John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Todo eso significaba que Cleaver disfrutaba de cierta libertad necesaria en su trabajo. Eso formaba parte de una larga y venerable tradición en neuroanatomía: el trabajo de Paul Broca con epilépticos en el hospital Bicétre de París en la década de 1860, los experimentos de Carl Wernicke sobre el centro receptor del lenguaje en el cerebro en la Alemania de la década de 1870, Wilder Penfield realizando intervenciones quirúrgicas en el cerebro con anestesia local para trazar su mapa de las sensaciones corporales en los años cuarenta y cincuenta. Ninguno de ellos había sufrido coerciones en su trabajo.

Y, después de todo, no se podía obtener nada del estudio de personas normales. Los avances científicos se conseguían a través de los heridos y los chiflados, aunque pudiera parecer cruel. Los grandes avances eran el producto de grandes hombres que no se amedrentaban en el momento de operar: cortaban la carne y serraban el cráneo; separaban los cerebros de los monos e insertaban electrodos en los cerebros de los gatos. Pensaba en Friedrich Goltz, el joven profesor de fisiología que insistió en la localización de la función cerebral en el Séptimo Congreso Internacional de Medicina celebrado en Londres en 1881; en cómo había abierto su maletín para extraer la cabeza ensangrentada de un perro que había sufrido cuatro operaciones en el cerebro. Goltz había sido un verdadero científico.

Algún día, tal vez, el nombre de Cleaver se uniría al de todos ellos. Él se encargaría de terminar lo que ellos habían empezado. Porque él estaba tratando nada menos que de delinear y medir el más esquivo de los conceptos teóricos: la propia mente. Se puede llamar como se quiera: conciencia humana, psique, razón, lo que los antiguos llamaban «el asiento del alma», o lo que los teólogos llamaban alma. Constituía el primer y último gran misterio. Porque, ¿cómo podía la mente humana examinarse a sí misma? Eso sería como un ojo que tratara de verse sin la ayuda de un espejo.

Pero nosotros sabemos que existe. Lo sabemos de una manera intuitiva porque lo experimentamos desde nuestro interior. Sócrates, que ni siquiera sabía que el cerebro era el centro del funcionamiento mental, que creía que el corazón era el órgano encargado de la facultad de pensar, sabía sin embargo que había algo que nos gobernaba que no podía explicarse sólo en términos físicos.

Cleaver lo llamaba ánima, la quintaesencia de la conciencia, esa parte de nosotros que nos hace ser conscientes de nosotros mismos y nos separa de todo lo demás. Era una palabra que procedía del latín, el femenino de animus, la mente o el espíritu; un vocablo con un extenso y honorable linaje, incluyendo a Carl Jung, quien la describió como el verdadero yo interno. Pero Jung simplemente había teorizado con respecto a su existencia. Cleaver estaba dispuesto a demostrarla. Y lo haría esa misma noche preparando una trampa. Si el ánima existe en vida, entonces debe liberarse en la muerte. Y si es liberada en la muerte y, como reza el folclore, viaja a través del espacio para establecer contacto con un ser amado en el preciso momento del fallecimiento, ¿por qué no tratar de registrarlo a través de neuroimágenes? Y registrarlo no sólo en la persona que muere -uno esperaría ver dislocaciones en la actividad cerebral en ese caso-, sino en la persona viva, en el receptor. ¿Por qué no ver si la persona viva registra una extraordinaria actividad cerebral en el momento exacto en que la otra persona muere?

Cleaver abandonó su fantasía y regresó por el corredor. Pasó junto al pabellón y echó un vistazo a través del grueso cristal de la pequeña ventana de la puerta. Vio a una docena de pacientes: algunos yacían inmóviles en sus camas, otros vagaban por la habitación, y alcanzó a oír el apagado susurro de los monólogos y el altisonante y agudo discurso. Continuó su camino pasando junto a la sala de enfermeras y el corredor que se bifurcaba hasta llegar a la habitación que buscaba.

