Carmen Posadas
Invitación a un asesinato
Para Luis Abarca Ruiz del Cueto,
que llegó el 9 de agosto
Cianuro espumoso
Todos odiaban a Rosemary Barton.
Si el pensamiento pudiera matar,
sin duda la habrían matado ya.
Agatha Christie
Cianuro espumoso
«Es realmente extraño -sonrió Olivia- que en un tiempo en el que todo el mundo invierte imaginación y tanto dinero en organizar los momentos relevantes de su vida, ya sea un cumpleaños, una boda, un bautizo o cualquier otro tonto aniversario, nadie excepto yo piense en poner igual cuidado en preparar la escenificación del hecho más trascendental de todos, su muerte.»
– O mejor dicho, mi asesinato -añadió en voz alta, y volvió a sonreír antes de decirse que si uno de sus mayores méritos en esta vida había sido organizar y escenificarlo todo con éxito (sus cinco matrimonios, sus amistades, así como no pocos amores clandestinos) ahora, llegado el momento, iba a planear también su mutis final cuidando cada detalle.
«¿Quién dijo aquello de que el asesinato es una de las bellas artes?» En su caso lo sería. Seguro.
«¡ Santa Madonna, Oli! Hay que ver cómo te gusta hacerte la interesante. Nadie celebra su muerte y menos aún su asesinato. Qué típico de ti es este discursito tan provocador; por lo que veo, sigues siendo capaz de cualquier cosa con tal de escandalizar a quien tengas delante.»
Seguramente algo parecido a esto habría dicho Flavio, su marido, acompañando la frase con un jettatore, jettatore! y con un gesto de índice y meñique extendidos en el aire como buen napolitano supersticioso que era. Pero no había nadie delante, estaba sola. Flavio se había ido para siempre. No sólo le había pedido el divorcio sino que además había tenido la imperdonable descortesía de arruinarse (y de verdad, no de forma ficticia como tantos de sus amigos ricos durante la crisis). Arruinada y plantada como una lechuga. O como un manojo de rúcula, que es más fino e italiano, pero igualmente patético.
«¡Olivia, por amor de Dios! ¿Organizar tu propio asesinato? ¿Pero de qué demonios estás hablando? Además, ¿quién va a querer hacerte daño a ti, si todo el mundo te adora? Sí, ya sé que te gusta dártelas de bruja y de adivina, pero por mucho que te empeñes, lo cierto es que nadie sabe cuándo va a morir. Es uno de los pocos consuelos que tenemos en este valle de lágrimas. "Velad, pues no se conoce el día ni la hora."»
Y esto último (seguramente con las manos juntas como en una plegaria) habría dicho su hermana Ágata de estar ahora presente. La pobre Agatita, que era dos años menor aunque pareciera cuatro o cinco mayor que ella. «Velad, pues nadie conoce, etcétera.» Ágata era la culta de la familia, la profesora de Lengua, igual hablaba de literatura que de filosofía, de arte o, por qué no, de Historia Sagrada, como en este caso. Muy leída su hermana, pero descuidaba los detalles. En realidad ése había sido su mayor problema en la vida, no poner atención a los matices y así le había ido. Por eso, si la buena de Ágata hubiera estado delante diciéndole que era imposible saber cuándo va uno a morir, Olivia le habría replicado que no, que incluso la cita bíblica que acababa de usar servía en realidad para darle la razón a ella, puesto que no había más que poner atención a cada una de sus palabras. «¿No te das cuenta, tonta? -le habría explicado Olivia a continuación con su mejor sonrisa de hermana mayor-. La misma frase lo dice todo: "Velad"; en otras palabras, mantened los ojos bien abiertos, ved. Antes de que se produzca una muerte existen siempre indicios, avisos, premoniciones, sólo que nadie repara en ellos hasta después del desenlace. ¿Me equivoco acaso? Una vez que ha sucedido una tragedia, todos comprenden que el finado sabía perfectamente lo que iba a ocurrir. "Esta mañana se despidió de mí como si se fuera para siempre", llora el trastornado padre cuando le dicen que su hijo ha muerto en carretera. "Me llamó desde el aeropuerto sólo para decirme que me amaba", recuerda la desconsolada esposa cuando le notifican que su marido está entre los desaparecidos de un accidente aéreo. Es cierto. Todos los que van a morir lo saben, la única diferencia es que yo lo sé con más tiempo, con varias semanas de antelación, por eso quiero planear bien las cosas.»
