Rosa Montero - Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad.
Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución.
Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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– Todo menos la participación de Lizard, Nopal y Gándara.

– Claro. Por supuesto. Bueno, deséame suerte. Te llamaré después.

Cortó y el pequeño resplandor azuloso de la pantalla desapareció como un fuego fatuo entre las sombras. Inmediatamente después, Bruna escuchó algo. Un roce casi inapreciable. Una levísima vibración del aire. Alarmada, se sentó en la cama. Y de pronto todo pareció detenerse: el tiempo, el rotar de la Tierra, su corazón. Saltó como un resorte y se arrojó de cabeza al suelo antes de saber por qué lo hacía, y mientras rodaba sobre la tarima vio cómo un silencioso y deslumbrante hilo de luz reventaba el camastro. Plasma negro. Gateó, llevada por su intuición, de una esquina a otra del cuarto, perseguida por los disparos de esa muerte callada, que iba abriendo boquetes detrás de ella. Sus ojos mejorados de rep pudieron distinguir la silueta del atacante pese a la oscuridad: estaba junto a la puerta, cuya cerradura sin duda había forzado con extraordinario sigilo; era de estatura mediana y llevaba un casco de localización térmica, que permitía ver al objetivo en medio de la noche y a través de obstáculos materiales como el biombo. Todo esto lo percibió Bruna en un instante mientras se arrastraba y corría como una cucaracha entre las sombras, totalmente segura de que el agresor conseguiría matarla en el próximo tiro o en el siguiente. No había manera de acercarse a él sin exponerse y no había otro lugar por donde salir salvo la puerta que el atacante bloqueaba.

De pronto lo vio aparecer detrás de él, enorme, rozando el dintel con la cabeza. Era Maio. El bicho levantó su brazo colosal y descargó el puño sobre el cráneo del agresor, que cayó al suelo. Pero el casco debió de protegerle, porque se revolvió como una alimaña sobre su espalda, apuntando con la pistola al alien. Bruna imaginó el ancho pecho traslúcido y las vísceras tornasoladas explotando a consecuencia del impacto: un tiro de plasma negro lo mataría. Entonces se lanzó hacia el atacante como un felino, toda intuición, codificación genética y entrenamiento. Saltó feroz y furiosa, eficiente y cruel, y agarrando por detrás la cabeza del tipo, la torció de un tirón. Fue un movimiento seco que ejecutó sin pensar y sin sentir, un perfecto golpe de verdugo. El cuello crujió y el hombre se desmadejó entre sus manos. Estaba muerto.

– Bruna…

Maio encendió la luz y habló con su voz rumorosa.

– Bruna… Te sentí, supe que estabas en peligro y por eso vine…

La rep seguía arrodillada en el suelo. Entre sus piernas, el cuerpo desbaratado del asaltante. Le quitó el casco: era un hombre joven, desconocido. La cabeza había quedado inclinada hacia un lado de un modo grotesco y el rostro tenía una expresión relajada y triste. Hacía menos de un minuto estaba vivo y ahora era un cadáver. Un torrente de imágenes terribles inundó la cabeza de la androide. Cuchillos de sangre atravesaban su memoria, y esta vez se trataba de su memoria verdadera, de su pasado auténtico: nada que ver con el miedo imaginario de la falsa niñez. No era el primer muerto de Husky: los años de milicia fueron duros. Pero no era algo a lo que uno pudiera acostumbrarse.

– Bruna, Bruna… Te sentí antes y también te siento ahora -susurró Maio.

Se acercó a ella y colocó suavemente una de sus grandes manos con demasiados dedos sobre la rapada cabeza de la androide. Tibieza, suavidad, cobijo. El remolino de punzantes cuchillos amainó un poco. El pasillo se había llenado de gente: Mirari con el bubi en brazos, otros artistas del circo, gente del público que estiraba el cuello para ver mejor. La salida del omaá de escena a todo correr en mitad del espectáculo debió de llamar bastante la atención. Por no hablar del alboroto provocado por la pelea: el camerino estaba destrozado. Ahora todos esos humanos la contemplaban con ojos redondos y aterrados. Bruna se vio a sí misma arrodillada con el cuerpo exangüe de su víctima apoyado en el regazo. Era como una imagen de La Piedad. Era la Piedad de los impíos. No lo sentía por el hombre, que era un asesino; lo sentía por ella, por su automatismo letal. No hubiera sido necesario matarlo, pero ni siquiera tuvo tiempo para pensar antes de hacerlo. Una mujer se abrió paso entre el gentío y la apuntó con un plasma reglamentario.

– Policía. Quedas detenida, Bruna Husky.

