Carmen Posadas - Invitación a un asesinato

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Olivia Uriarte acaba de ser abandonada por su marido. Ha sido reemplazada por una mujer más joven y además está al borde de la ruina.
¿Qué puede hacer? Planear al milímetro su propio asesinato.
¿Cómo? Invitando a todos sus enemigos a un lujoso velero en el Mediterráneo.
Sin embargo… Será su hermana Ágata quien reconstruirá los últimos minutos de la vida de Olivia y buceará en los posibles motivos de cada invitado para asesinarla.
Esto, cambiará su propia vida y la de su hermana.

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Para continuar con las cuatro cosas que se ha propuesto hacer antes de abrir la carta que lleva en el bolsillo, ahora debería subir a la planta superior de su bonita casa-merengue, dejar correr el agua de la bañera mientras se toma un segundo Cardhu con un lexatín y a continuación llamar a Miranda. No, lo del lexatín y el whisky está bien pero luego, mejor telefonear a Paul. No, a Miranda… No, no, definitivamente lo mejor será que decidan por él san Cardhu y Nuestra Señora del Lexatín una vez que esté metido en el agua.

Cary se dispone a subir la escalera. Si el bueno de Leslie Fox estuviera por aquí filmando esta escena, sin duda elegiría a continuación realizar un rápido contrapicado de los peldaños y luego un barrido lateral. Así el espectador tendría la oportunidad de ver cómo las paredes del hueco de la escalera están recubiertas de diversos diplomas y menciones especiales de tal o cual festival cinematográfico. También hay allí varias fotos enmarcadas en las que puede verse al dueño de casa junto a diversos amigos: Cary jugando a los bolos con Madonna y al criquet con el príncipe Guillermo. Aquí hay un diploma que lo acredita como el mejor actor del festival de Toronto en 2005, allá otro de un Globo de Oro del 2001, acullá la foto de una farra con Martin Scorsese, ambos fumando grandes Cohibas. Fotos y diplomas interesantes no sólo por los personajes que retratan sino por cómo describen la vida de Cary Faithful. Sin embargo, para describir verdaderamente su vida, antes de que él termine de subir la escalera, Leslie Fox debería cerrar plano sobre una foto en particular. Una menos glamourosa que el resto pero más reveladora que todas juntas. Aquella en la que aparece Cary flanqueado por un muchacho a su izquierda y por una chica a su derecha. Ella aparenta treinta y muy pocos y, aunque la foto no es del todo nítida, puede apreciarse que posee una de esas cabelleras extraordinarias, rojizas y rizadas, que la convertirían en perfecta modelo de un pintor prerrafaelista. Pero aún hay más datos destacables, como una sonrisa bondadosa que desentona con unos rasgos demasiado angulosos entre los que reinan al fin unos asombrados ojos verdes. Y si esto fuera una película y no la vida real, al pasar por delante de dicha fotografía Cary debería detenerse al menos unos segundos para dirigir a la muchacha un pequeño hiato o gesto de cariño cansado. «Miranda», tendría que decir idealmente y luego continuar su camino evitando de forma deliberada detenerse en el rostro del personaje que aparece a su izquierda en la instantánea y que es, en principio, mucho menos notable que Miranda. Nada extraordinario, realmente. Un muchacho recio de aspecto sanote de apenas unos dieciséis o diecisiete años, con un solo rasgo destacable: unos ojos negros y profundos que parecen reírse del mundo. Y es conveniente que la cámara ofrezca sólo un cicatero y muy fugaz atisbo del chico para que el espectador quede cavilando y con deseos de saber más sobre aquellos ojos burlones. De este modo, los espectadores más avisados podrían lucirse ante sus compañeros de butaca. «Mira qué chico tan joven» (codazo cómplice al vecino), «seguro que es el tal Paul del que antes han hablado. Quédate con su cara, seguro que aquí hay tomate». Y luego, satisfechos, ya podrían volver todos con ahínco a las palomitas y a la coca-cola light.

