Estaba caminando por la zona de la isla que correspondía a Queens cuando recibió la llamada. Había estado recorriendo el descuidado paseo y aspirando el olor que llegaba del río. Una brisa impregnada de sal pasó junto al cartel rojo de Pepsi-Cola y pudo oír cómo silbaba levemente al cruzar por debajo del puente hacia el norte. Entonces, su busca comenzó a zumbar con una estridencia que lo sobresaltó. Echó a correr de regreso al edificio, y en el primer escalón resbaló y se golpeó la espinilla izquierda, lo que le hizo proferir un insulto.
Llegó a la tercera planta sin aliento.
– ¿Y bien? -le dijo a Félix en tono acusatorio, como si hubiese sido su ayudante quien hubiera estado dando un paseo por la oscuridad.
– Sus signos vitales se debilitan rápidamente. Se acerca el final.
…– Muy bien. Voy a la otra habitación. Ya sabes lo que debes hacer. Recuerda, vigila la actividad cerebral y envía una señal en el momento exacto de la muerte tan precisamente como puedas determinarlo, ni un instante antes ni un instante después.
Félix asintió.
Cleaver corrió por el pasillo, la bata agitándose detrás de él. Cuando llegó a la habitación no dio crédito a lo que veía: la anciana estaba durmiendo.
– Despiértala -ordenó, con mayor severidad de la que pretendía.
Felicity se levantó de un salto de la silla y corrió hacia la cama, pero la mujer ya había abierto un ojo pequeño y brillante.
– No hay necesidad de gritar -dijo-. Estoy despierta. Cleaver estuvo tentado de disculparse, pero se mantuvo en silencio, porque ya había percibido algo. El otro ojo de la anciana se había abierto y ahora ambos ojos aumentaban súbitamente de tamaño y ella miraba hacia un rincón lejano como si estuviese viendo algo terrible. Le temblaba el labio inferior.
Miró detrás de la cama. La pequeña luz que estaba situada detrás de la mujer y fuera de su vista estaba encendida. Félix había enviado la señal. Cleaver volvió ligeramente la cabeza y vio que la pantalla estaba registrando todos los impulsos eléctricos que ella estaba produciendo. Estallidos de color por todas partes rebotaban como fuegos artificiales, pero él ya podía notar que se estaban concentrando debajo de la corteza cerebral, cerca del hipotálamo. La señal enviada por Félix también estaba registrada en la pantalla como una línea ondulada; ahora se produciría un registro cronológico de las actividades de ambos cerebros, perfectamente sincronizadas. Las videocámaras instaladas en las dos habitaciones también estaban funcionando.
Los temblores aumentaron en los labios de la mujer y formaron un agujero negro y tenso. Comenzó a hablar con un sonido de asombro bajo, casi gutural.
– Elmore -dijo-. Elmore.
Repitió el nombre una y otra vez. Ahora miraba hacia el rincón de la habitación, inclinándose hacia allí como si la empujase una poderosa fuerza magnética.
– Puedo verte, puedo verte -dijo ella-. ¿Qué sucede? ¿Qué sucede, querido?
Se había olvidado de ellos, estaba completamente absorta en la visión, perdida en otro mundo.
Cleaver sintió que se le aceleraba el pulso. Todo funcionaba a las mil maravillas. Estaba registrando todo el proceso, unos datos que serían clasificados y analizados hasta que tuvieran sentido.
La anciana continuó con la vista fija en el rincón de la habitación durante varios minutos, pero dejó de hablar, sólo asentía. Luego se hundió nuevamente en la almohada, los ojos aún abiertos pero ya no fijos en la aparición. Era difícil leer la expresión de su rostro: perturbada pero, al mismo tiempo, casi extasiada. Cualquiera que fuese el secreto que le había sido revelado, lo guardaba para sí. Cleaver podía ver en la pantalla que Elmore estaba clínicamente muerto.
Todo había terminado.
Se recompuso, inspiró hondo y miró de modo portentoso a Felicity, que parecía atontada. Tosió ligeramente como para obligarse a volver a la realidad.
