– Bienvenida, Bruna Husky. ¿En qué puedo ayudarte?
La rep pidió un desayuno gigantesco y lo devoró mientras seguía rumiando su malhumor. Luego tomó una ducha de vapor y saqueó el armario de Lizard para vestirse con ropa de abrigo, disfrutando vagamente con la sensación de que por fin algo le quedara enorme: estaba acostumbrada a tener que llevar siempre los pantalones demasiado cortos y las espinillas al aire. Había abierto la puerta y salía ya del piso cuando, en un súbito arranque, volvió a entrar.
– Pantalla, soy Ingrid -dijo, forzando la voz para que sonara más aguda.
Era un nombre que se había puesto de moda unas cuantas décadas atrás y había una ridícula cantidad de Ingrids pululando por ahí: tal vez Lizard tuviera autorizada a alguna. En fin, sólo era por comprobar la facilidad con que el hombre concedía sus privilegios domésticos.
– No eres Ingrid. Eres Bruna Husky. ¿En qué puedo ayudarte? -contestó la voz electrónica con impertérrita amabilidad.
Los ordenadores de última generación eran bichos peliagudos de engañar.
Salió a un Madrid escarchado que parecía estar envuelto en encaje blanco. Apenas circulaban coches y la mitad de las cintas rodantes no funcionaban, a pesar de las cuadrillas de operarios que intentaban descongelarlas con pistolas de vapor. El suelo estaba crujiente y resbaladizo incluso para ella, que tenía reforzados genéticamente el sentido del equilibrio y la coordinación motora. Aquí y allá, los humanos carentes de esas mejoras se pegaban unas culadas estrepitosas: ése también podía ser otro de sus motivos para odiar a los reps, se dijo la androide ácidamente. La abultada ropa térmica y las grandes capuchas tenían la ventaja de unificar a las personas, y aún más si llevaban, como ella, gafas oscuras para mitigar el resplandor. Era prácticamente imposible reconocer qué tipo de sintiente era cada cual, lo que suponía un alivio porque las pantallas públicas seguían hirviendo de odio pese al frío reinante y por todas partes se hablaba de una inminente crisis dentro del Gobierno Regional. El metro circulaba normalmente pero debía de estar atiborrado, y a Bruna no le apeteció confinarse en un pequeño espacio con una horda de humanos furibundos, de manera que decidió ir andando hasta el hotel Majestic. Los termómetros marcaban menos veintitrés grados. No era de extrañar que hubiera tan poca gente caminando y que los operarios de las cintas rodantes parecieran moverse con irreal lentitud de astronautas en gravedad cero, abultados y entorpecidos como iban por capas y más capas de baratos tejidos térmicos. Pero el cielo era una laca china de color azul intenso y contrastaba maravillosamente con el blanco todavía impoluto de la nieve recién caída. No había nada de viento y el frío era una presencia quieta y colosal. Bruna empezó a disfrutar del paseo.
¿Por qué no la habían matado los asesinos del memorista pirata? Habían tenido la posibilidad de hacerlo, desde luego. Y, si no la querían matar, ¿por qué la habían agredido? Hubieran podido irse sin dificultad y sin haber sido vistos, ¿para qué arriesgarse en atacarla? ¿Querían darle un susto? ¿Pretendían herirla con la suficiente gravedad como para quitarla de en medio? ¿O lo hicieron tal vez para robarle el arma? Esta posibilidad resultaba inquietante: tendría que atreverse a preguntar a Lizard si había encontrado su pistola de plasma.
Por otra parte, ¿quién sabía que ella iba a ver al memorista asesinado? Por supuesto, Pablo Nopal. Pero le parecía absurdo e innecesariamente alambicado montar todo ese escenario, arreglarle una cita con el memorista pirata, prestarle su propia casa, asesinar al tipo mientras ella estaba presente y después darle también a ella una paliza. No le parecía lógico que Nopal hubiera ideado ese guión complicadísimo, cuando seguramente podría haber llevado a cabo su plan en otras ocasiones y de manera mucho más sencilla… O quizá no. ¿Y si el pirata no se fiaba de él? ¿Y si Nopal le hizo venir a su casa usándola a ella como cebo? ¿Y si el ataque posterior que había sufrido ella no era más que una cortina de humo para emborronar el asesinato? Y, a fin de cuentas, ¿no era Nopal un especialista en escribir guiones complicados? Además de ser también un experto asesino, según Lizard.
