Chistopher Priest - El mundo invertido

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El mundo invertido: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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El trabajo de tráfico se basaba en gran medida en el criterio personal. Había que estimar las características particulares y las necesidades de la comunidad elegida, y negociar de acuerdo con ellas. En la mayoría de los casos, las negociaciones eran infructuosas. La peculiaridad común a todos los pueblos era un letargo apabullante. Cuando Collings lograba despertar un cierto interés, inmediatamente aparecían las necesidades. En general, la ciudad podía satisfacerlas. Con su alto grado de organización y la tecnología de que disponía, la ciudad había acumulado, durante muchas millas, grandes cantidades de alimentos, remedios y productos químicos, y también había aprendido por experiencia cómo utilizarlos. De modo que, ofreciendo antibióticos, semillas, fertilizantes, purificadores de agua —en algunos casos, incluso, ofreciendo ayuda pira reparar los implementos en uso—, los gremialistas de Tráfico podían establecer las condiciones para sus propias demandas.

Collings había tratado de enseñar a Helward a hablar español, aunque éste tenía muy poca habilidad con los idiomas. Había llegado a entender algunas frases, pero contribuía muy poco en los largos períodos de transacciones.

Se había estipulado un convenio con la aldea que acababan de abandonar. Veinte hombres irían a trabajar a las vías y en un poblado más pequeño de las inmediaciones les habían prometido diez más. Además, cinco mujeres se habían ofrecido, voluntaria o coercitivamente —Helward no sabía muy bien cómo y no le preguntó a Collings— para trasladarse a la ciudad. Ambos regresaron ahora a la ciudad a buscar las provisiones prometidas a los nativos, y preparar a los diferentes gremios para la nueva afluencia de población temporaria. Collings había decidido que todas las personas deberían hacerse una revisión médica, y esto implicaría una carga adicional para los médicos.

A Helward le gustaba trabajar al Norte de la ciudad. Este sería pronto su territorio ya que era aquí, más allá del óptimo, donde desempeñaba sus tareas el gremio del Futuro. A menudo veía a Futuros cabalgando hacia el Norte, internándose en las zonas que algún día la ciudad debería atravesar. Una o dos veces había visto a su padre y habían conversado brevemente. Helward confiaba en que, con la experiencia que había acumulado como aprendiz, se desvanecería el malestar que les obstaculizaba la relación, pero aparentemente su padre se sentía tan incómodo como siempre en su compañía. Helward sospechaba que ello no se debía a ningún motivo profundo ni sutil porque Collings, hablando una vez acerca del gremio del Futuro, había mencionado a su padre. «Es muy difícil conversar con él», había dicho. «Es un hombre agradable cuando uno llega a conocerlo, pero es muy reservado».

Al cabo de media hora Helward volvió a montar su caballo y emprendió el regreso, retomando el mismo sendero. Pasado un rato se encontró con Collings, que descansaba a la sombra de una enorme roca. Helward se le acercó y compartieron la comida. Como gesto de buena voluntad, el jefe de la aldea les había obsequiado una gruesa tajada de queso fresco. Comieron una parte, contentos de poder variar su dieta habitual de alimentos sintéticos, procesados.

—Si ellos comen esto —dijo Helward— no me parece que les vayan a gustar nuestros mejunjes.

—No crea que siempre comen esto. Era el único queso que tenían, y probablemente lo hayan robado de alguna parte. Yo no vi que tuvieran ganado.

—Entonces ¿por qué nos lo dieron?

—Porque nos necesitan.

Luego prosiguieron la marcha hacia la ciudad. Ambos caminaban, arrastrando los caballos. Helward estaba ansioso por llegar, y al mismo tiempo lamentaba que hubiera terminado este periodo de su aprendizaje. Sabiendo que ésta sería la última vez que estaría con Collings, sintió la tentación de hablarle de algo que de tanto en tanto le angustiaba y, de todos los hombres que había conocido, Collings era el único con quien podía charlarlo. Empero, le dio vueltas al asunto un rato antes de animarse a hablar.

—Es raro verlo tan callado —dijo de pronto Collings.

