Rosa Montero - Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad.
Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución.
Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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– Vaya, has arreglado la mesa…

– Psí… -contestó el viejo ambiguamente, haciendo un vago movimiento con la mano.

Recorrieron el pasillo y entraron en la sala, y ahí estaba ella sonriendo modosamente. De primeras le costó reconocerla sin estar empaquetada dentro de los paneles de mujer-anuncio.

– Hola, Bruna. Me alegro mucho de verte -dijo RoyRoy con entusiasmo.

– Yo también… -contestó la rep de manera automática-. Aunque sobre todo me has dado una sorpresa. ¿Has dejado el empleo de Texaco-Repsol?

La mujer miró a Yiannis con gesto un poco turbado.

– Bueno, yo la he… La he ayudado a liberarse de ese trabajo de esclavos. ¡Digamos que la he manumitido! -contestó por ella el archivero.

Y luego rió su propio chiste nerviosamente.

– Ejem, quiero decir que le he prestado dinero hasta que encuentre algo mejor y además está… está viviendo en casa.

– Ah. Bien. Vale. Genial -dijo Bruna.

– Yiannis es muy generoso. Bueno, tú ya lo sabes -añadió RoyRoy.

Sí, la androide lo sabía. El archivero no estaba haciendo por la mujer-anuncio más de lo que había hecho por ella misma. Y además a Yiannis se le veía… entusiasmado con RoyRoy. Y a ella también se la veía cambiada. Más joven. Más segura. Era como para estar contenta por su amigo. La rep se dejó caer en el viejo sillón verde y Yiannis se sentó en el sofá junto a la mujer. Hacían una estupenda parejita.

– No, no, la que es generosa es RoyRoy. No sabes cuánto me ha apoyado en todo esto. Menos mal que anoche estaba ella aquí. Como puedes comprender, volví deshecho de la entrevista con la supervisora.

– Sí, claro.

La mujer no podía llevar más de dos o tres días en casa de Yiannis, pero ya se veía su huella por todas partes. Los muebles estaban colocados de manera distinta y las estanterías bien ordenadas. La pantalla emitía imágenes sucesivas del niño de Yiannis y de un adolescente que la rep supuso que era el hijo de RoyRoy. Oh, sí, una pareja perfecta y entrañablemente unida por el culto a sus muertos. Se mordió los labios y le pareció que le sabían a veneno.

– Bueno, entonces, cuéntame exactamente qué te dijo ayer esa mujer -barbotó.

¿Por qué estaba tan irritada? ¿Por qué no se alegraba de que el pobre hombre se hubiera enamorado? ¿No había sentido ella que Yiannis la empujaba a aferrarse demasiado al dolor de la pérdida de Merlín? ¿Y no era mejor que hubiera encontrado otro duelo más cercano con el que identificarse? El archivero estaba contando su historia, pero Bruna no podía concentrarse en lo que decía. Los veía ahí, sentados juntos, humanos, parecidos, mucho más viejos que ella y aun así probablemente más longevos. Los veía unidos mientras ella estaba sola, perdidamente rara incluso entre los raros.

La pantalla se encendió de forma automática con un avance informativo. Apareció en imagen Helen Six, la periodista de moda, con un gesto tan aparatosamente trágico que Yiannis se calló y los tres se pusieron a mirar las noticias. Y entonces se enteraron: Hericio estaba muerto. Lo habían asesinado la tarde anterior. No sólo lo habían asesinado, sino también torturado. Alguien le había rajado el vientre de arriba abajo y sacado los intestinos mientras aún vivía. Había sido un crimen espantoso.

Como el holograma de Chi, pensó inmediatamente Bruna a pesar de haber quedado sumida en una especie de estupor. Yiannis la miró.

– Pero… ¿tú no me dijiste que ayer ibas a verle?

RoyRoy dio un respingo, abrió mucho los ojos y se tapó las mejillas con las manos.

– ¡Bruna! ¿Qué has hecho? -gimió.

– ¡¿Yoooo?! -saltó la rep indignada.

Entonces sucedió algo muy extraño: el archivero levantó la mano en el aire como si fuera a decir algo, luego se la llevó a la garganta y se desplomó de lado muy despacio.

– ¡Yiannis! -jadeó la mujer, inclinándose hacia el hombre y derrumbándose también sobre él.

