– ¿Que crees que le ocurrió? -preguntó Susan.
– Es difícil decirlo, pero esta herida la causo un golpe -respondió Kellicut sin dejar de limpiar el arco superciliar-. Mirad la hinchazón que tiene a un lado. Y aquí el hueso esta fracturado, ¿lo veis? -Levantó un poquito la piel de la sobreceja-. Esto es el torus frontalis. Imaginaos, este hueso no lo han visto jamás en ninguna facultad de medicina del mundo. -Cubrió al joven con los trozos de ropa que había traído Susan, un montón de prendas patéticamente reducido que incluía un par de pantalones-. Tendremos que utilizarlos de manta. -Se volvió para mirar al paciente-. Yo no soy medico, pero juraría que esta herida no se la ha hecho en una caída. Y no es nada probable que se haya magullado la pierna de este modo en un accidente. No -dijo mientras ponía ropas debajo del cuerpo del joven, que empezaba a tiritar-. Parece que se la hayan hecho con una porra. Yo diría que intervino en una pelea.
– ¿Con quien?
– Con los mismos con los que tropezasteis vosotros.
– ¿Como lo sabes?
– ¿Quien pudo hacerlo sino ellos? -Kellicut hizo una breve pausa, como si estuviera sopesando las palabras-. Además, el se alejo para ir a su encuentro.
– ¿Que?
– Si, si. Se fue hace unas semanas. Su padre estaba destrozado, no podía aceptarlo. -Kellicut miro a Caralarga, que estaba sentado en un tocón, balanceándose despacio, con la mirada clavada en los ojos de su hijo-. De hecho, el que u hijo o una hija se una a los renegados es un estigma, pero P este caso, como Caralarga es muy respetado, no sufrió ningún desprestigio. Pero ha sufrido mucho.
– Es increíble-dijo Matt.
– ¿Por que es increíble? Tienen unos sentimientos mucho mas profundos de lo que puedas imaginarte.
– No me refería a eso. Me sorprende que huyese para unirse a un grupo como aquel, los… los renegados, como tu los llamas.
– Este chico herido es responsable, en parte, de que os encontraran.
– ¿Por que?
– Los tres que os encontraron eran un grupo que salieron en busca del muchacho.
Susan se quedó mirando a Kellicut.
– Me parece que hay muchas cosas que debes contarnos.
– Si. -Kellicut dejo escapar un suspiro-. Supongo que si.
Pero todo a su debido tiempo. Ahora hay cosas mas urgentes que hacer. Antes que nada debemos salvarle la vida a este j oven.
Caralarga se quedó mirando a Kellicut. Matt no era ningún experto en la interpretación de las emociones que manifestaban aquellos seres, tan extraños para el, pero esta vez no había ninguna duda de que Caralarga estaba suplicando algo. Con el cuerpo encorvado por la edad, se acercó a Kellicut, le levantó la mano y puso dos dedos sobre los parpados de su hijo. Después toco los ojos de Kellicut con sus propios dedos y los mantuvo así un momento con cara de suplica. Nos esta diciendo que su hijo esta muriéndose y le ruega a Kellicut que lo salve, pensó Matt.
Eagleton pulso el interfono.
– ¡Schwartzbaum! -gritó.
Acto seguido apretó el botón que rociaba la habitación de desinfectante. Si alguien puede contaminar este despacho, pensó maliciosamente, es ese bocazas pretencioso de Schwartzbaum. Que desgracia que estuviera, aunque fuera tangencialmente, relacionado con aquella operación.
Schwartzbaum había pasado por el departamento de paleontología de Harvard, donde había estudiado con los mejores especialistas. Al principio había sido el clásico hombre de ‹‹huesos y piedras››, hasta que, al igual que su especialidad, había evolucionado. Ahora su objeto de estudio estaba muy próximo a la genética evolucionista. Cada dos años escribía oscuros e ilegibles artículos sobre la fisonomía esquelética y el ADN mitocondrias hasta el punto de que su reputación se volvió un baluarte inexpugnable. Eagleton necesitaba desesperadamente la experiencia de aquel hombre para su proyecto y se vio obligado a nombrarlo director adjunto del instituto, con todas las condiciones extraordinarias que comportaba el cargo: un sueldo de 150.000 dólares, una plaza de aparcamiento y un pase de temporada para los partidos de los Redskins.
