– ¿Yiannis Liberopoulos? La señora Yuliá te está esperando.
Al fin. El archivero siguió a la muchacha que había venido a buscarle. Llevaba una línea de implantes capilares bajando como un cepillo por su largo cuello, al estilo de los balabíes. El peinado alienígena se había puesto de moda entre los jóvenes terrícolas y ahora todos parecían caballos con las crines recortadas.
– Pasa, pasa, amigo Yiannis. Siéntate, por favor.
¿Amigo Yiannis? Era la primera vez que veía a esa mujer en su vida. Titubeó unos instantes sin saber muy bien dónde instalarse, porque la habitación estaba decorada a la última moda minimalista, con muebles etéreos y apenas visibles. Al fin se decidió por una línea de luz azulada y se sentó en ella con cuidadosa aprensión. La línea se adaptó a su cuerpo y formó un respaldo. La supervisora ocupaba otro sillón parecido ante una mesa semitransparente que se fundía con la enorme pantalla circular. La decoración debía de haber costado una millonada. El Archivo, una de las instituciones más poderosas de los EUT, era propiedad de la gigantesca empresa privada PPK, aunque el Estado Central Planetario tenía voz y voto en el consejo de gestión. Y sin duda era un negocio fabuloso, puesto que todos los ciudadanos de la Tierra tenían que pagar un canon cada vez que accedían a la información.
– He leído tu memorándum, y en primer lugar quiero agradecerte tu interés y tu celo profesional. Porque estoy segura de que lo has hecho movido por las mejores intenciones. Pero verás… En todo el tiempo que llevo en el cargo, nadie había recurrido al protocolo de emergencia CC/1. No sé si sabes que al activarse el protocolo se manda automáticamente una copia de tu mensaje a la administración central del Estado. Y eso, te voy a ser sincera, nos resulta a todos muy fastidioso… Ahora vendrán los funcionarios, nos harán una investigación…
– Pero eso está bien, eso es perfecto. Necesitamos que los servicios de seguridad de los EUT investiguen urgentemente las irregularidades.
La supervisora torció la cabeza hacia un lado, como un pájaro, y clavó la mirada en el hombre. Era una mujer flaca y fibrosa, con unos ojillos duros que casi no parpadeaban.
– Ay, Yiannis, Yiannis… No me estoy explicando o no me estás entendiendo. Tu memorándum es una equivocación. Un error. Un exceso de celo, precisamente -lo decía con dulzura, como si el archivero le diera pena, pero en su voz vibraba un filo cortante.
– ¿Un exceso de celo? Pero ¿cómo…? ¿De verdad has leído mi escrito? ¿Y los otros documentos? Es innegable que alguien está manipulando las entradas…
– He leído todo, he estudiado todo, y también lo han estudiado mis expertos. No hay nada. Estás viendo fantasmas. No hay más que algunos pequeños errores sin importancia aquí y allá. Las erratas habituales.
– Pero…
– ¡Las erratas habituales! Mucho más grave que esos errores nimios es tu comportamiento. Has sacado un artículo de la cadena de edición, interrumpiendo el flujo de información, y lo que es aún peor, has hecho una copia privada e ilegal de un texto aún no autorizado. Es una conducta inadmisible.
Yiannis advirtió que se ruborizaba. No pudo evitar sentirse un malhechor: a él también le parecía inadmisible. En su boca empezaron a agolparse frases automáticas de remordimiento y de disculpa.
– Según la Ley General de Archivos, sacar una copia ilegal puede ser considerada un acto de espionaje. Podrías ir a la cárcel por ello -siguió diciendo la mujer.
La amenaza era tan excesiva y tan obvia que Yiannis se tragó de un golpe las excusas que estaba a punto de ofrecer. Resopló indignado.