Bruna saltó del sillón y se acercó a los dos cuerpos inanimados. Pequeñas burbujas amarillas salían de la boca de RoyRoy. Entonces notó el olor, un sutil aroma a peligro. Había algo en el aire, una amenaza química. Contuvo la respiración, pero ya era tarde. Notó que las piernas le pesaban, que el cuerpo dejaba de sostenerla. Cayó al suelo, aunque no se rindió. Con un ímprobo esfuerzo de la voluntad, y protegida por su extraordinario vigor físico, se arrastró penosamente a gatas hacia la ventana. Tenía que llegar, tenía que abrirla. Concentró toda su mente en la distancia que debía cubrir. Un centímetro adelante y otro más y todavía otro más. Pero iba muy despacio y no podría seguir aguantando el aliento durante mucho tiempo. Aún le quedaba la mitad del camino cuando un movimiento reflejo le hizo tragar una bocanada de aire. Lo notó inundar deliciosamente sus pulmones, liberarla de la angustiosa asfixia; y notó también cómo la envenenaba. Fue como un rápido borrón sobre los ojos. Y después la oscuridad y la nada.

Alzó los párpados. La casa zumbaba y trepidaba. Por el techo corrían sombras líquidas que parecían perseguirse las unas a las otras. Le costó unos instantes comprender que el estruendo se debía al tranvía aéreo que pasaba justo por delante de la ventana. De su ventana. Ahí venía otro. Nuevamente el ruido y el revuelo de sombras. Bruna respiró hondo mientras la angustia se abatía sobre ella. Sabía lo que tenía que hacer y era terrible.

Miró el reloj: lunes 31 de enero de 2109,09:30 horas. Tenía que apresurarse. Cuatro años, tres meses y once días. ¿Cuatro años, tres meses y once días? ¿Qué significaba eso? ¿Por qué había aparecido de repente ese cómputo temporal en su cabeza? Se levantó de la cama profundamente desasosegada. Estaba vestida. Mejor: menos pérdida de tiempo. Se sentía mareada, confusa. Una pátina de irrealidad parecía cubrirlo todo, como si la vida resbalara por encima de la superficie de las cosas. No reconocía su casa, por ejemplo. Sabía que era su casa, pero no conseguía recordarla. Sin embargo, todo eso no importaba. Lo importante, lo urgente, lo espantoso era la misión que tenía que desempeñar para poder salvar al pequeño Gummy de un destino atroz. Bruna se estremeció. Eso sí estaba claro. Su misión y la situación en la que estaba el niño destacaban con total precisión por encima de la irrealidad general, como la imagen fija y detallada de un caballo corriendo sobre un fondo borroso. Eso era todo lo que necesitaba hacer. Eso era todo lo que necesitaba saber.

Sobre la mesa estaba el cinturón, primorosamente extendido y colocado como si fuera una joya. Y, junto al cinto, un pequeño holograma de Gummy. El niño riendo a carcajadas, los ojitos achinados y chispeantes, los mofletes tan tersos. Tenía dos años y medio. Bruna se recordó besando esa piel nueva, esa carne dulce y deliciosa, y lágrimas ardientes de terror y dolor empezaron a caer por sus mejillas. Las aplastó de un manotazo contra su cara, como quien mata a un bicho, y, haciendo un esfuerzo de autocontrol, se ciñó el cinturón. Conocía bien cómo funcionaba: primero tenía que quitar el seguro y luego pulsar la membrana táctil durante por lo menos veinte segundos; cuando volviera a levantar el dedo, las diminutas ampollas se abrirían, dejando salir el gas letal. Por lo menos sería una muerte rápida: menos de un minuto hasta la asfixia. No como lo que habían prometido hacerle a Gummy si ella no cumplía lo pactado. Una interminable, sádica agonía. Bruna reprimió una arcada. Calma, se imploró a sí misma. Tenía que concentrarse. El fragor ensordecedor de un nuevo tram la impulsó a la acción; debía abrir las ampollas en el intercambiador central de tranvías para aprovechar la afluencia de gente y el hecho de que fuera un espacio cerrado, y el lugar estaba a cuatro manzanas de distancia. Apagó la bola holográfica y se la metió en el bolsillo, y ya se iba a marchar cuando se dio cuenta de que no llevaba el móvil puesto. Qué raro. Echó una ojeada alrededor y no lo vio. Buscó con más cuidado, entre las sábanas arrugadas, en el baño, por el suelo. No estaba.

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