—Sí... perdóneme. Estaba pensando en que me voy a convertir en gremialista y no sé si estoy maduro.

—¿Porqué?

—Es difícil explicarlo. Tengo una leve duda.

—¿Quiere hablar de ello?

—Sí; Es decir... ¿puedo?

—No veo por qué no.

—Bueno... algunos de los gremialistas no quieren hacerlo —dijo Helward—, Yo estaba muy confundido cuando salí de la ciudad por primera vez, y ahí aprendí a no hacer demasiadas preguntas.

—Depende de las preguntas —dijo Collings. Helward resolvió dejar de justificarse.

—Son dos cosas —dijo—. El óptimo y el juramento. No estoy seguro de ninguno de los dos.

—No me sorprende. A través de las millas he trabajado con decenas de aprendices, y siempre han tenido los mismos motivos de preocupación.

—¿Usted me puede decir lo que quiero saber? Collings negó con la cabeza.

—No en lo que respecta al óptimo. Eso tendrá que descubrirlo por si mismo.

—Pero es que lo único que sé de él es que se mueve hacia el Norte. ¿Es algo arbitrario?

—No es arbitrario... pero no puedo hablar de ello. Yo le prometo que muy pronto averiguara lo que desea saber. ¿Qué problema tiene con el juramento?

Helward permaneció un instante en silencio. Luego dijo:

—Si usted supiera que lo he quebrantado, si lo supiera en este preciso momento, me mataría. ¿Correcto?

—En teoría, sí.

—¿Y en la práctica?

—Me tendría preocupado varios días. Luego probablemente conversaría con mis compañeros para ver qué me aconsejan. Pero usted no lo ha transgredido, ¿no?

—No estoy seguro.

—¿Por qué no me cuenta?

—Bueno.

Helward comenzó a hablar de las preguntas que Victoria le había hecho al principio, tratando de mencionar sólo generalidades. Como Collings permaneciera callado, Helward entró en mayores detalles. Al rato ya le había enumerado, casi palabra por palabra, todo lo que había relatado a su esposa.

Cuando terminó, Collings dijo:

—Pienso que no tiene por qué afligirse. Helward experimentó una sensación de alivio, pero no podía disipar todos sus escrúpulos con tanta facilidad.

—¿Por qué no?

—Porque el hecho de que le hiciera comentarios a su mujer no ha ocasionado ningún perjuicio.

Había aparecido la ciudad a medida que caminaban, y podían ver los acostumbrados signos de actividad en las vías.

—Pero no puede ser tan sencillo —dijo Helward—. El juramento está redactado de un modo muy severo y el castigo que estipula no es por cierto leve.

—Es verdad... pero los gremialistas lo han heredado así. Nosotros recibimos el juramento y lo transmitimos. Lo mismo hará usted llegado el caso. Ello no significa que los gremios estén de acuerdo con él. Sin embargo, hasta ahora nadie ha presentado otra alternativa.

—¿Quiere decir que, si fuera posible, los gremios harían caso omiso del Juramento? Collings le sonrió.

—Yo no he dicho eso. La historia de la ciudad se remonta mucho tiempo atrás. El fundador fue un hombre llamado Francis Destaine, y se cree que fue él quien introdujo el juramento. Por lo que podemos entender de los documentos de la época, era conveniente dicho régimen de secreto. Pero hoy en día... bueno, las cosas no son tan estrictas.

—No obstante, persiste el juramento.

—Sí, y pienso que aún tiene sentido. Hay mucha gente en la ciudad que quizás nunca se entere de lo que sucede aquí afuera, y nunca necesitarán saberlo. Esas son las personas que principalmente se ocupan de dirigir los servicios urbanos. Ellos tienen contacto con gente de afuera —con las mujeres transferidas, por ejemplo—, y si fuesen a hablar con demasiada libertad, tal vez los de afuera llegarían a conocer la verdadera naturaleza de la ciudad. Nosotros ya tenemos problemas con la gente de la zona. Mire, la existencia de la ciudad es muy precaria, y hay que custodiarla a cualquier precio.

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