La otra novedad era una exposición de arte que habían montado en la planta baja del mercado. Era arte alienígena, concretamente gnés, quizá auspiciado por el médico de esa especie que tenía su consultorio en el primer piso. Los cuadros, magníficas holografías suprarrealistas, flotaban a media altura del vestíbulo central. Se trataba de unas obras enormes, de cuatro por cuatro metros o más grandes, perfecta y absolutamente negras. Rectángulos de pesada y continua oscuridad que de primeras parecían todos iguales, pero que luego, cuando te detenías a observarlos de cerca, se revelaban como sutilmente distintos, vertiginosos y arremolinados en su negrura. Eran unas tinieblas llenas de movimiento y luz, unos lienzos inquietantemente extraños. El pintor se llamaba Sulagnés y, si te fijabas bien, los negros destellos que parecían moverse dentro de los cuadros formaban y repetían incesantemente la misma frase:
Agg’ié nagné 'eggins anyg g nein’yié.
Bruna dirigió el ojo del móvil hacia las letras y la curva pantalla que se abrazaba a su muñeca tradujo instantáneamente la sentencia:
Lo que hago es lo que me enseña lo que estoy buscando.
Hermoso, pensó la rep, impresionada por la reflexión del alienígena. Era así, era justamente así. Así era su trabajo como detective y así era la vida. Resultaba vertiginoso descubrir que la cabeza de un bicho pudiera resultar tan próxima. Vastos abismos interestelares pulverizados por el mágico poder de un pequeño pensamiento compartido.
Se arrancó de la contemplación de los cuadros con cierta pena y fue hasta la tienda de tatuajes esenciales: en realidad había decidido acercarse al mercado porque deseaba hablar con Natvel. Por fortuna, el local estaba abierto; al entrar reconoció el aroma a naranjas, la penumbra dorada, el ambiente calmo y silencioso. Todo estaba tan exactamente igual a su primera visita que parecía haber dado un salto en el tiempo. De nuevo la cortina de cuentas sonó con rumor cristalino al dejar pasar el diminuto pero recio cuerpo de la tatuadora. O del tatuador.
– Sabía que volverías -tronó Natvel con vozarrón de barítono.
Y en su bello rostro de ídolo oriental se dibujó una sonrisa muy femenina.
– ¿Ah, sí?
A Bruna le caía bien el esencialista, pero sus ínfulas chamánicas la ponían nerviosa. Ahora mismo había detectado en el tono de Natvel cierta solemnidad triunfal que no auguraba nada bueno.
– Sabía que al final querrías conocer tu dibujo interior.
– Ah. Estupendo, pero…
– Sé quién eres, sé lo que eres.
– Me alegro, pero yo no quiero saberlo. No he venido por eso.
Natvel suspiró y cruzó las manos por encima de su panza. Era la imagen misma de la paciencia. Un pequeño Buda imperturbable.
– Sólo quería preguntarte algo: los tatuajes de poder labáricos, ¿están hechos con láser?
La cuestión aguijoneó a la esencialista lo suficiente como para sacarla de su impavidez.
– ¡Por el aliento universal, por supuesto que no! Ningún tatuaje de energía puede usar ese instrumento chapucero.
– ¿Tatuaje de energía?
– Es aquel capaz de transformar o perturbar a quien lo lleva… Signos vivos que te alteran la vida. Hay energías positivas, como el tatuaje esencial, y negativas, como la escritura de poder labárica; pero en cualquier caso está demostrado que el láser interrumpe el flujo de energía.
– Ya veo. Entonces, si alguien hace un tatuaje con láser utilizando la grafía de poder labárica…
– … sería una clara y burda imitación. Un fraude. Y el tatuaje no tendría ningún efecto.
– ¿Y quién podría hacer algo así?
Natvel frunció el ceño mientras se escarbaba distraída y briosamente el oído con el índice. Luego escudriñó la punta del dedo bizqueando un poco y se limpió el cerumen en la túnica.
