Rosa Montero - Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad.
Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución.
Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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Echó de menos su gran rompecabezas a medio montar: necesitaba relajarse y el puzle era la mejor manera de desconectar con rapidez. De todas formas no le sobraba mucho tiempo, así es que se maquilló con cuidado y se colocó la peluca de Annie Heart. Envuelta en el albornoz del hotel, entró a través del móvil en una tienda Express y compró un vestuario térmico para su personaje. Mientras esperaba la llegada del robot, habló con Yiannis y le mandó un mensaje a Habib: los dos estaban muy preocupados con la situación política. La ropa apenas tardó veinte minutos: las tiendas Express eran caras pero eficientes. Se vistió con un mono rosa a juego con una chaqueta acolchada que le pareció abominable, pero que seguramente la rubia Annie adoraría, y luego sacó de la caja fuerte de la habitación sus dos collares, un detalle perfeccionista que se había traído para la ocasión: nada como una joya para coronar su disfraz de chica convencional e intensa. Descartó enseguida el ligero pectoral de oro, que no casaba con la ropa térmica, y cogió la otra pieza, su preferida: un antiguo netsuke de marfil, un hombrecito sonriente con un saco sobre el hombro, que colgaba de un hilo de rubíes y pequeñas cuentas de oro. El collar formaba parte de su paquete de falsos recuerdos: supuestamente se lo había regalado su madre antes de morir. Era un objeto extraño, porque la dotación de souvenires de los tecnohumanos siempre estaba formada por objetos sencillos y comunes: juguetes infantiles, holografías, anillos baratos. Sin embargo, Bruna había llevado el netsuke a un especialista, que había certificado que era chino auténtico y de la época Ming. Una joya demasiado lujosa. Pero no era el valor económico lo que Bruna apreciaba, sino su graciosa rareza e incluso la emoción que despertaba en ella. Aun sabiendo que su madre jamás existió, no podía evitar querer al netsuke con un cariño que parecía venir de lo más hondo de su imposible infancia. De lo más hondo de sí misma. Cuando llevaba puesto al hombrecito del saco, la replicante se sentía protegida. Y necesitaba protegerse para enfrentar a ese Hericio últimamente tan agigantado. Se colocó el collar, comprobando que el broche quedaba bien cerrado, y, tras una última y satisfactoria ojeada en el espejo, bajó al bar del hotel cimbreándose en los altos tacones antideslizantes de sus coquetas botas para nieve. También rosas y horribles.

Cuando se sentó en el taburete de la barra eran las 15:40. El bar estaba vacío y el camarero revoloteó solícito hasta ella. Bruna pidió vodka con limón y una pila de sándwiches fríos que empezó a devorar a toda prisa: no quería que la entrevista con Hericio la pillara desmayada de hambre. Cuando llegó Serra, todavía le quedaba uno en el plato.

– Annie Heart la enigmática -dijo el supremacista a modo de saludo.

No se le veía muy contento.

– No me la estarás jugando, ¿verdad, Annie? No me gustaría nada que me la jugaras…

– ¿Y por qué crees que te la voy a jugar? ¿Quieres un sándwich?

Serra negó con la cabeza. No le quitaba ojo.

– Mejor -dijo la rep, zampándose con deleite el emparedado. Era de queso y nueces. Lo que le hubiera gustado a Bartolo, pensó absurdamente.

– ¿Qué te ha pasado?

– ¿Cuándo? -farfulló con la boca llena.

– Eso. Y eso. Estás llena de cardenales.

La detective se tomó su tiempo en masticar y deglutir. Luego contestó con sequedad:

– Un accidente.

– ¿Qué tipo de accidente?

– De circulación.

– ¿Te atropelló un coche?

– Me atropellaron los puños de dos tecnos.

Serra la miró con atención, dubitativo pero impresionado.

– ¿En serio?

– Bueno… La verdad es que yo les había dicho que se apartaran de mi paso… Que se bajaran de la cinta rodante.

– ¿Y?

– No se apartaron.

– Por eso no contestabas las llamadas…

– Estaba en el hospital.