– Dudo que alguien considere que soy un espía. Te informé inmediatamente de lo que había hecho. Sólo quería llamar tu atención cuanto antes dada la gravedad del problema…
– Pero ¿de qué problema hablas? Estás viejo, Yiannis. Estás cansado. Estás viendo fantasmas. ¿No decías que el profesor Ras no existe? Mira…
La mujer tocó el ordenador y una cascada de imágenes inundó la gran pantalla. Lumbre Ras en su casa de Nueva Delhi, Lumbre Ras en una conferencia holográfica interplanetaria, Lumbre Ras recogiendo el Nobel… Si es que ese hombrecillo aceitunado era de verdad el profesor Ras, tal y como sostenían los registros documentales que estaba viendo. Yiannis se quedó estupefacto: esa misma mañana, apenas unas cuantas horas atrás, no había nadie de ese nombre en la Red. Nada. No existía. Y ahora la información se sucedía de modo torrencial. Tuvo un instante de vértigo: entonces, ¿sería verdad que se había equivocado?
– ¿Ves? No hay ningún problema, Yiannis. El problema eres tú.
No. No era un error. Era una conspiración. Alguien había falsificado todas esas imágenes y las había introducido en el sistema en tan sólo unas horas. Sintió que su vértigo aumentaba. Le parecía estar flotando sobre un abismo.
– Si no tomas en serio mi denuncia, hablaré con el comité de gestión… -dijo débilmente.
– Tú no hablarás con nadie, Yiannis Liberopoulos. Estás despedido. Y, por cierto, nos hemos incautado de tu pantalla central.
– ¿Qué? ¿Mi ordenador? ¿Habéis entrado en mi casa? Pero ¿cómo os habéis atrevido? -balbució el hombre.
– Por el artículo 7C/7 de la Ley de Archivos… Recuperación de material robado. Hemos ido con la policía. Todo perfectamente legal. Y no mires hacia tu móvil, porque tampoco tienes ahí la copia que hiciste esta mañana. La hemos borrado por control remoto desde tu consola. Así que no tienes nada. Y tampoco trabajo. Y aún puedes dar gracias, porque no vamos a denunciarte.
Y ahora, si no te importa…
Yiannis se levantó como un cordero y salió del despacho y luego del edificio de manera automática, sin darse apenas cuenta de por dónde iba. Le habían despedido. El Archivo era su vida y le habían despedido. Y encima habían entrado en su casa y le habían quitado el ordenador. Y además estaba sucediendo algo terrible… un golpe de Estado en la Región, o quizá en el planeta. La cabeza le daba vueltas y estaba empapado en sudor frío. Iba tan aturdido que no se fijó en el coche que se acercaba lentamente por la calle todavía nevada. Un vehículo oscuro de cristales teñidos. De hecho, no lo vio hasta que no lo tuvo encima. Hasta que el auto rugió y se abalanzó sobre él como una nube negra. Yiannis gritó, dio un salto hacia atrás, se torció un tobillo; el coche derrapó, patinó en el hielo y pasó rozándolo: se había salvado por un par de centímetros. El archivero se quedó sin aliento, fulminado por una sospecha aterradora. Me ha intentado matar, pensó. Quieren asesinarme.
En ese momento el vehículo consiguió enderezar su dirección. La ventanilla entintada del conductor bajó y asomó una cabeza de hombre que le miró indignado.
– ¡Imbéeeeciiiiiiil! -gritó el tipo mientras se alejaba.
Yiannis se quedó desconcertado. Y luego echó una ojeada a su alrededor. Estaba en medio de la calzada. Hizo un esfuerzo y reconstruyó mentalmente sus últimos movimientos; iba tan fuera de sí que había debido de bajar de la acera sin fijarse en el tráfico. No le habían intentado atropellar: él se había arrojado sin mirar bajo las ruedas. El viejo corazón redoblaba con esfuerzo en su pecho y el tobillo que acababa de torcerse le dolía. Sí, verdaderamente era un imbécil.
En caso de necesitarlo, Nopal podía desaparecer en menos de una hora. Disponía de media docena de pisos secretos diseminados por el mundo y de un puñado de identidades falsas. Es decir, Pablo Nopal no siempre se llamaba Pablo Nopal. De hecho, la mitad de la existencia del memorista permanecía sumergida en las oscuras aguas de lo no visible, como los icebergs artificiales del Pabellón del Oso. Año tras año, con perseverancia y un notable ingenio para lo clandestino, el escritor se había ido construyendo una vida paralela. Empresas fantasmas, testaferros que desconocían para quién estaban trabajando, chapas civiles tan perfectamente falsificadas que eran imposibles de detectar (de hecho, eran cédulas auténticas confeccionadas por funcionarios corruptos).
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