La mujer policía que la había detenido estaba tan excitada y tan contenta como si le hubiera tocado la Loto Planetaria, pero enseguida llegó su inmediato superior y se hizo cargo de Bruna, también exultante y felicísimo; y éste tampoco duró mucho en la alegría, porque la custodia de la rep le fue rápidamente arrebatada por su siguiente jefe. Y así, en cosa de un par de horas, la androide fue pasando de mano en mano y ascendiendo de manera imparable por la jerarquía policial, como un rico botín disputado por piratas. Después de las fuerzas del orden le llegó la vez a los políticos, que, con hambriento frenesí de tiburones, también intentaron quedarse con un buen bocado de la captura, hasta que a las cuatro de la madrugada decidieron meterla en un calabozo de alta seguridad que había en el Palacio de Justicia, a la espera de que llegara una hora más razonable y pudiera hacerse una grandiosa presentación mediática del evento. Querían sacarle todo el jugo posible a la detención. Bruna habló dos minutos con un abogado de oficio, un apático humano a quien por supuesto dijo que era inocente, además de pedirle que avisara a los letrados del Movimiento Radical Replicante. Después de eso se quedó sola en el modernísimo calabozo, un lugar constantemente iluminado y monitorizado, e intentó controlar la angustia y descansar un poco. Todavía se sentía bastante mal físicamente.

Pero, para su sorpresa, a las cinco y media de la mañana vino en su busca la policía primera junto con otro compañero. Ahora la mujer estaba malhumorada y taciturna, tal vez por la amargura de haber comprobado lo poco que rinden los éxitos personales cuando se tienen demasiados jefes por encima. Ordenó con sequedad a Husky que se levantara y cambió el programa de sus grilletes electrónicos para que la tecno pudiera caminar. Habían trabado a Bruna con toda clase de aparatos de contención: grillos en los pies, pulseras paralizantes e incluso un collar noqueador, capaz de provocar un paro cardiaco por control remoto. Era evidente que los humanos le tenían miedo. Muchísimo miedo. Y haberla encontrado con un tipo al que acababa de romper el cuello entre los brazos no mejoró precisamente la situación.

La policía taciturna echó una enorme capa gris oscura por encima de los hombros de la rep para cubrir toda la quincallería presidiaria y le metió un gorro de malla negra hasta las cejas. Con lo alta que era, la capa arrastrando y el gorro calado, debía de tener un aspecto rarísimo, pensó Bruna; si con eso pretendían que pasara desapercibida, el intento era sin duda un completo fracaso.

Así ataviada, la androide fue conducida por la pareja de policías a través de los silenciosos y vacíos corredores del Palacio de Justicia. Cuando tomaron la escalera de servicio y bajaron a las plantas de almacén y equipamiento, Bruna comenzó a inquietarse; atada, electrónicamente bloqueada e inerme como estaba, cualquier imbécil podría hacer con ella lo que quisiera. Preguntó adónde iban, pero ninguno de los dos policías se dignó contestar. Todavía no había amanecido y esa zona del edificio sólo estaba iluminada por las luces de emergencia. Era una atmósfera irreal y angustiosa.

Atravesaron un inesperado gimnasio en el segundo sótano, salieron a un parking subterráneo y subieron a un coche del mismo modelo y color que el de Lizard: sin duda un vehículo policial, aunque no llevara los distintivos oficiales. La mujer oscureció los cristales y metió manualmente la dirección, de manera que Bruna siguió sin conocer su destino. Veinte minutos más tarde se detuvieron ante otra puerta trasera de un enorme edificio. Pero ahora la rep ya sabía dónde estaban: en el Hospital Universitario Reina Sofía. Llamaron, se identificaron y la puerta se abrió. Un guardia de seguridad les condujo por un nudo de pasillos hasta llegar a una zona que pertenecía al servicio de psiquiatría. O eso ponía en la pared con grandes letras. Entonces el hombre abrió con llave la puerta de un cuarto y le indicó con la cabeza a la rep que entrara. Eso hizo Bruna y la puerta se cerró a sus espaldas. Miró alrededor: estaba sola. Era una habitación muy grande, más bien una sala, iluminada por la desangelada y mortecina luz de unos cuantos tubos electroecológicos. En un lateral había una mesa de despacho con dos o tres asientos delante; en el otro lado de la estancia había una veintena de sillas dispuestas en un doble semicírculo. Lo mejor del lugar eran las grandes ventanas que daban al patio interior del Reina Sofía, que era enorme y parecía un claustro medieval. Se trataba de un edificio muy antiguo; Bruna sabía que originalmente había sido un hospital y que luego fue un importante museo de arte durante más de un siglo. Las Guerras Robóticas lo destrozaron y en la reconstrucción se volvió a recuperar su uso sanitario. La rep se acercó a las ventanas a echar un vistazo al oscuro exterior y advirtió que los cristales estaban recorridos por una cuadrícula de líneas electromagnéticas. Rejas. Seguía estando en una celda, aunque más grande.

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