– Pantalla, localízame el móvil.
No obtuvo respuesta. Miró la pantalla: era un modelo muy viejo. Intentó pasar a manual y teclear un número. El ordenador no admitió la llamada. Qué extraño. La sensación de irrealidad se acentuó, la irrealidad zumbaba en torno a ella como un moscardón. Entonces el rostro de Gummy volvió a encenderse dentro de su cabeza con nitidez helada. Qué importaba que tuviera el móvil o no. De todas maneras iba a morir en pocos minutos.
Y, sin embargo…
Cuatro años, tres meses y once días. De nuevo esa absurda letanía cruzándole la mente. El ascensor tenía puesto el cartel de estropeado, de modo que Bruna bajó a pie las sórdidas escaleras sintiendo que llevaba una piedra en el corazón, un peso cada vez más grande que entorpecía sus pasos. El número que había intentado marcar en el ordenador era el de Paul Lizard. ¿Y quién era Paul Lizard? Un conocido, quizá un amigo. El nombre de Lizard emergía de la confusión como un puerto seguro en un mar tormentoso. Un rincón de luz entre sombras glaciales. ¿Una posible ayuda? Con cada escalón que descendía, Bruna se sentía más desgarrada entre la obligación de cumplir su misión y el horror que la matanza le producía. Pero no lo podía evitar. Tenía que hacerlo.
Y, sin embargo…
Llegó a la planta baja y advirtió que el edificio parecía ser una especie de apartotel. Qué raro no acordarse. En el mugriento y oscuro vestíbulo había un exiguo mostrador de recepción y un panel electrónico que mostraba los precios. La luz estaba encendida, pero no había nadie. De pronto, los pies de Bruna la llevaron hasta el chiscón. Miró la pequeña pantalla: estaba abierta. Tecleó el número de Lizard antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo, y al instante apareció el rostro del policía. Porque era un policía. Bruna se sobresaltó al recordarlo, y al mismo tiempo con sólo ver los rasgos del hombre le dieron ganas de llorar de alivio.
– ¡Bruna! ¿Dónde diablos estás? -chilló Lizard.
– Yo… en mi casa -balbució.
– ¡No estás en tu casa, porque yo estoy en tu casa! Bruna, ¿qué ocurre? Estás desconectada, ¿qué pasa con tu móvil? Sé lo de Yiannis y RoyRoy…
Yiannis y RoyRoy. Los nombres originaron ondas concéntricas en su nublada mente, como piedras cayendo en agua cenagosa. Empezó a escuchar un sordo zumbido dentro de los oídos.
– Me tengo que ir. Debo hacer algo horrible -gimió.
– ¡Espera! Bruna, ¿qué dices? ¿Qué te ocurre?
– Tengo que matar. Tengo que matar a mucha gente.
– ¿¡Cómo!? Pero ¿por qué?
– Si no lo hago torturarán a Gummy -lloró.
– ¿Gummy? ¿Quién es Gummy?
– ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! -gritó ella.
Lizard la miró anonadado. Parecía alguien a quien acabaran de golpear en la cabeza.
– Tú no tienes hijos, Bruna… -susurró.
El zumbido era ya atronador.
– Me tengo que ir.
– ¡No! Espera, ¿dónde estás? Escucha lo que digo: no puedes tener hijos, ¡eres una rep!
Cuatro años, tres meses y once días.
– ¿Qué significa «cuatro años, tres meses y once días», Lizard? Tú lo tienes que saber.
El inspector la miró desconcertado.
– No tengo ni idea… Por favor, dime dónde estás, Bruna. Iré a buscarte…
Ella negó con la cabeza.
– Lo siento. Si no lo hago torturarán a Gummy.
– ¡Aguarda, por favor! ¿Y cómo sabes… cómo sabes que no le harán nada? Tal vez mates a esa gente que tienes que matar y luego de todas formas le hagan daño…
Bruna se quedó pensando unos instantes. No. No le harían nada. Lo sabía con total claridad y certidumbre. Si ella cumplía su parte, el niño se salvaría.
– ¡Estás en la calle Montera! Te he localizado. ¡No te muevas, tardo cinco minutos! -gritó el hombre.
– No puedo. Me voy.
– ¡¿Adónde?! -preguntó Lizard agónicamente.
