– No te preocupes -dijo Matt-. Solo era una pequeña exploración. Probablemente ya no haya peligro, podemos salir.
Desde la loma observaron a las criaturas esforzarse como liliputienses para izar la gigantesca estructura hasta la caverna. Algunos empujaban y otros tiraban, pero no fueron capaces de arrastrarla hasta que adivinaron la finalidad de las cuerdas. Matt los apremiaba silenciosamente, resistiéndose al impulso de gritarles instrucciones sobre como utilizar algo tan elemental como la rueda. Por fin pareció ocurrírseles el concepto y la construcción avanzo sobre sus rodillos, lenta y penosamente, como un esquife navegando con una brisa caprichosa. La espera se hizo eterna, pero finalmente llegaron a la boca de la caverna y se entretuvieron allí un rato mientras, mas lejos, unas oscuras siluetas despejaban el camino de piedras. Al fin, el ídolo se puso en marcha y fue engullido por el oscuro agujero.
– ¡Vamos! -gritó Matt, y estaba en pie y corriendo antes de que Sergei saliera del escondite.
Bajaron corriendo de la loma, cruzaron el claro y subieron por la ladera hasta llegar junto a la caverna. Matt aguzo el oído: oyó una cacofonía de ruidos, piedras golpeando, troncos rodando, gruñidos, pisadas, roces y crujidos, pero ninguno sonaba demasiado cerca y se deslizo al interior.
Sergei le pisaba los talones. Esperaron unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, aplastándose contra la pared de la cueva para evitar que su silueta se recortara sobre el telón de fondo de la luz solar. Mas adelante, justo donde el túnel formaba una curva, vieron al ídolo bamboleándose como un buque insignia y virando para mostrar su costado, con los detalles distorsionados por la luz de las antorchas y proyectando sombras pavorosas sobre la piedra. El redoble de tambores empezó como por ensalmo, lento, firme y ominoso.
Matt tuvo que refrenarse conscientemente. Cuando calculo que había pasado el tiempo suficiente, se escabullo por el túnel con Sergei pisándole los talones hasta que llego a la curva, y allí se detuvo para espiar al otro lado de la lisa superficie de roca. La escena que vio ante el era de pesadilla.
El ídolo ocupaba el centro de la caverna; parecía todavía mayor en el interior y el doble de horrendo, rodeado por los dientes mellados de las estalactitas y los puñales invertidos de las estalagmitas. Alrededor del cuero cabelludo del oso revoloteaban los murciélagos. El ídolo estaba rodeado de guerreros por los cuatro costados y, como advirtió Matt al punto, todos iban provistos de porras y lanzas. En un lado los percusionistas aporreaban sus instrumentos, cuencos de madera oscura recubiertos de piel tensada. Otros llevaban antorchas encendidas. Y presidiéndolo todo, vestido con sus galas habituales, sentado en un banco tallado que actuaba de trono, estaba Quiuac.
Quiuac se puso en pie y los percusionistas se detuvieron.
Alzo la vista y miro al ídolo, al parecer vacilante, como si tratara de leerlo una y otra vez para descifrar su secreto. Todos contemplaban la espantosa imagen. Quiuac hizo un gesto y otras criaturas trajeron brazadas de leña, que amontonaron alrededor de la estructura. Cuando estos terminaron los músicos reiniciaron el redoble, pero Quiuac les obligo a callar. Volvió a levantarse y miro fijamente la estatua, intentando desvelar su misterio, llegar a todos los rincones de sus entrañas con su poderosa visión interna. Algo en alguna parte iba mal. Mortalmente mal. En aquel momento, del interior del ídolo, surgió un gritó, al principio vacilante, pero pronto insistente, un gemido agudo, un sonido de duelo.
Era el gritó de alarma de los homínidos. Las criaturas retrocedieron aterrorizadas, tropezando unas con otras en medio de la sorpresa. Pero Quiuac se precipito hacia la estructura como si hubiera esperado algo semejante. Cogió una antorcha y con movimientos frenéticos prendió la leña, moviéndose apresuradamente alrededor de toda la base hasta que las llamas se elevaron por todas partes.
