Rosa Montero - Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad.
Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución.
Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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– Hola, Husky.

Bruna se volvió. En la puerta estaba Paul Lizard. Hizo una mueca rara que podría ser cualquier cosa, desde una sonrisa a un gesto de desprecio, y entró en la habitación y se acercó a ella. Traía dos cafés en las manos.

– ¿Quieres?

– No.

– Bueno.

El hombre se bebió calmosamente uno de los cafés y a continuación se bebió el otro. Luego se quedó mirándola con gesto preocupado.

– Me ha costado mucho conseguir que te trajeran aquí. Por fin he logrado convencer a la delegada del Gobierno Terrestre. Le he dicho que, tal como están las cosas, no podíamos garantizar tu integridad si la gente sabía dónde estabas. Y es verdad.

Bruna calló.

– Me autorizó el traslado porque dije que te encerraría aquí: está obsesionada con que no te escapes. Este hospital tiene un ala de psiquiatría de alta seguridad. Están buscando una habitación en la que meterte. Se supone que sólo media docena de personas sabemos dónde estás. Ya veremos. Estoy convencido de que la policía está infiltrada.

– Ya… -resopló la rep con desaliento.

– ¿Qué tal te sientes?

– Muy cansada.

– Pues intenta dormir un poco. Tenemos días muy duros por delante.

La rep apreció esa primera persona del plural: «tenemos»… Hizo que se sintiera un poco menos sola. Miró a Lizard: él también tenía un aspecto lívido y exhausto.

– Gracias por todo, Paul.

– No me las des. Es frustrante no haber conseguido resolver este caso. Estamos intentando identificar al tipo que te atacó ayer… ¿Cómo supo que estabas en el circo? Incluso llegué a pensar que te podían haber implantado un chip intramuscular de localización, pero en el rastreo que te hicieron anoche antes de entrar en el calabozo no había nada…

Lizard calló unos instantes y luego miró de refilón a la rep.

– Fue una pena que mataras a ese hombre. Habría sido muy útil poder interrogarlo.

La detective se puso rígida.

– Iba a disparar a Maio.

– No te estoy acusando, Bruna.

– No me estoy defendiendo, Lizard.

Algo amargo y punzante se había instalado de repente entre ellos. El inspector gruñó y se frotó la cara con la mano.

– Bien. Voy a ver si hay algo nuevo. Volveré más tarde.

Fue hasta la puerta, golpeó con los nudillos y le abrieron. Iba ya a salir cuando Bruna le gritó desde el otro lado de la habitación:

– ¡Eh! Vosotros me habéis hecho como soy.

– ¿Qué?

– Soy una tecno de combate. Vosotros me habéis hecho tan rápida y tan letal.

El hombre la miró con el ceño fruncido.

– Yo no he sido quien te ha hecho así… Además, a mí me gustas como eres.

Siguiendo el consejo de Lizard, Bruna se había instalado en un par de sillas junto a la ventana y llevaba una hora intentando dar una cabezada. Pero cada vez que el sueño le soltaba los músculos y comenzaba a nublarse su conciencia, experimentaba una brusca y aterradora sensación de caída que la volvía a espabilar de golpe. Las pulseras y el collar de retención resultaban pesados e incómodos, y las rejas electromagnéticas zumbaban tenuemente en el silencio como mosquitos tenaces. Miró hacia el patio-claustro. Amanecía. El aire tenía un denso color azulón que se iba aclarando por momentos, como si destiñera. Se levantó y, tras caminar torpemente con sus piernas trabadas hasta el interruptor de luz, apagó los tubos ecoeléctricos. Inmediatamente el nuevo día entró por las ventanas con empuje arrollador. Cuatro años, tres meses y diez días. Y esta nueva jornada también prometía ser calamitosa.

Regresó anadeando al mismo lugar junto a la ventana. Podría haber elegido entre una veintena de asientos, pero humanos y tecnos eran criaturas de costumbres: enseguida intentaban hacer un nido de una maldita silla de hospital. Eran las 07:10. ¿Le darían algo de comer si lo pidiera? Cuatro años, tres meses y diez días.