Dos sorbos más de Cardhu y Cary está ya en el piso de arriba. El whisky empieza a hacer su previsible labor beatífica dentro de su cabeza. Tanto, que por un momento piensa que no va a necesitar recurrir, por esta vez, al lexatín. «Un baño y un poco más de whisky serán suficientes para tranquilizarme», se dice mientras abre al máximo los grifos de la bañera. Empieza a desnudarse. Lo hace pausadamente, imitando, sin darse cuenta, el modo sexy en que lo hizo en su última película llamada Petticoat Lane, junto a Hilary Swank. Porque he aquí otra de las maldiciones de ser actor: se actúa todo el tiempo. Incluso sin público, incluso en los momentos de angustia. ¿O debería decirse sobre todo en los momentos de angustia? Cary Faithful se encoge de hombros, qué más da, actuar o no actuar ésa no es la cuestión ahora, y con un rápido movimiento comienza a meterse en la bañera. Ésta es alta y antigua y al elevar la pierna derecha, por un segundo sus testículos rozan el borde de la bañera, que está frío en contraste con el agua hirviendo, y la sensación dispara en su cabeza una corriente eléctrica (oh Paul, amor mío), pero es sólo un instante. En seguida se hunde en el líquido sedante, amniótico, donde parece (casi) que nada malo le puede ocurrir.

Y sin embargo, el sobre gris con rebordes rojos continúa ahí. Ha quedado donde estaba antes, en el bolsillo superior de su chaqueta, que está colgada en el respaldo de la silla de modo que Cary podría alcanzarla con sólo estirar la mano. Una vez más desea pedir ayuda por teléfono, pero ¿a quién llamar primero? Da igual, Miranda o Paul, Paul o Miranda, el orden de los factores no altera el producto en este caso; cualquiera de ellos servirá para neutralizar el maléfico efecto de aquel sobre.

«Olivia Uriarte.» Por primera vez desde que recibió la carta, Cary se anima a decir el nombre de su remitente. Y pensar que hace una treintena de años ese nombre lo fue todo para él. Sí claro, y precisamente por eso se había equivocado tanto respecto de Olivia de ahí en adelante. ¿Quién dijo aquello de que el primer amor es el único verdadero y que los demás no son más que remedos, torpes tentativas de volver a sentir la maravillosa sorpresa, la divina turbación de amar por vez primera? Sin duda alguien así como Eric Segal, el olvidado autor de Love Story, o si no, una de esas millonarísimas autoras de novelas rosa tipo Danielle Steel. Por supuesto es falso que el primer amor sea el único verdadero pero en algo sí tiene razón esa gente: un primer amor posee la llave de algún viejo mecanismo dentro de nosotros, por eso es capaz de poner en marcha ciertos extraños resortes que hacen que bajemos la guardia ante esa persona. De este modo, al volver a verla, resulta que la consideramos de inmediato alguien cercano e incluso íntimo aunque hayan pasado más de treinta años desde que esa proximidad existiese.

Cary mira ahora su cuerpo desnudo entre dos aguas. Ese al que la revista People ha nombrado el segundo más sexy del planeta. Joder, si lo vieran ahora, con su sexo arrugado y minúsculo, su pecho exiguo y una barriguita feminoide… Cary desconoce el contenido de la carta de Olivia Uriarte pero sabe que nada de lo que ella hace o dice carece de un motivo específico. «Cuando vuelvas a saber de mí será por algo muy bueno… o muy malo…» Así fue como se despidió unos años atrás.