Arrojo la antorcha al suelo y dio un paso atrás mientras el fuego consumía al ídolo. Quemo los pilares hasta que llego a la barriga, chamuscando la madera y después quemándola. Los músicos volvieron a tocar el tambor y el humo se elevo hasta ocultar el techó abovedado, perturbando a los murciélagos hasta que el techó se convirtió en una masa hirviente y parloteante de cabezas y alas. Entonces ocurrió algo inesperado, absolutamente inesperado.
De algún lugar del interior de la deidad broto un rugido y un batir constante, y la música de Bruce Springsteen estallo repentinamente en la cueva, resonando de punta a punta con una intensidad de locura: ‹‹Born in the USA… ›¿.
Y justo en ese momento las llamas treparon por el cuello y llegaron a la cabeza; la bestia pareció echarse hacia atrás con los ojos y la boca abiertos de par en par y escupió bolas de fuego, llamas de colores que salieron volando a mas de seis metros. Chamuscaron las paredes de la cueva, se estrellaron contra el suelo y convirtieron la caverna antes fresca en un infierno de humo, llamas y cenizas, mientras los murciélagos volaban por encima de todo el mundo y la música resonaba como un latido por los túneles.
Las criaturas cedieron al pánico. Impulsados por la visión de una deidad vengadora, huyeron atravesando la caverna principal, llevándose por delante a quien encontraban, y no se detuvieron en su carrera, perseguidos de cerca por la música. Con ellos, al galope y empujando a los demás para abrirse paso, iba Quiuac. Se detuvo un momento al llegar a la caverna y corrió hacia el foso. Estaba vacío, excepto por el cadáver de Kellicut; la prisionera lo había arrastrado hasta una de las paredes, justo debajo de un saliente rocoso, y había logrado escapar. Quiuac profirió un aullido de rabia y echó a correr con los demás tanto como pudo, hasta que llegaron a la entrada principal de la caverna, que se abría a la montaña. Se agolparon para salir a la seguridad de la alta nieve, tropezando en las grietas de los ventisqueros recién formados.
Matt atacó la retaguardia de las criaturas en desbandada.
Cuando llego a la caverna principal estaba vacía. Vio el foso y estaba a punto de ir hacia allí cuando una voz le llamo desde atrás.
– Matt, no mires. Es horrible. El cadáver de Kellicut.
Estrechó a Susan entre sus brazos y la retuvo un largo momento. La mujer estaba temblando. Todavía la abrazaba instantes después, cuando Sergei entro precipitadamente en la caverna, seguido por Rodilla Herida, Dienteslargos y los demás, que habían estado aguardando en el escondite. Reanudaron la persecución, precipitándose por los túneles desiertos y dejando atrás hogueras abandonadas momentos antes, hasta que llegaron a la entrada, el mismísimo lugar donde Matt, Susan, Van y Rudy habían visto por primera vez a las criaturas, hacia ya tanto tiempo.
Se acercaron a la entrada codo con codo y desde allí contemplaron a los renegados que, aun victimas del pánico, corrían enloquecidos entre la nieve amontonada al azar, agitando los brazos y las piernas como animales heridos. Las criaturas manoteaban furiosamente, golpeándose incluso unas a otras y manchando de sangre la nieve removida. Matt y Susan vieron a Quiuac alzarse en medio del caos; seguía siendo una figura investida de autoridad.
Quiuac se irguió en toda su estatura y los que le rodeaban se apartaron rápidamente. En un instante que jamás olvidarían irguió la barbilla y volvió su maliciosa mirada hacia Matt, Susan y Sergei. En un solo segundo, todo se le hizo evidente. Su sangre hirvió ante la traición. Gritó echando la cabeza hacia atrás. Después, muy calculadamente, se descolgó la pistolera pasándosela por la cabeza y empuño el revolver con una mano. La hizo girar hacia uno y otro lado, la manoseó y pellizcó, hasta que finalmente oprimió el gatillo. El estampido se perdió en la distancia. La bala se enterró inofensiva en la nieve. Pero le siguió otra y después otra.
Читать дальше