Carmen Posadas - Hoy caviar, mañana sardinas

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Inspirándose en estas anotaciones, la escritora Carmen Posadas (Uruguay 1953) y su hermano Gervasio (1962), nos relatan las idas y venidas como hijos de diplomáticos que vivieron de niños a través de recuerdos familiares llenos de sentido del humor y de curiosas recetas que inventaba su madre, Bimba Mane.

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29 de noviembre

Si durante todos estos días no he escrito nada en mi diario de a bordo es porque la mitad del tiempo estaba moribunda en el camarote. A cuenta de eso, después de la fiesta del paso del Ecuador (ahora diré en qué consistió porque fue de lo más «horriblemente» gastronómica) me perdí los concursos de shuffle board de Carmen con unas amigas italianas, los pasos firmes y marineros de Gervasito sobre la cubierta en plena tormenta, llevado de la correa por Luis, y sobre todo la proclamación de Mercedes como campeona infantil de twist. Una pena realmente, pero una madre no puede estar siempre ejerciendo de tal; de vez en cuando también nosotras nos enfermamos. A la fiesta del paso del Ecuador sí asistí, aunque estaba algo mareada, y casi me mareo aún más porque es bastante dégoutant, como diría mamá. La costumbre viene, supongo, de tiempos lejanos, cuando los marineros pasaban largas y aburridas semanas sin avistar tierra. Entonces a alguien se le ocurrió (apuesto a que fue un inglés) que, para celebrar que estaban a mitad de camino, más o menos, iban a «bautizar» a los que cruzaban el Ecuador por primera vez. En el Giulio Cesare la ceremonia consistía en que primero eligen a los pasajeros que van a representar a Neptuno y a toda su corte. A Luis intentaron reclutarlo como chamberlán, pero dijo, medio en serio medio en broma, que él de rey o nada. (Y fue nada porque había un señor francés venerable, con una barba blanca, que se parecía muchísimo al pintor Monet y claro, no había color.) Una vez que lo vistieron -más bien lo desvistieron- de Neptuno, empezó la ceremonia. El asunto consistía en que el capitán iba llamando a cada uno de los neófitos con una voz imperiosa, verdiana e italiana, y después de un discursito un poco gettatore, gettatore para mi gusto, algo así como «… aquí estamos para pedir que las olas acojan en su seno a este hijo suyo…», bautizaban a cada uno con un nombre marino. Carmen se convirtió en Triletta, Mercedes, en Stella Marina, Gervasio, en Cavaletto di Mare y así. A continuación, el rey Neptuno, ayudado por su corte de sirenas, los bautizaba. Pero no con agua, sino que les tiraban encima toda clase de porquerías: tallarines fríos con tomate, nata batida y hasta sardinas en escabeche antes de darles un empujón a la piscina, donde aquello quedaba flotando entre las carcajadas de todos los presentes, excepto la mía. Creo que me empecé a marear cuando tiraron a la piscina a Dolores y salió cubierta de un aceite rojo y untuoso que no presagiaba nada bueno, y así pasé varios días. Lo cierto es que el primer día estaba mareada de verdad, pero el segundo decidí que tenía la excusa perfecta para quedarme en la cama y recuperarme de tantas emociones y cambios. ¿Qué nos esperará en nuestra nueva vida?

