Hizo una ultima tentativa, rodeando el escritorio en su silla de ruedas y sujetando a Matt por el brazo.
– ¿De verdad quiere hacerme creer que han estado vagando con una temperatura bajo cero en medio de una cellisca durante semanas seguidas y han conseguido sobrevivir sin ninguna ayuda?
– Tuvimos suerte. Encontramos una cueva donde esperamos a que amainara la tormenta. Después encontramos un valle mas templado, pero fue muy duro.
– ¿Y no han visto ninguna huella de los neandertales?
– Yo no he dicho eso.
Eagleton se enderezo en su silla.
– Le hemos traído esto -dijo Matt metiendo la mano en su bolsillo y sacando una pequeña esquirla de mandíbula. Un borde era liso, en el punto donde había roto la pieza presentaba un agujero para ensartarla en un collar-. Tal vez quiera datarlo.
En el avión Matt pidió champaña inmediatamente. La azafata, a quien Susan parecía caerle bien, les dio una botella adicional a cada uno, de modo que cuando llegaron a los nueve mil metros de altura ya estaban un poco achispados.
– Por cierto -dijo Susan-. No pensaba decirlo, pero me estas incitando a que te diga que yo tenia razón, ¿sabes?
– ¿Sobre que? -preguntó Matt, aunque ya lo sabia.
– Fue la guerra y no el sexo lo que acabo con ellos.
– ¿Con quien?
– No te hagas el tonto.
– Ah, esos. Ya me había olvidado de ellos.
– No me extrañaría.
– De acuerdo. Supongamos solo por un instante que quizá fuera concebible que no estuvieras completamente equivocada. ¿Pero de que te serviría? ¿A quien se lo contaras?
Susan frunció el entrecejo.
– Es un problema, lo se. También he estado pensando en eso. De todos los habitantes del mundo solo hay uno que sabe que tengo razón y eres tu. No puedo soportar esa idea.
– Yo tampoco puedo contarlo. Estas atrapada. O te quedas conmigo y me lo recuerdas constantemente o recurres a las conferencias a larga distancia cada vez que estés deprimida.
– Eso supondría muchas llamadas.
– A eso iba -asintió Matt mientras bebía otro trago-. Ahora en serio. ¿Que vas a hacer?
– No estoy segura. Se me había ocurrido ir a África oriental, a la garganta de Olduvai.
– ¡No hablaras en serio! Allí es precisamente a donde iba yo. Quizás al lago Turkana, en el norte de Kenia. Estoy entusiasmado por los recientes hallazgos de la zona. El bipedismo que presentan sitúa a nuestros ancestros humanos en un pasado aun mas remoto. ¿Pero tu por que quieres ir?
¿Que huesos buscarías?
– En realidad pensaba en algo mas en la línea de la biología molecular.
A Matt le cambio la expresión.
– Susan, no. El ADN no. No iras a convertirte en una de esas personas que van por ahí reuniendo placentas para demostrar que todos procedemos de un antepasado común llamado Eva.
– Es el camino del futuro, Matt. Esto es verdadera ciencia cuantificable y verificable y no todas esas conjeturas sobre la antigüedad de un hueso, el geoestrato en el que fue hallado y todo lo demás.
– Estas chiflada. No puedes creer que tu, yo y el resto del mundo procedamos de una bosquimano que vivió en África hace solo doscientos mil años.
– Puede haber algún desfase en los cálculos. Quizá fuera un poco antes.
– Susan. -Matt levantó la voz-. La datación genética pone en entredicho toda mi teoría de que abandonamos África hace mas de un millón de años. Vas a atacar todo lo que yo defiendo.
– Tómatelo con calma, Matt. Yo no he dicho eso. Tal vez no lo ataque directamente. Solo creo que cometes un pequeño error de digamos unos seiscientos mil años.
– ¡Seiscientos mil años! Eso lo dinamita todo.
– Matt, baja la voz. La gente empieza a mirarnos.
– ¿Serias capaz?
– Bueno, tal vez te conceda una oportunidad de disuadirme.
– ¿Cuando he conseguido disuadirte de algo? -dijo Matt suspirando mientras la rodeaba con sus brazos.
– Siempre hay una primera vez -respondió ella arrimándose a el y bebiendo otro sorbo.
En el exterior, a través de la ventanilla de plástico, vieron como el techo del mundo retrocedía, irregulares penachos blancos y negros que parecían morados a la luz del sol y se suavizaban con la distancia.
***