Rosa Montero - Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad.
Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución.
Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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– Está bien. Hasta las 11:30. Y te harás cargo del niño. Pero no llames a nadie y no te muevas.

– No haré nada, tranquila…

Fueron los doce minutos más largos de la vida de Paul Lizard. En cuanto a la rep, pasaron como una pesadilla, como un delirio febril. Como una bruma lenta punteada por repentinas imágenes atroces que atravesaban su cabeza como cuchilladas.

Y en el minuto trece llegó Pablo Nopal.

– Hola, Bruna.

La androide le miró con inquietud. Lo conocía. Y de alguna manera la desasosegaba, aunque no sabía por qué.

– Qué bello es tu collar. Qué hermoso es ese netsuke. Era de tu madre, ¿te acuerdas? Cuando eras pequeña y tus padres salían a cenar, tu madre entraba a tu cuarto antes de irse. Tú te hacías la dormida pero la veías inclinarse sobre ti, esbelta y crujiente en su ropa de fiesta, perfumada, nimbada por la luz del corredor… Y de su cuello colgaba este hombrecito. Entonces tu madre ponía una mano sobre el netsuke y así, mientras lo sujetaba, rozaba con sus labios tu mejilla o tu frente. Sin duda cogía el collar para que no te golpeara al agacharse, pero la escena cristalizó en ti con esos ingredientes para siempre: la noche promisoria, el resplandor del pasillo, el beso de tu madre mientras agarraba el hombrecito como si fuera un talismán, como si fuera la llave secreta que le permitiría teleportarse a esa vida misteriosa y feliz que aguardaba a tus padres en algún lado…

Eso dijo Nopal con su voz grave y tranquila, y súbitamente Bruna se vio allí, dentro de ese cuerpo somnoliento y de esa cama, dentro del tibio capullo de las sábanas y de la fragancia de su madre, que la envolvía como un anillo protector. El recuerdo la atravesó nítido y ardiente, dejándola sin aliento; y sólo fue el primero de muchos otros. Nopal fue devanando memorias del enmarañado ovillo de su cabeza y poco a poco el borroso contorno de las cosas comenzó a recuperar su precisión. Media hora más tarde, Bruna había vuelto a pasar por su baile de fantasmas, había llorado una vez más la revelación de la impostura, había comprendido que era una androide. Y que no podía tener hijos. Pero Gummy seguía gritando ensordecedoramente dentro de ella. Su niño la seguía llamando y necesitando. La rep gimió. Las lágrimas quemaban en sus ojos. Con la mano izquierda volvió a echar el seguro al cinturón y luego retiró sus entumecidos dedos de la membrana. Lizard hizo ademán de acercarse ella, pero Bruna le paró con un grito feroz.

– ¡Quieto!

El inspector se detuvo en seco.

– Ahora soy yo quien te pide cinco minutos…

Nadie habló.

La rep inclinó la cabeza y cerró los ojos. Y se dispuso a matar a Gummy. Rememoró el peso del niño en sus brazos, su olor caliente a animalillo, su manita pringosa rozándole la cara, y luego se dijo: no es verdad, no existe. ¡No existe!, repitió con un grito silencioso hasta conseguir que la imagen se fuera borrando poco a poco, como píxeles de una grabación defectuosa. Entonces pasó al siguiente recuerdo del pequeño; y después al siguiente. Sus primeros pasos tambaleantes. Aquella tarde azul y quieta de verano cuando Gummy se comió una hormiga. La manera en que decía «caramelo» en su media lengua: mamelo , y las burbujitas que la saliva le hacía en las comisuras. Y cómo metía su mano dentro de la de ella cuando algo lo asustaba. ¡Todo eso no existía! ¡No existía! Iban desapareciendo las memorias, estallaban como pompas de jabón, y el dolor era cada vez más insoportable, más lacerante: era como abrasarse y luego raspar la quemadura. Pero Bruna siguió adelante, agónica, suicida, escarbando una y otra vez en la carne viva, hasta llegar al recuerdo final y reventarlo. Y allí abajo, en lo hondo, tras completar la muerte imaginaria de Gummy, la estaba esperando agazapada la muerte verdadera de Merlín. Bruna Husky estaba de regreso, toda entera.