Ahora necesitaba a Schwartzbaum para que le ayudara a tomar una decisión o, mejor dicho, para hablar. Eagleton le utilizaba de vez en cuando de caja de resonancia. A veces lo que hablaban no guardaba relación alguna con lo que le interesaba de verdad a Eagleton. Para el era muy útil discutir sobre cuestiones paralelas con un colega, mientras su formidable intelecto navegaba en solitario por las aguas del río principal. Utilizaba a Schwartzbaum del mismo modo que un investigador utiliza el ruido blanco para aniquilar las desviaciones invasoras. Aquella era una de esas ocasiones.
Schwartzbaum entro con aire distraído, cogió una silla y se sentó demasiado cerca de Eagleton, que no dijo nada aunque se sintió molesto, por lo que movió su silla de ruedas hacia delante y hacia atrás como un atleta en la línea de salida; encendió un pitillo y, apuntando como si lanzara un proyectil, echó una bocanada de humo a los mechones de pelo cano que, al estilo de los científicos locos, cubrían las orejas de Schwartzbaum. Dio resultado. Como un hombre atrapado en una nube de gas mostaza, Schwartzbaum retiro la silla medio metro.
– Y bien -dijo Eagleton-. ¿Ha terminado el informe?
– ¿El informe?
– De la sesión en la que intervinieron la doctora Arnot y el doctor Mattison.
En la voz de Eagleton era palpable la irritación, que no hacia ningún esfuerzo por contener.
– Ah, ya. No, todavía no lo he terminado. He estado ocupado en un articulo sobre la obertura nasal del cráneo del hombre de Neandertal. He llegado a la conclusión de que…
– El informe tenia que estar ayer por la mañana encima de mi escritorio. Es preciso saber que piensa usted de las diferentes interpretaciones.
– Bueno, ya sabe lo que dicen: encierre a dos paleontólogos en una sala y obtendrá tres opiniones distintas. Es un colectivo que ni tan solo se pone de acuerdo sobre como hay que escribir el objeto de sus investigaciones. Algunos lo escriben como los alemanes, sin la hache muda: N-E-A-N-D-E-R-T-A-L; otros en cambio…
– Esperaba que en la reunión se hubieran tratado temas de mayor importancia que las variantes ortográficas.
– Ah. Perdone. ¿Sobre que…?
– Para empezar, sobre la teoría de la doctora Arnot acerca del canibalismo.
– Hum… El canibalismo. -Schwartzbaum tiro de los pelos de la perilla con la punta de los dedos. Este gesto le recordó a Eagleton una arana boca arriba, agitando las patas en el aire-. Me temo que no se trata de ninguna novedad. Es la parte mas oscura de la investigación sobre el hombre de Neandertal, una sombra que se extiende desde los trabajos de los primeros arqueólogos en busca de fósiles.
– Explíquese.
Schwartzbaum se recostó, inspiro hondo y fijo la mirada en la pared.
– Si no me equivoco, la primera referencia data de los años sesenta del siglo pasado; aparece en un trabajo de Edouard Dupont, un geólogo belga. Estaba buscando algo en una cueva en… creo que era en Le Trou de la Naulette… cuando descubrió un fragmento bastante grande de una mandíbula inferior. Era sin lugar a dudas humana, pero también muy parecida a la de los monos, porque se inclinaba hacia atrás, de los dientes a la barbilla.
Schwartzbaum se percato de que estaba pasándose la mano por la mandíbula. Turbado, la aparto inmediatamente.
– No olvide que El origen de las especies se había publicado hacia escasos años. La teoría de la evolución luchaba por hallar una prueba que le diera credibilidad y aquel trocito de mandíbula era la primera muestra anatómica sólida que apoyaba las teorías darwinianas. En cualquier caso, ocurrió algo extraño. Se habían desatado los rumores sobre el canibalismo y Dupont se encargo de manifestar que aquel hueso no era en modo alguno ningún resto de un banquete. Pero cuando sus palabras se tradujeron al ingles, fueron tergiversadas hasta el punto de que la gente creyó que había afirmado que si se trataba de los restos de un banquete y que los neandertales eran caníbales. Naturalmente lo creyeron porque deseaban creerlo, y así fue como les colgaron aquel sambenito, que era una acusación infundada.
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