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Carmen Posadas: Hoy caviar, mañana sardinas

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Carmen Posadas Hoy caviar, mañana sardinas

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Inspirándose en estas anotaciones, la escritora Carmen Posadas (Uruguay 1953) y su hermano Gervasio (1962), nos relatan las idas y venidas como hijos de diplomáticos que vivieron de niños a través de recuerdos familiares llenos de sentido del humor y de curiosas recetas que inventaba su madre, Bimba Mane.

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Luis aparece en la portada del ABC de hoy, 27 de noviembre de 1965. ¡Hay que ver qué buen mocísimo sale! Un poquito pelado para sus treinta y ocho años, es verdad (a ver qué puedo hacer para arreglarlo), pero guapísimo, como dicen acá.

Ayer por la mañana yo me quedé en casa preparando el cóctel que ofreceríamos después de la ceremonia a la colonia uruguaya y él se fue temprano porque primero van al Ministerio de Asuntos Exteriores y de ahí salen en carroza para el Palacio Real. Dicen que en Madrid llueve poco pero ¡hay qué ver la que estaba cayendo ayer! Por eso me empeñé en que Luis se pusiera la capa española, negra y lindísima. Pero él dijo que no, que de ninguna manera, que en pleno día parecería un embozado de los de antes del motín de Esquilache. O peor aún: un Drácula muy madrugador. En fin, la cuestión es que fue a reunirse con el marqués de Villavicencio, que es el introductor de embajadores y, según me contó después, durante todo el trayecto en carruaje estuvo preguntándole sobre qué sería conveniente decirle a Franco.

– Uy, señor embajador -le dijo el marqués-, de eso ni se preocupe. Lo más probable es que no digan ni mu, ni usted ni el Generalísimo. Siempre ha sido un hombre de pocas palabras, de modo que usted entréguele las credenciales y espere a ver qué pasa. Además, el Caudillo es un hombre imprevisible, como todos los grandes hombres. Su mente está alerta, es preclara, prístina, pero según cómo, a veces se duerme. El otro día, con el embajador de Filipinas, fue tremendo. Se quedó frito y el embajador, que iba con un barong, ya sabe usted, la camisa típica de su país, esa que es transparente de puro fina, casi se congela. Y es que en el Palacio Real hace un frío que pela y para colmo su Excelencia odia la calefacción. El caso es que se durmió y como ni él despertaba ni el embajador osaba silbarle o algo así, estuvieron más de una hora, porque quienes estaban fuera tampoco se atrevían a tocar a la puerta para ver qué pasaba… Al final tuvo que rescatarlo un secretario que ya empezaba a estar un poco mosca y espió la escena a través de la cerradura. Creo que la gripe del embajador fue de las de campeonato.

Con este panorama, la verdad era que Luis no iba muy tranquilo que digamos. Según él, le resultaba muy difícil creer que un hombre tan duro e implacable, por no decir cruel, como el general Franco, se hubiera ablandado de ese modo. Tiene setenta y dos años y, según me contó Luis, su aspecto no tenía nada que ver con las fotos. Eso sí: como suele pasar a menudo, le pareció mucho más bajo de lo que él esperaba y su famosa vocecilla aún más ridícula. Yo pienso que a lo mejor está un poco senil, pero no lo creo, por ahí se cuentan muchos chistes augurando que va vivir más de cien años. «Españoles, desde este pulmón de acero, etcétera.» De todos modos, y siempre según Luis, la audiencia transcurrió bastante bien y fue más o menos así.