– Bien -dijo Cleaver-, acabas de ser testigo de algo realmente extraordinario. ¿Tienes idea de lo que has visto? Felicity lo miró y negó con lentitud con la cabeza. -Contacto psíquico en el momento exacto de la muerte, totalmente registrado por primera vez. ¿Qué dices a eso?
– ¡Dios mío! -dijo Felicity con la boca abierta. Cleaver desvió la mirada. «Dios mío», repitió para sí. Acto seguido, apartó el pensamiento de su mente. «Había sido un gran experimento», pensó. Y como todos los grandes experimentos, engañosamente simple. Era como una nuez dentro de la cáscara. Durante siglos, probablemente milenios, la gente había hablado de los fenómenos de visitas de la muerte: todas esas historias de viejas que hablan de la visión de un ser querido en el momento de morir, sobre gente separada por enormes distancias que se reúnen en el instante final, sobre experiencias de muerte en las que la gente sale de sus propios cuerpos y se dirigen hacia una luz cegadora. Tenía que haber algo en esas historias. Pero sólo Cleaver había pensado en intentar medir el fenómeno, la neurobiología del alma, y en crear un medio para lograrlo.
Hasta donde Cleaver era capaz de recordar, su vida intelectual había estado impulsada por dos conceptos. Uno era la idea de que la mente era capaz de existir fuera del cuerpo, de que los pensamientos, los temores, los sueños,
Las pesadillas y las emociones tenían una existencia independiente. El otro era la idea de que las máquinas y el hombre podían fundirse, a través de esa mente desposeída de cuerpo, para crear el nuevo hombre del futuro. Porque si la mente podía ser medida de alguna manera, si existía como algo que viajaba de un punto a otro, entonces se la podía capturar. Y si era posible capturarla, podía ser unida al potencial infinito que proporcionaban las máquinas, una especie de chispa divina de inteligencia dirigida que haría que la Creación pareciera un juego de niños.
Cleaver miró a Felicity y suspiró. Era una lástima que no tuviese una ayudante de laboratorio que supiera valorar aquel momento.
Kate Willet había resistido el impulso de colocar el adhesivo con su nombre sobre el bolsillo superior de su recién estrenado traje de chaqueta de rayas finas. La verdad era que nunca se le habían dado bien las visitas guiadas, nunca le habían gustado las multitudes.
De hecho, no pertenecía a esa multitud. Miró a su alrededor mientras subían en fila al autobús, en su mayoría mujeres con el pelo rizado que eran demasiado mayores para llevar esas faldas tan cortas, y hombres cuyo exagerado acicalamiento (uno de ellos llevaba una perilla negra sin un pelo fuera de lugar) sugería una vanidosa satisfacción. Todos ellos eran miembros activos de la American Psichological Association.
Un hombre joven y delgado de su edad, treinta y pocos años, se sentó junto a ella. Le sonrió fugazmente, sólo una media sonrisa para mostrarse amable. Era su educación provinciana.
– Menudo viaje, ¿eh? -dijo el hombre, señalando hacia la ventanilla con la barbilla.,
Ella se tomó el comentario como una referencia a la visita previa a South Bronx. El día era caluroso y las bocas de incendios estaban abiertas; pequeños cuerpos negros corrían, gritando, delante de los chorros de agua.
Kate asintió evasivamente. Sólo llevaba tres semanas viviendo en la ciudad y le estaba costando adaptarse. Hasta el momento, lo que más le gustaba era la vida en las calles. Además, los niños hacían que añorase la normalidad de su pequeña ciudad natal: cuando uno los miraba, ellos devolvían la mirada.
Una mano grande se extendió por encima de su regazo, abierta y ansiosa.
– Butterworth -dijo el hombre-. Fred Butterworth. Ella tuvo que volverse hacia él para estrecharla. -Kate Willet.
Hubo una breve pausa.
– Bien, Kate. ¿Dónde tienes tu consulta?
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