– Al intercambiador de trams -dijo Bruna.
Y, dando media vuelta, salió al exterior, mareada, con náuseas, ensordecida.
Caminó deprisa, encerrada en la burbuja de su pesadilla, ajena a las prédicas de los apocalípticos, al alboroto de las pantallas públicas, a las miradas de miedo o de repulsa que iba suscitando a su paso. Caminó como una autómata, concentrada en su deber. Pero cuando llegó a la altura del gigantesco intercambiador con forma de estrella, sus pies se detuvieron. De nuevo arreció el zumbido dentro de su cráneo, un ruido que empezaba a resultar doloroso. Visualizó la hoja redonda de una sierra dentada cortando su cerebro por la mitad y se estremeció. Entonces le vino a la memoria, salida de no sabía dónde, la figura de una mujer con una línea negra dibujada alrededor de su cuerpo, una mujer partida por su tatuaje. Cuatro años, tres meses y once días. Durante unos instantes no pudo moverse y apenas si pudo respirar. Luego el rostro de Gummy estalló en su cabeza y todo volvió a ponerse en movimiento. Comprobó que el cinturón estaba preparado y decidió cruzar por la pasarela elevada para entrar por la puerta lateral del edificio. En ese momento, un coche paró chirriando en la acera junto a ella y de él salió un hombre. Era Lizard. Bruna retrocedió unos pasos y se puso en guardia, dispuesta a luchar si intentaba detenerla. Pero el tipo se quedó a unos metros de distancia.
– Bruna… Tranquila…
– No te acerques.
– No me voy a acercar. Sólo quiero hablar. Cuéntame, ¿a quién tienes que matar? ¿Cómo vas a hacerlo?
– Déjame pasar. No puedes impedirlo.
– Escucha, Bruna… tu cerebro ha sido manipulado. Creo que te han metido un implante de comportamiento inducido. Te han hecho creer que tienes un hijo, pero no es verdad. Tenemos que quitarte ese implante antes de que acabe contigo.
El zumbido arreció. Tal vez Lizard tuviera razón. Tal vez fuera verdad lo del implante. Pero su hijo seguía estando en manos de esos monstruos. Pequeño, aterrado e inerme. El pavor que imaginó que debía de estar pasando el niño casi la hizo gritar. Quitó el seguro al cinturón y acercó la mano a la membrana táctil.
– Me han dicho las cosas que le harán a Gummy si no obedezco -la voz se le rompió-. No puedo resistirlo. Tengo que soltar el gas antes de las doce. Si no puedo hacerlo en el intercambiador lo haré aquí mismo.
– ¡Espera, espera, por todas las malditas especies, por favor! No lo hagas… Si es un gas no tendrá el mismo efecto aquí al aire libre que en el intercambiador, ¿no? No querrán que lo desperdicies aquí…
– Quizá. Pero es un neurotóxico muy efectivo. Sé que mata en un minuto y que es muy potente. También aquí valdrá.
Paul miró alrededor. A pocos metros pasaba una cinta rodante cargada de gente. Y luego estaba la transitada pasarela, los coches, los edificios.
– Mierda, Bruna, te ruego que esperes un momento… Por favor, ¡por favor!… He llamado a un amigo tuyo… Y debe de estar al llegar. Por favor, espera.
La rep entró en pánico. Tocó la membrana con dos dedos. Los dejó ahí, apretados contra el cinturón.
– Si has pedido refuerzos… si estás pensando en dispararme… He pulsado ya el interruptor. Si quito los dedos de esta membrana se abrirán las ampollas y saldrá el gas.
Lizard palideció.
– No, por favor… Sólo he avisado a un amigo tuyo, de verdad… Dame diez minutos… No, veinte. Sólo te pido eso. Aún no son las 12:00. Sólo te pido veinte minutos. Si a las 11:30 sigues queriendo entrar en el intercambiador, te dejaré ir. Te lo ruego. Veinte minutos y a cambio de eso me haré cargo del niño. Después de que tú mueras. Alguien lo tendrá que cuidar.
Bruna sintió que se abría un vertiginoso abismo dentro de ella: era verdad, no había pensado en eso. Alguien tendría que cuidar a Gummy. Cuatro años, tres meses y once días. Jadeó, angustiada, y apretó un poco más los dedos contra la membrana.
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