– ¿Los has denunciado?

– No. ¿Para qué? Estos jueces chuparreps nunca les hacen nada. Así están las cosas, tú lo sabes. Total impunidad para los monstruos.

– ¿Sabes quiénes son? Señálamelos y vas a ver adónde va a parar su impunidad -fanfarroneó Serra sacando pecho.

– No, puedes hacer por mí algo mejor que eso… Puedes proporcionarme una pistola de plasma.

– ¿Una pistola? Ésas son palabras mayores.

– Pero estoy segura de que si alguien puede conseguir un arma, ése eres tú -aduló Bruna con zalamería.

El hombre apreció visiblemente el elogio y se puso gallito.

– Bueno, no sé. No es fácil.

– La necesito. Necesito esa pistola, ¿no lo ves? Un plasma pequeño, no me hace falta más. Y, naturalmente, estoy dispuesta a pagar lo que valga. ¿Vas a permitir que me vuelvan a pegar impunemente, cuando tú podrías evitarlo? La vida se está poniendo demasiado violenta y el futuro próximo promete ser peor… Todos los humanos de bien deberíamos ir armados.

Serra cabeceó afirmativamente.

– Sí. Eso es cierto. Está en nuestro programa. Reclamamos nuestro derecho a defendernos. Bueno, veré qué puedo hacer. Y ahora vámonos. Hericio te espera.

Bruna se puso en pie. Le sacaba una cabeza al lugarteniente. Colocó su mano sobre el pecho inflado del hombre.

– Pero me la tienes que conseguir ya… Me marcho mañana a Nueva Barcelona…

Y, para reforzar su petición, Bruna-Annie recostó un instante su cabeza en el cuello del tipo, aunque para ello tuvo que agacharse.

– Me vas a ayudar, ¿verdad que sí? -dijo con voz mimosa.

Serra lanzó al mundo una fatua sonrisa de superioridad.

– Sí, mujer. Quédate tranquila que tendrás tu pistolita.

Y, agarrando a Bruna del codo con aire de feliz propietario, la sacó del bar.

Lo que había que hacer para agenciarse un arma.

Bruna pensaba que la cita sería en algún sitio apartado y tranquilo, pero se dirigieron a la sede del PSH. Que en esos momentos no era el lugar más discreto de la ciudad, precisamente. Una muchedumbre se arremolinaba delante del portal pese al frío reinante: periodistas, policías y simpatizantes de todo tipo y condición. De repente los partidarios del supremacismo parecían haberse multiplicado a velocidad geométrica. En la acera de enfrente, una veintena de apocalípticos tocaban los tambores y anunciaban con inusitada alegría el fin del mundo. Serra se abrió paso entre la multitud con expeditivos empujones y la androide fue siguiendo su estela. Salvaron sin problemas el cordón policial y luego la línea de seguridad del partido, compuesta por muchachos muy jóvenes y muy nerviosos. Al pasar, el lugarteniente les dijo con arrogancia que se mantuvieran bien atentos; era una orden innecesaria, pero el hombre estaba disfrutando de la facilidad con que se le abrían las puertas vedadas para otros, del tumulto de espectadores que le contemplaban, de formar parte de los mandos de un partido que de la noche a la mañana se había convertido en un producto estrella. Parecía haber crecido un palmo de lo estirado que caminaba, los hombros hacia atrás, el pescuezo altivo. Por encima de sus cabezas, una de las pantallas públicas les reflejó mientras entraban: alguno de los presentes estaba mandando las imágenes. Serra se esponjó y engurruñó el ceño un poco más, interpretando ampulosamente su papel de Importante Político Muy Preocupado Por La Situación.

– Esto está que arde -comentó ya dentro del vestíbulo.

Y no pudo evitar que se le escapara una son risilla de conejo feliz.

Era un sórdido edificio de oficinas y el PSH estaba en la cuarta planta, en un piso grande y destartalado, con retorcidos pasillos y estrechos cubículos por todas partes. La puerta al descansillo permanecía abierta y montones de personas entraban y salían. Imperaba un ambiente de actividad caótica y frenética.

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