Al igual que la habitación del anciano, ésta también daba al río. Lo había dispuesto deliberadamente cuando organizó el experimento: por qué no ofrecerles al menos una vista agradable, había pensado entonces, algo etéreo, algo trascendente. Entró sin llamar y miró fijamente a la mujer mayor. Ella no estaba interesada en el paisaje que se extendía fuera de la ventana. Estaba sentada en la cama, apoyada en las almohadas, el casco colocado en su lugar desde arriba, de modo que, bajo la tenue luz de la habitación, por un momento dio la impresión de ser hidrocefálica. Tenía los ojos cerrados como si estuviese dormitando. Felicity, su otra ayudante, estaba ocupada con las máquinas, comprobando los cuadrantes y tomando lecturas.

– ¿Cómo va todo? -preguntó Cleaver.

Felicity se sobresaltó ante el sonido de su voz. No lo había oído entrar.

– Bien -dijo ella, ocupada con los aparatos.

Tenía una tablilla con sujetapapeles, aunque no era necesaria; los datos que emitían las máquinas quedaban registrados automáticamente.

– ¿Y el RMT? -preguntó, mirando el casco que se ajustaba alrededor del cráneo de la mujer.

El acrónimo significaba «receptor magnético transcranéál», un aparato que registraba los impulsos eléctricos de la actividad cerebral. Era casi tan eficaz como recogerlos en forma de tomografía de emisión de positrones, y presentaba la ventaja de ser un instrumento portátil. La información era enviada a un ordenador y mediante la manipulación de un botón podía llevar el corte transversal de cualquier parte del cerebro a una pantalla de sesenta centímetros de ancho.

– Parece que está bien. Por el momento está tranquila. -Por supuesto que está tranquila -dijo una voz áspera, agresiva, procedente de la cama-. Usted me dijo que descansara.

A Cleaver le divertía el ánimo de la anciana. Ella siempre había parecido más fuerte que su esposo. Se acercó a la cama y apoyó una mano sobre su hombro, del mismo modo que le había visto hacer a un profesor en la Fa cultad de Medicina de la Universidad de Nueva York durante sus rondas con los estudiantes. Como respuesta, la mujer se irguió en la cama, de modo que una de las almohadas cayó en el estrecho espacio que había detrás de su espalda. Alzó la vista y miró a Cleaver.

– Elmore-dijo, ahora con voz quejumbrosa y el rostro surcado de profundas arrugas de preocupación-. ¿Cómo está él?

Cleaver reflexionó sobre la respuesta. No tenía sentido darle demasiada información. No quería ponerla sobre aviso, podía echarlo todo a perder, aunque eso era bastante improbable. Además, tampoco tenía sentido mentirle.

– Está cerca del final. No siente ningún dolor y yace tranquilo en su cama. Pero no creo que le quede mucho. La mujer se mordió el labio y volvió la cabeza, fijando la vista en el río. Cleaver se acercó a la máquina e hizo girar un botón. La pantalla se llenó con una imagen exterior de su cerebro, elevándose como un puño deforme en el extremo de la muñeca: los pliegues de la corteza cerebral, la pequeña y ceñida protuberancia del cerebelo, el tronco cerebral. Manipuló otros dos botones y en la pantalla aparecieron secciones transversales, finos cortes a lo largo de los planos sagital, coronal y axial.

A partir de esos datos pudo leer inmediatamente cuál era su estado. Las emociones de la mujer estaban provocando pequeños estallidos de actividad que quedaban registrados en brillantes colores debido a la sustancia colorante que había ingerido. A él siempre le recordaba una tormenta, rayos y relámpagos iluminando un manto de nubes sobre el océano.

Era una buena señal. Era exactamente lo que quería ver. En cualquier momento, sin duda dentro de una o dos horas, llegaría el momento.

Pero, tal como se fueron sucediendo los acontecimientos, Cleaver tuvo que esperar mucho más. Habría tenido tiempo suficiente para acudir a su despacho, quitarse los zapatos y echar una cabezada en el sofá de cuero, si no hubiese estado demasiado nervioso para dormir. Incluso tiempo suficiente para haber caminado hasta el puente de Queensboro y haber cogido el tren elevado a Manhattan para una cena solitaria, si la perspectiva de estar tan lejos del hospital no lo hubiese llenado de ansiedad. Cleaver intentó leer algo pero no podía concentrarse. Estuvo mirando la televisión durante un rato y luego salió a dar un paseo nocturno.

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