– Pues no mucha gente. En primer lugar, la escritura de poder labárica no se conoce. Es un secreto bien guardado. En toda mi vida yo sólo he visto dos palabras escritas con esa grafía. Una hace ya años, y no pude copiarla. Y la otra fue el nombre de Jonathan que el otro día te enseñé. De manera que, aunque todo el mundo ha oído hablar de esa escritura maligna, casi nadie sabe realmente cómo es. Pero tú reconociste los signos, ¿no?
Bruna reflexionó un segundo: desde luego. La A de venganza era exactamente igual que la A de Jonathan.
– Sí.
– Entonces es alguien que conoce ese alfabeto, y te aseguro que ése es un conocimiento muy poco común. Por otra parte, nadie en su sano juicio se dedicaría a falsificar la grafía labárica… Es una escritura feroz y poderosa y puede sucederte algo bastante malo si te metes ahí…
– Bueno, supongo que eso indica que quien lo hizo no es una persona creyente en estas… -Bruna iba a decir paparruchas, pero se contuvo sobre la marcha- en estas cosas esotéricas…
– Oh, no, da igual que creas o que no creas. Ya te he dicho que la grafía de poder es un secreto bien guardado. Si haces algo inadecuado con ella, te arriesgas a recibir una visita desagradable de los labáricos… que ya son de por sí bastante desagradables hasta en el mejor de sus momentos. ¿Por qué crees que no he metido el tatuaje de Jonathan en las pantallas públicas, por qué crees que no lo he enviado al Archivo? Como has visto, no hago de ello un misterio, no me importó mostrarte la palabra. Pero de ahí a publicarla, a revelarla oficialmente… Digamos que me cuido.
Parecía una observación sensata. De manera que tenía que tratarse de alguien o bien muy inconsciente de los riesgos, cosa improbable dado el volumen de la operación, o bien lo suficientemente poderoso como para no temer las represalias de esa especie de secta mafiosa que eran los únicos. ¿Y quién podría sentirse a salvo de ellos en la Tierra? El planeta entero estaba infestado de un pulular de esbirros y de espías procedentes de Cosmos y del Reino de Labari. Agentes dobles y triples que se aprovechaban de las debilidades del Estado terrícola, demasiado desestructurado todavía después de la Unificación y lleno de agujeros en la seguridad como todos los sistemas democráticos.
– ¿De verdad no quieres saberlo? -dijo Natvel.
– ¿Qué?
– ¿No quieres saber quién eres?
– Sé perfectamente quién soy.
– Lo dudo.
Y Bruna, mortificada, tuvo que reconocer para su coleto que, en efecto, estaba lejos de tener las cosas claras. Pero jamás lo admitiría.
– Natvel, gracias por tu colaboración, nuevamente has sido muy amable y muy útil, pero prefiero que no me cuentes eso que dices que ves en mí.
– Tu dibujo esencial. Tu forma. Lo que eres.
– Pues eso. Me da igual. No quiero saberlo.
– Si te diera de verdad igual, no te importaría que te lo dijera. Hay una parte en ti que cree. Por eso te da miedo.
No fastidies, pensó Bruna irritada. No fastidies.
– Me tengo que ir. Muchas gracias de nuevo.
Sonrió, apenas una pequeña mueca dura, y salió de la tienda a toda prisa. A su espalda todavía escuchó las palabras de la esencialista:
– ¡Esa línea que te atraviesa el cuerpo! No sólo te parte: también es una cuerda que te ata…
La puerta del local, de bisagras antiguas, golpeó con demasiada fuerza el marco al cerrarse tras Bruna. Natvel era un buen tipo, pero a la detective le ponían de los nervios los visionarios.
Salió del Mercado de Salud y se dirigió al Majestic a paso de marcha, aunque las costillas lesionadas le pinchaban un poco. El aire era tan denso y frío que parecía tener cierta consistencia material, era un aire en el que su cuerpo se abría paso como un barco a través de un mar de hielo. Iba mirando al suelo, concentrada en su camino, cuando sus oídos captaron una frase chocante:
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