La puerta se abrió tímidamente y apareció la cabeza de Habib. El dirigente rep entró, cerró la hoja a sus espaldas y sonrió azorado.

– ¡Habib! -exclamó Bruna con alivio.

Nunca pensó que ver a otro androide iba a alegrarle tanto.

– ¿Te ha avisado el abogado de oficio? No sabía si lo haría, era un imbécil…

El hombre llegó junto a ella y le dio unas desmañadas y amistosas palmaditas en el hombro.

– Ya lo siento -dijo con simpatía.

A continuación, todavía sonriendo, sacó con rápida habilidad una pistola de plasma y pegó el cañón a la sien de la detective. Bruna le miró atónita.

– Lo siento, Husky. No me caes mal. Pero si supieras todo lo que hay en juego… Fue una proposición imposible de rechazar.

La mano del hombre tembló ligeramente, un movimiento ínfimo e involuntario que, la detective lo sabía bien, antecedía en una décima de segundo al disparo, y supo que era el fin. Los héroes mueren jóvenes, pensó absurdamente en su último instante. Pero de pronto se hundió el mundo. Un tremendo estallido, una lluvia de cristales rotos, Habib desplomándose: todo esto sucedió al mismo tiempo. Bruna se puso en pie y un montón de fragmentos de vidrio se desprendieron de ella y cayeron tintineando sobre el suelo. Se inclinó sobre el cuerpo yacente. Estaba muerto. Tenía un agujero negro y redondo en mitad de la frente, y un boquete en la parte posterior del cráneo. Se fijó en el arma: esa pistola despareja y mal hecha que llevaba Habib era la que le había vendido el lugarteniente de Hericio.

– ¡Por el gran Morlay!

Sangre y sesos manchaban las brillantes esquirlas de cristal que había por todas partes. La rep miró hacia el ventanal: alguien había disparado desde fuera y el vidrio se había roto, aunque la cuadrícula electromagnética seguía en funcionamiento y bisbiseando.

La puerta batió contra la pared al abrirse violentamente y Lizard entró como un ariete con el arma en la mano.

– ¡Es Habib! ¡Está muerto! -barbotó la androide.

El inspector le echó una ojeada al cadáver.

– ¿Quién ha disparado?

– No lo sé. Desde fuera…

Lizard se acercó a los ventanales. El patio estaba empezando a llenarse de gente atraída por el ruido.

– Paul… Habib venía a matarme.

El inspector se volvió y la miró.

– Esa pistola… ¿Ves el plasma que lleva en la mano? Esa pistola era mía. Me la quitaron anteayer cuando me secuestraron.

– Por todos los sintientes, Bruna, ¿cuántas más armas tienes escondidas por ahí para que te las roben? En fin… Supongo que también manipularon el cerebro de Habib para que hiciera esto.

Bruna negó lentamente con la cabeza. Estaba segura de que el tecno se encontraba en plenas facultades.

– ¿Qué aspecto tenía yo bajo los efectos del cristal de sal? ¿Cómo me comportaba?

– Como si hubieras enloquecido.

Igual que Cata Caín, la vecina rep que se vació un ojo. Esa apariencia tensa, febril y delirante.

– Habib actuaba con toda normalidad. Me dijo que lo sentía, pero que le habían hecho una oferta irresistible. Estoy segura de que estaba implicado en la trama. Pero ¿por qué? ¿Y quién lo ha matado?

Lizard pulsó su móvil.

– Estoy pidiendo refuerzos. No me atrevo a dejarte sola.

En ese momento asomaron por la puerta la mujer policía y su compañero.

– ¿Dónde os habíais metido? Teníais la obligación de vigilar esta sala en todo momento -tronó el inspector.

Los policías abrieron y cerraron las bocas con aire confuso.

– Yo… Me mareé y… Nos fuimos a… -balbució la mujer.

Lizard les apuntó con su reluciente plasma de reglamento.

– Entregadme ahora mismo las armas. Estáis arrestados.

La pareja obedeció con consternada docilidad y manos temblorosas, y después Lizard les obligó a que se esposaran mutuamente a los viejos tubos de la calefacción del pasillo. El inspector volvió a entrar en la sala y cerró la puerta a sus espaldas, desalentado.

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