Pero tampoco Paul estaba fuera de sospecha, ese Paul inquietante que aparecía y desaparecía siempre en los momentos más oportunos. Ese gigante impenetrable que ya le había salvado dos veces de unos enigmáticos atacantes. Dos veces en menos de una semana. Demasiada coincidencia, diría el memorista. Por no mencionar su rara amabilidad, las propuestas de colaboración, la amistad no pedida que parecía ofrecerle. ¿Y por qué la drogó la noche anterior? ¿Qué hizo durante las horas que ella estuvo durmiendo? Sin duda, revisar sus pertenencias: así debía de haber encontrado el móvil de Mirari. ¿Habría ido a registrar también su casa? ¿Y quizá incluso los cuartos del hotel? ¿Sabría el hurón Lizard de la existencia de Annie Heart, de su trabajo de astilla , de las habitaciones que había alquilado en el Majestic? La policía también estaba infiltrada, había dicho Myriam Chi. Y tenía que estarlo, desde luego. Ésta era una operación de gigantesco calado.
Cuatro años, tres meses y trece días. Pensar en la posible o incluso probable traición del inspector la ponía enferma. La volvía a dejar sola consigo misma, tan a solas con su tiempo limitado y su condena a muerte, tan a solas como los osos salvajes antes de que se extinguieran, como le había explicado Virginio Nissen en la última sesión. Se había acordado Bruna ahora del psicoguía porque estaba pasando cerca del Mercado de Salud en donde Nissen tenía la consulta. Movida por un impulso repentino, la rep cambió de dirección y se encaminó al mercado. Pocos metros antes de la puerta se cruzó con una humana joven que iba llorando y que la rozó al pasar con el viento caliente de su pena. Cada cual arrastrando su pequeño equipaje, como decía Yiannis.
En las galerías del mercado no había mucha gente y por lo menos un tercio de las tiendas estaban cerradas: probablemente los encargados no habían podido llegar a causa de la nieve. Sin embargo, la rep advirtió al menos dos novedades desde su última visita. La primera era que habían abierto un local de Memofree , la popular franquicia de borradores de memoria. Aunque la manipulación de la memoria era una tecnología con casi cien años de antigüedad, Memofree utilizaba la moderna y revolucionaria máquina que había inventado el turco Gay Ximen. El gran hallazgo de Ximen había consistido en abaratar los costes de tal modo que había puesto el procedimiento al alcance del gran público. «Borrado de memoria selectivo desde 300 gaias», pregonaban las letras luminosas del escaparate, aunque Bruna sabía que deshacerse de los recuerdos largos y complejos que afectaban a diversas zonas del cerebro podía llegar a costar 6.000 o 7.000 ges. «Rápido, permanente, seguro e indoloro: olvídate de los sufrimientos sin sufrir. Compatibilidad total con los tecnohumanos.» La Ximen33 llevaba ya una decena de años barriendo las cabezas de la gente y había personas adictas a la máquina que, patológicamente incapaces de soportar el menor malestar, acudían una vez al mes a extirparse pequeñas espinas de la memoria: una discusión desagradable, un amante pasajero que preferirían no haber tenido, una fiesta en la que no brillaron como esperaban. Pero también había individuos que, aunque arrastraran una piedra en el corazón, se negaban a utilizar la máquina. Como Yiannis. O como ella misma. Ella quería seguir recordando a Merlín, aunque doliera. La humana que salía llorando del mercado quizá fuera alguien que se había echado para atrás en el último instante y que había preferido continuar abrazada a su sufrimiento. Nuestra pena también es lo que somos, se dijo Bruna. «¡Funciona! 100% garantizado.»
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