John Darnton - Ánima
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John Darnton
Ánima
Traducción de Gerardo Di Masso
Titulo de la edición original: Mind Catcher
A la memoria de mi padre, Byron Darnton, quien murió en Nueva Guinea durante la Segun da Guerra Mundial.
Y a la memoria de mi madre, Eleanor Choate Darnton, quien dijo que supo de su muerte en el instante en que se produjo.
Agradecimientos
Son muchas las personas que me ayudaron en la preparación de este libro. Entre aquellas a las que quiero agradecer personalmente su colaboración se encuentran las siguientes:
Jason Carmel, Howard Hugues Medical Student Fellow en el W. M. Keck Center, Universidad de Rutgers, por su valiosa investigación en la cirugía de la epilepsia, el trasplante de células madre y un sistema informático eminentemente teórico para el mantenimiento de la vida cerebral.
Mi sobrino, el doctor Daniel Lieberman, neurocirujano en el Neurological Surgeons de Phoenix, Arizona, y profesor asociado en investigación en la Universidad Es tatal de Arizona, por permitirme estar presente cuando practicaba la cirugía cerebral y por haber aplicado un escalpelo editorial en mi manuscrito.
Matt Stallcup, de la Universidad del Sur de California, por su excelente resumen de la obra de Stuart Kauffman, y al señor Kauffman, un pensador visionario, por haberme autorizado a utilizar su concepto del «adyacente posible».
El doctor Nick Barbaro y el personal del Departamento de Neurocirugía en la Universidad de California, San Francisco, por su hospitalidad, que he retribuido pobremente a través de una referencia a un cirujano anónimo, egocéntrico, completamente ficticio, de ese lugar.
La Fundación para las Comunicaciones Americanas, por invitarme a una conferencia sobre avances biotecnológicos, donde pude reunir un valioso material procedente de los trabajos del doctor David Cooper, del Centro de Investigación de Biología de Trasplantes en el Massachusetts General Hospital East, y a John D. Gearhart, del Departamento de Obstetricia y Ginecología, de la Uni versidad Johns Hopkins.
El doctor Donald Reis, quien hasta su muerte fue director del laboratorio de neurobiología de la Facultad de Medicina de Weill Cornell, en el New York Hospital, por una explicación en la que hizo la observación de que la ruta más rápida para llegar al cerebro es el nervio óptico. El doctor Alexander Berenstein, del Beth Israel, por compartir su entusiasmo e información acerca de cualquier tema, desde las células madre hasta la neurocirugía, y su socio, el doctor Fred Epstein, quien practicó una intervención perfecta en mi columna vertebral hace varios años y que hoy está demostrando coraje y capacidad de adaptación durante el proceso de rehabilitación después de haber sufrido un grave accidente.
Arthur Ochs Sulzberger, hijo, por compartir, afortunadamente en tierra, su experiencia y pericia en la escalada.
Neil Nyren, de Penguin Putnam, por sus incomparables habilidades en la edición y Kathy Robbins, mi agente, por su apoyo y sus valiosos consejos.
Mis hijas, Kyra Darnton Grann, por sus valiosas sugerencias, y Liza Darnton, por sus correcciones escrupulosas, sustantivas y detalladas, y a Jamie, mi modélico hijo.
Y, sobre todo, a mi esposa, Nina, por sus interminables horas de trabajo y, no casualmente, su inspiración, amor, inteligencia, sabiduría y compañerismo en la aventura.
Prólogo
Tyler tiró de la manta hasta que ésta le rozó la barbilla, como si fuese un babero, y trató de arrellanarse más profundamente en el colchón. Se volvió de lado, después se colocó boca abajo, y luego sobre el costado otra vez. Nada lo ayudaba; aún se sentía tenso. Tenía los nervios crispados. Y también tenía calor. Hizo un movimiento brusco con las piernas para liberarlas de las sábanas. La manta era demasiado pesada, se volvió de espaldas y la empujó hasta debajo de las rodillas; permaneció allí, sudando, exasperado y, como siempre, paralizado por el miedo.
Para él, con sólo seis años, el sueño era un monstruo. Lo esperaba pacientemente todas las noches y le tendía una emboscada. Siempre lo pillaba desprevenido, con la guardia baja, aunque ya hacía mucho tiempo que había aprendido a esperarlo; la espera traía su propia clase de aterradora anticipación, lo cual empeoraba aún más la situación. El monstruo y él se trababan en una dura lucha, de la que el primero siempre salía victorioso, arrastrándolo hacia un mar de miedo y oscuridad. Instantes después Tyler se despertaba, irrumpiendo en la superficie y buscando desesperadamente un poco de aire, como si una mano gigante lo hubiese mantenido debajo del agua. Un agua fría, una mano cruel.
Sus padres lo llamaban «terrores nocturnos» -los había oído hablando de ello en una ocasión, en la sala de estar-, y le habían asegurado que ya se le pasaría. Ambos se quedaban en su cuarto haciéndole compañía, le leían cuentos hasta que sus voces se volvían roncas y lejanas, y encendían una luz de noche que se suponía que mitigaría sus temores, pero cuyo brillo espectral arrojaba sombras inquietantes y convertía en engendros los caballos del papel pintado. Nada lo ayudaba. El monstruo lo esperaba todas las noches, en la oscuridad que reinaba debajo de su cama.
Y esta noche era peor. Su madre se había marchado en viaje de negocios. Él ignoraba adónde había ido, sólo sabía que debía coger un avión. El hecho de que ella estuviese lejos de casa le producía una sensación horrible; el universo estaba en completo desorden. Creaba un vacío tan grande que él lo sentía como si le doliese algo, como un bulto doloroso. Aferró su koala, que ella le había traído de regalo en su último viaje, frotó la mejilla contra la piel suave, ya gastada en varias zonas, y aspiró la cálida fragancia a almizcle.
Al menos su padre estaba allí. Eso lo ayudaba un poco, era un pensamiento reconfortante. Antes, como todas las noches, él lo había acostado y arropado, y luego se había sentado en el borde de la cama para contarle una historia de Jingo. Las historias siempre comenzaban del mismo modo. Jingo, un niño «muy parecido a ti», estaba aburrido. Entonces buscaba debajo de su cama y allí encontraba su piedra mágica. Y la frotaba:
Y entonces sucedió algo muy extraño. Al principio sintió calor y luego frío. Y después el calor disminuyó y el frío también. Y, finalmente, se sintió bien. Luego abrió los ojos y se encontró delante de una enorme mansión blanca. Subió la escalera que llevaba a la entrada principal, abrió la puerta y frente a él había un largo corredor que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Era «la casa de las mil habitaciones». Entonces Jingo comenzó a caminar por el largo corredor y abrió una de las puertas…
Todas las noches, una nueva habitación, una nueva aventura. Leones, tigres, casas en los árboles, circos, coches que chocaban, huracanes y tormentas de arena. A veces, Jingo se encogía hasta alcanzar el tamaño de una hormiga y, otras veces, se volvía alto como una casa y, en ocasiones, era un caballero o un indio, y otras veces era un astronauta o un hombre de las cavernas. Pero las historias siempre acababan de la misma manera: justo cuando la situación se volvía imposible, cuando el peligro se tornaba demasiado amenazador o el nerviosismo era insoportable, Jingo descubría una pequeña puerta blanca. La abría y entonces, por arte de magia, allí estaba, nuevamente en su cama.
A Tyler le encantaba ese ritual. Le gustaba tanto que no le decía a su padre que él se inventaba sus propias historias y que algunas de ellas le asustaban.
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