Se habían encontrado por casualidad en París, en plena calle, junto al Pont D'Alma, los dos mirando como turistas curiosos el lugar en que se estrelló el coche de Lady Di. Y después de hablar de todas las obviedades que cabía esperar «Qué terrible ¿no?… Lo tenía todo y ya ves…» «Sí, sí, hoy estamos aquí y mañana quién sabe, más vale disfrutar mientras se pueda…» Tal vez empujados por los fantasmas del carpe diem y también por los de su viejo amor adolescente, acabaron pasando la noche juntos. Fue en el Ritz, en la habitación de ella, y él había tenido el gatillazo más monumental de los últimos ocho siglos. Ni siquiera pudo aducir que había bebido más de la cuenta. El encuentro coincidió con una de sus periódicas épocas de «ramadán», es decir uno de los intervalos de diez o, a lo máximo, doce días que él mismo se imponía sin alcohol una vez al año; y tuvo que suceder justo entonces para dejarle sin coartada posible. Así, tras dos o tres nuevas tentativas verdaderamente patéticas («no lo entiendo, esto no me ha pasado nunca», «espera un poco a ver», etcétera), Cary dejó de intentarlo, se sentó en la cama y le contó a Olivia su vida. No, peor aún, le contó la parte de su vida que nunca le había confesado a nadie. Cary se pregunta si algún psiquiatra o psicólogo habrá estudiado bien lo que él llama el «vértigo del gatillazo». Porque según Cary -que antes de conocer a Paul había conocido muchas y muy diversas formas de gatillazo- existen ante el fiasco dos actitudes conocidas: el silencio sepulcral o la palabrería incontenible, el autismo absoluto o la puta hemorragia verbal. Dicho de otro modo, una vez que ha ocurrido el desastre, o bien se calla uno como un muerto y no articula palabra hasta el día siguiente, o bien habla hasta por los codos y dice un sinfín de estupideces en un vano intento de camuflar lo incamuflable. Y en el caso de su confesión a Olivia, según Cary, se habían confabulado contra él dos espectros: el antes mencionado fantasma del primer amor y el del gatillazo, funesta combinación. Por eso aquel día, Gary había empezado a hablar por esa boquita y le había contado a Olivia su más oculto secreto. Aquel que jamás había contado a persona alguna. Porque desde los lejanos tiempos en que ambos vivieran en Moscú, hacía de esto más de un cuarto de siglo, él era fiel al menos a una máxima soviéticoleninista incontestable: «Las paredes oyen y lo que realmente no quieres que se sepa no se lo digas ni a tu sombra.» De mucho le había valido aquella enseñanza que, según Cary, parece una perogrullada pero no lo es en absoluto. Porque todo el mundo piensa que hay excepciones a la regla, amigos fieles, hermanos discretos, confidentes que son una tumba; mentira, gran mentira, la única manera de mantener oculto un secreto vergonzoso es no confesarlo jamás. De ahí que Cary no había revelado a persona alguna su debilidad por los muchachos, a pesar de vivir en un ambiente liberal y supuestamente tolerante como el del cine. Porque en aquel mundo estúpido del que él querría escapar volando como Mary Poppins, todo era mentira. Mentira que no importe la inclinación sexual. Tal vez dé igual si uno es escritor, pintor, comerciante, hombre de negocios, médico, abogado, oficinista, empleado, funcionario, piloto, barrendero, o alto ejecutivo. Irrelevante también si uno es banquero, político o primer ministro, incluso, pero importa y mucho cuando se gana uno la vida en el cine haciendo papeles de galán, coño, que hasta el palabro suena decimonónico. ¿Porque dónde se ha visto que quien encarne a Rhett Butler sea gay, a James Bond invertido, o a Rocky Balboa maricón? He ahí la gran paradoja de lo que es su vida. Cary Faithful tiene una profesión que todos ven como una de las más liberales del mundo y en realidad está doblemente atrapado: atrapado en papeles gilipollas por un lado, y por otro, mintiéndole a todos sobre lo que siente y sobre lo que es. Su único consuelo es que lo mismo le ocurre a seis o siete actores de primera fila (ay, si la gente supiera) pero todos callan como putos, ¿qué van a hacer si no?

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