Pero juraste no contarme nada.
—Sí...
—Así que los gremialistas de primera clase tienen todo arreglado. El sistema exige secreto.
Se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos. Yo me sentía muy confundido y enfadado conmigo mismo. Hacía diez días que era aprendiz, y técnicamente me correspondía la sentencia de muerte. Era demasiado grotesco para tomarlo en serio, pero lo que recordaba del juramento era que me había resultado muy convincente en su momento. La confusión se originó porque, sin querer. Victoria había involucrado el intento de compromiso emotivo que nos unía. Yo entendía el conflicto, pero no podía hacer nada al respecto. Por mi propia experiencia en el internado conocía las sutiles frustraciones que provocaba el hecho de no permitírsenos el acceso a las otras partes de la ciudad. Trasladando la situación a mayor escala —por ejemplo, si a uno se le asignaba una pequeña responsabilidad en el manejo de la ciudad, pero al mismo tiempo se le impedía trasponer ciertos límites—, persistía la frustración. ¿Acaso éste era un problema nuevo en la ciudad? Victoria y yo no éramos los primeros que nos casaríamos de este modo.
Antes que nosotros debía haber habido otros que se encontraron con la misma dificultad. ¿Habrían ellos aceptado el sistema tal como se les presentaba?
Victoria no se movió cuando yo abandoné la habitación y me dirigí al internado.
Lejos de ella, lejos del ineludible síndrome de reacción y contrarreacción que provocaba el hablar con ella, se diluyeron las preocupaciones que me expresara y comencé a alarmarme por mi propia situación. Si había que tomar realmente en serio el juramento, podían matarme si algún gremialista se llegase a enterar. ¿Quebrar el juramento podía ser una falta tan terrible?
¿Victoria contaría a alguien lo que yo le había dicho? Mí primer impulso fue volver a verla e implorarle que guardara silencio... pero así sólo lograría empeorar su conflicto y su propio resentimiento.
Desperdicié el resto del día tirado en mi litera, angustiándome por todo esto. Más tarde cené en uno de los comedores de la ciudad, contento de no ver nuevamente a Victoria.
En medio de la noche Victoria vino a mi cuarto. Lo primero que sentí fue el ruido de la puerta que se cerraba, y cuando abrí los ojos, divisé su alta figura junto a mi cama.
—¿Qué...?
—¡Ssh! Soy yo.
—¿Qué quieres? —Estiré una mano buscando la perilla de la lámpara, pero ella me tomó de la muñeca.
—No prendas la luz.
Se sentó en el borde de la cama, y yo me incorporé.
—Lo siento mucho, Helward. Eso vine a decirte.
—Está bien.
Se rió.
—¿Todavía estás dormido?
—Tal vez. No sé.
Se inclinó hacia adelante. Sentí sus manos que me apretaban suavemente el pecho y subían luego hasta colocarse detrás de mi cuello. Me besó.
—No digas nada —me dijo—. De veras lamento lo ocurrido.
Volvimos a besarnos. Sus manos se movieron y me abrazó con fuerza.
—Usas camisón para dormir. Quítatelo.
De pronto se levantó y sentí que se desprendía el abrigo que traía puesto. Cuando volvió a sentarse, mucho más cerca esta vez, estaba desnuda. Me saqué a tientas el camisón, que se me trabó al pasar la cabeza. Victoria retiró las colchas y se apretujó contra mí.
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