Luis subió las escaleras del palacio flanqueado por unos alabarderos, todo muy lindo y protocolario. Junto a sus acompañantes recorrió varias estancias enormes, luego la sala del trono hasta llegar por fin a una habitación mucho más pequeña que todas las demás, donde lo esperaba Franco. Ahí le entregó las cartas credenciales y a continuación Franco lo invitó a sentarse. Apareció entonces un fotógrafo más viejo aún que el Generalísimo, tanto que parecía no poder sujetar bien la cámara sin temblar, se hicieron una foto para la posteridad y luego se quedaron solos. Entonces llegó el momento tenso. Luis tenía la esperanza de que, al menos, Franco le hiciera alguna de las retóricas preguntas que todos los mandatarios hacen a sus invitados en las audiencias diplomáticas, como «¿Qué le parece a usted Madrid?», por ejemplo, o «¿Conocía usted ya España?». O al menos el tan socorrido «¿Cuándo llegó usted?». Pero nada, silencio sepulcral. Entonces, cuando pensaba que iba a correr la misma suerte que el embajador de Filipinas, miró al General y éste le devolvió una mirada tan dura y penetrante que Luis recordó una de las muchas historias que se cuentan sobre él. Una que retrata muy bien su personalidad. Por lo visto, cuando era comandante de la Legión en África y aún muy joven, tuvo que vérselas con un legionario que protestaba por el rancho y que, diciendo que aquel engrudo era incomible, se lo tiró a la cara. Franco ni se inmutó; se limpió la cara con el revés de la mano y minutos más tarde hizo ejecutar al soldado. Después -y según sus propias palabras publicadas muchos años más tarde- hizo desfilar a toda la compañía ante el cadáver como advertencia. Dice Luis que con esos mismos ojos, entre penetrantes e inexpresivos, lo miraba ahora el General. ¿Qué pensaría?

¿Estaba a punto de fusilarlo mentalmente o, por el contrario, iba a quedarse dormido de un momento a otro? ¿Debía Luis preguntar algo? ¿Sonreír? ¿No sonreír? El introductor de embajadores había dicho tajantemente que no tomara ninguna iniciativa. El, ante el silencio pétreo y a pesar de la baja temperatura, rompió a sudar, sacó un pañuelo y, en ese momento, como si hubiera pulsado con su gesto un inesperado y secreto resorte, el General abrió la boca y empezó a hablar. Y a hablar.

Y mirándolo con sus ojos terribles, con su vocecita atiplada y monótona, en tono de letanía, peroró sobre uno de sus temas favoritos.

– ¿Pesca usted, embajador? -preguntó.

Y antes de que Luis pudiera recordar sus escasísimos conocimientos sobre el tema, Franco empezó a disertar sobre el salmón en Asturias y que si era mejor pescarlo con mosca seca o con cola de rata. Sobre la trucha de Galicia y que si la corriente del río Sil era caudalosa pero la del Miño mucho más rica en pesca, y que si le gustaba más el Jares, por la bravura de sus piezas. Y de ahí saltó a la pesca de altura y al atún. Bla, bla, que si el Azor, que si las aguas de Galicia y las del Mediterráneo.

Y tanto se animó monologando que pasó más de una hora. Al salir los estaba esperando el mismo fotógrafo centenario para sacarles la foto de la despedida. Foto, por cierto, en la que Franco aparece riendo, lo que es casi un récord mundial porque apenas hay fotos de él así.

– Embajador -me contó Luis que le dijo en la despedida-, es usted un joven con una conversación muy interesante e inteligente -lo cual dejó a Luis aún más confuso, porque hasta ese momento no había dicho ni mu. Luis todavía anda dándole vueltas al asunto, aunque yo creo que es evidente que el pobre señor está precozmente gaga, pero Luis no está de acuerdo. Hemos oído demasiados chistes sobre su más que segura longevidad para creer que esté chocheando. Luis piensa que su comportamiento se debió a otra cosa, aunque cualquiera sabe lo que pasa por la cabeza de alguien que tiene tantos cadáveres en el armario. A lo mejor Luis le recordaba a alguien con quien iba a pescar de niño y fue eso lo que hizo que hablara con tanta familiaridad. Sí, me inclino a creer que fue algo así. Una sombra del pasado, hasta los dictadores pueden ser sensibles a los fantasmas; ¿por qué no? Además, Franco debe de estar acostumbrado a tener que vérselas siempre con personas de mucha edad y Luis, con sus treinta y tantos años, le habrá parecido un chiquitín y debió de sentirse cómodo. Un chiquilín un poco peladito según puede verse aquí, en la foto, es cierto, pero ¿a que es guapísimo, guapísimo, como dicen en España?

Según cuenta nuestra madre en el cóctel que siguió a la presentación de - фото 2

Según cuenta nuestra madre, en el cóctel que siguió a la presentación de credenciales, y como si ella hubiera adivinado que el salmón iba a tener un papel destacado ese día, había pedido a la cocinera que se sirviera un plato especial:

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