Olivia encendió un cigarrillo, el segundo de la mañana, y miró a su alrededor. Ella nunca había sido una persona nostálgica pero, de no morir muy pronto, no tendría más remedio que abandonar todo lo que ahora la rodea y que tanto ama, como esta casa de Andratx, en Mallorca, que ha ido creando habitación por habitación, igual que una obra de arte. No le quedaría más remedio que mudarse a otro lugar infinitamente más modesto, más «acorde con sus nuevas circunstancias». Dicho de otro modo, deberá empezar de cero con cuarenta y tantos años y malvivir en estos tiempos de catástrofe.
Bueno -se convence ahora exhalando el humo de su cigarrillo muy despacio-, partir es morir un poco, según dicen. Y divorciarse de un hombre arruinado es algo bastante similar aunque… qué más da eso ahora, ni de abandonar las cosas que más ama, ni de su indeseado divorcio tiene que preocuparse ya. La muerte tiene al menos esa ventaja, libera a uno de todo, adiós problemas.
De lo que sí ha de preocuparse, en cambio, es de aquello de lo que se ocupan los que saben que su fin está próximo. Y eso cada uno lo hace a su manera. Los hay que prefieren dedicar el tiempo que les queda a poner su alma en paz con Dios y con sus seres queridos. Existen también los amantes de las puestas en escena, esos que planifican al detalle su partida eligiendo hasta la música que quieren para su funeral (Mendelsson para el introito, Beethoven para la despedida…). O bien, en el caso de no ser creyentes, seleccionan los versos (a veces Benedetti, otras Lorca, casi siempre Jorge Manrique) que desean se reciten ante su tumba llena de flores. Los hay por fin con vocación de médium que dejan cartas para ser abiertas cuando estén en el Más Allá; pero nada de esto piensa hacer Olivia. Su plan, en realidad, no es para el más allá sino para el más acá. No para después de morir sino para antes.
¿Y cómo se planifica una muerte? ¿Cómo organiza uno su propio asesinato?
Bueno, se hace del mismo modo en que ella lo ha hecho todo en la vida, moviendo hilos, manejando a las personas como un buen maestro de títeres. «Y para eso -se dice-, lo primero que tengo que hacer es convocar a mis posibles asesinos a pasar unos días conmigo, mandar media docena de invitaciones a tan particular aquelarre. Ya tengo un par de ellas a medio redactar, a ver, ¿dónde las he puesto?»
Olivia se dirige hacia su escritorio, que está situado frente a la ventana, de tal modo que cuando trabaja puede mirar hacia el exterior. Desde allí alcanza a ver el jardín que desciende en cuesta hacia el mar festoneado de pinos.
Sobre el escritorio hay dos fotos, una de una niña con un bebé en brazos. La otra de un velero con todas sus velas desplegadas. Sparkling Cyanide alcanza a leerse en la popa. El nombre de aquel barco, que a fin de mes dejará también de pertenecerle como todo lo demás puesto que está embargado, tiene para Olivia un significado secreto y ella lo había elegido sacándolo de las páginas de un libro. Así se llama una de las novelas más famosas de Agatha Christie. La idea de copiar su muerte o su asesinato de alguno de los libros de una de sus autoras favoritas parecería más propio de su intelectual hermana, que se llama igual que la Christie, casualidades que tiene la vida. Sólo que su hermana con toda probabilidad hubiese elegido inspirarse en una novela más sesuda, una de Virginia Woolf, por ejemplo. «Mi querida hermana. ¿Qué será de su vida? Hace tanto tiempo que no tengo noticias suyas», se dice Olivia, pero lo cierto es que le han pasado demasiadas cosas últimamente y ninguna buena como para pensar en Ágata. Olivia revuelve ahora su escritorio en busca de las invitaciones y por fin las encuentra donde las había dejado la noche anterior, en el cajón de la derecha. Entonces, ya con la primera de ellas en la mano, se detiene unos segundos para repetir una vez más aquel nombre: Sparkling Cyanide, «Cianuro espumoso».
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