Abrió lentamente los ojos, exhausta y dolorida. Miró a los expectantes Lizard y Nopal.

– Entonces, ¿el implante me va a matar, como a los demás? ¿Reventará mi cerebro? ¿Me sacaré los ojos? -susurró roncamente.

Y en ese momento alzó la cabeza y se vio. De pronto su imagen inundaba las pantallas públicas: ella al natural y como Annie Heart; ella entrando en el Majestic; Annie entrando en la sede del PSH. Y los grandes flashes rojos tridimensionales de la noticias de última hora: «Tecno Bruna Husky Culpable Tortura y Asesinato Hericio.» Acababan de dar las doce.

La idea fue de Bruna. Necesitaba que le quitaran el implante pero si iba a un hospital la detendrían. Entonces pensó en Gándara.

– ¿El forense? -se extrañó Lizard.

– Sabe extraer memas artificiales… aunque sea de cadáveres.

– Sí, pero… ¿estás segura de él? Parece un tipo raro. ¿No te denunciará?

Bruna negó con un movimiento de cabeza y eso bastó para que el mundo se pusiera a oscilar. Se encontraba cada vez más mareada.

– No, se portará bien, es un amigo… Y si le damos algo de dinero, será todavía más amistoso… -murmuró débilmente.

Estaba segura de que iba a morir y tan sólo esperaba que Lizard le impidiera arrancarse los ojos. El inspector llamó a Gándara; el forense trabajaba por las noches y no estaba en el instituto, pero Paul le dio una vaga excusa y consiguió sonar lo suficientemente urgente y oficial como para hacerle prometer que iría corriendo.

– Yo me encargo de que no se vaya de la lengua -gruñó Nopal.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó el inspector con cierta inquietud.

– Hablo del dinero… le daré algunos ges.

Iban los tres en el coche del policía. Habían ordenado al vehículo que oscureciera los cristales para ocultar a la rep; las pantallas públicas repetían imágenes de Bruna de manera incesante, y por desgracia su aspecto era demasiado fácil de recordar. Lizard y el memorista parecían haber firmado una tregua, una alianza pasajera que la androide hubiera encontrado muy extraña de haber sido capaz de pensar en ella. Pero se sentía tan mal que las ideas no parecían circular por su cabeza. De hecho, tampoco había reparado en algo aún más raro: en vez de detenerla, el inspector la estaba ayudando a escapar.

Al llegar al Anatómico Forense Bruna tenía taquicardia y sudores fríos. Lizard estacionó en un discreto rincón del aparcamiento, la dejó en el coche con Nopal y fue a ver si estaba el médico. Regresó con él al cabo de un tiempo que se les hizo exasperantemente largo.

– Qué mal aspecto tienes, Bruna. Pareces de los míos -dijo el forense a modo de saludo.

Traían con ellos un carro-robot con una cápsula.

– Hay que desnudarla -dijo Gándara.

Le ayudaron a quitarse la ropa y el collar del netsuke , la tumbaron dentro de la cápsula y bajaron la tapa transparente. Las visibles magulladuras hacían más creíble su papel de cadáver. Entraron en el edificio y pasaron a toda prisa y casi sin trámites por el control de seguridad, sin lugar a dudas gracias a la presencia corrosiva y un poco imponente del forense. Luego rodaron pasillo adelante hasta llegar a una de las salas de disección.

– He dicho que era un asunto secreto y oficial y he ordenado que no entre nadie -informó Gándara.

Hizo que el carro-robot se colocara en el centro del cuarto, bajo el módulo de los instrumentos, y que abriera la tapa. La sala estaba helada. Lizard miró el cuerpo desnudo de la rep, tan pálido e indefenso dentro de la siniestra cápsula, y sintió frío por ella. Y también desolación, y miedo, y una especie de angustiosa debilidad que quizá se pareciera a la ternura.

Gándara se colocó la bata y los guantes y encendió encima de ellos la potente luz antibacteriana.

– Bueno… ¿Cómo te sientes, Bruna?

– Mal.

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