Mi madre no escribió nada sobre cuáles fueron sus primeras impresiones al llegar a España y ahora, lamentablemente, ya no puede contarlas. Pero yo sí puedo contar las mías. He tenido que recurrir a la memoria porque, aunque en aquella época llevaba diario, éste no me ha servido de mucho. Después del consabido «Querido Diario» (este encabezamiento lo había tomado prestado de los libros, pero no de alguno muy literario me temo, sino de las obras completas de La pequeña Lulú), me había dedicado a volcar en aquellas páginas todos los contradictorios pensamientos de una niña de doce años. Temores, deseos y, por supuesto, todo tipo de amores platónicos, desde un belga guapísimo de catorce años que ni siquiera recuerdo cómo se llamaba y que viajaba en el barco, hasta un botones del Hotel Ritz, donde vivimos tres meses hasta encontrar casa. Gervasio se empeña en que cuente aquí cómo los Posadas pasamos a los anales del Hotel Ritz como la familia más asilvestrada que jamás ha pernoctado entre sus venerables muros. Insiste en que es divertido relatar cómo cuatro niños encerrados sin ir al colegio (llegamos a principios de diciembre y las clases no comenzaron hasta el siguiente trimestre) casi obligan a retapizar el hotel entero, pero yo creo que no tiene demasiada gracia. Muy someramente diré que el Ritz, por aquel entonces, era un hotel muy serio y conservador, tanto que no admitía a toreros ni artistas (de hecho, cuando estábamos alojados allí supimos que habían rechazado a un famoso actor de Hollywood). Embajadores sí admitía, pero supongo que, después de nuestra estancia, preguntarán de antemano cuántos hijos tienen. El caso es que durante tres largos meses ocupamos cuatro habitaciones de la segunda planta. Las dos primeras estaban tan llenas de maletas y paquetes sin abrir que parecíamos refugiados de algún país en guerra. Dolores y Gervasio pronto se acostumbraron a jugar a la pelota por los vetustos pasillos. Mi madre, por su parte, que siempre fue muy ahorradora, decidió que no había quien pudiera financiar desayuno, comida y cena en un hotel de lujo todos los días. La economía doméstica se tradujo en dos medidas. A los chicos nos mandaban a almorzar a un restaurante económico que había en la Carrera de San Jerónimo, llamado El Bufet Italiano, y por la noche hacíamos acampada. No es metáfora, literalmente acampábamos, porque una de las primeras compras que mi madre hizo en Madrid fue un hornillo (¡!) y cocinábamos en la habitación. No vayan a creer que calentábamos latas o algo parecido. Eran comidas en toda regla, como distintos tipos de tortilla, patatas fritas y hasta platos razonablemente sofisticados. He aquí, por cierto, un ejemplo más de lo que es la vida diplomática para quien tenga de ella una idea romántica: por las noches, mis padres se iban guapísimos, porque los dos lo eran, vestidos de esmoquin y traje largo a quién sabe qué cena tralalá, y nosotros nos quedábamos con la niñera hirviendo espaguetis en un hornillo de gas en nuestra suite del Ritz. Nunca nos descubrieron con las manos en la masa, pero aún recuerdo un detalle que me dio mucha vergüenza. Como era de esperar, los muebles de nuestras habitaciones sufrieron lo suyo con este régimen de comidas. Los sillones tenían vestigios de ravioli, los sofás manchas de salsa de tomate, las colchas, de sabe Dios qué… Durante las fiestas de Navidad nos fuimos a Málaga, a casa de unos amigos de mis padres, a pasar quince días, y a la vuelta todo había cambiado. Parecía que nos hubieran retapizado las habitaciones de arriba abajo. Pero no fue más que un espejismo pasajero. Al día siguiente muy temprano unos empleados de actitud imperturbable retiraron las colchas y los sofás limpios y los sustituyeron por los maculados de ravioli. Qué niños salvajes, pensarían, pero nunca lo dijeron. Desde entonces tengo verdadera debilidad por ese hotel.

Como contaba antes, mi madre conseguía que de nuestro hornillo de gas salieran manjares muy apetitosos. Este plato es uno de aquellos milagros:

RISSOTO DE CHAMPIÑONES

Ingredientes

1/ 2 kg de arroz

2 cebollas pequeñas

1 bote de nata líquida

300 g de champiñones

150 g de queso parmesano

50 g de mantequilla

1 l de caldo de pastilla

sal y pimienta

PREPARACIÓN

Calentar el caldo. Reservar. Picar fina la cebolla y dorarla en la mantequilla. Cuando la cebolla esté dorada, agregar los champiñones. Al cabo de un par de minutos, el arroz. Rehogar durante otro par de minutos y añadir el caldo. Salar. Cocer a fuego lento durante 20 minutos. Cuando falten un par de minutos de cocción, incorporar la nata y, al final, el parmesano rallado y la pimienta. Rectificar la sal. Es muy importante que el arroz quede cremoso y el grano al dente. Servir inmediatamente.

SANTIAGO BERNABEU N.° 5

Un soleado día de primavera salió, para alivio de los empleados del Ritz, la familia Posadas al completo rumbo a su nueva casa. Uruguay en aquel entonces no tenía una residencia oficial en propiedad en Madrid, por lo que mis padres tuvieron que buscar una en alquiler. Mi padre, naturalmente, quería una casa con jardín que le recordara la quinta. Mi madre quería una casa funcional que le recordara lo menos posible a la inefable quinta. Y ganó mi madre. Encontró una casa que no tenía ni jardín botánico, ni fuentes, ni fantasmas, pero tampoco goteras que reparar. Se trataba de un piso en la calle Santiago Bernabeu número cinco y me gustaría, antes de contar mi primera impresión del Madrid de entonces, detenerme un minuto en recordar a nuestros vecinos, porque algunos eran personas notables de aquella época y otros han llegado a serlo con el tiempo. En el segundo piso, por ejemplo, vivía don Camilo Alonso Vega, ministro de la Gobernación. Por supuesto, para nosotros, niños, aquel señor no significaba lo que era en realidad: el responsable de la policía y de mantener el férreo orden dictatorial que imperaba entonces. Nos imaginábamos que era muy importante porque había siempre a la puerta dos policías de guardia y todo el mundo hacía grandes aspavientos cuando mencionábamos que era nuestro vecino. Tampoco nos llamaba demasiado la atención -juventud, divino e inocente tesoro- que, todos los jueves, llegara a nuestra puerta un silencioso Mercedes negro del que emergía una señora mayor ataviada también de oscuro, sólo con dos detalles claros: una sonrisa de blancos y enormes dientes y tres o cuatro filas de perlas de buen tamaño. Era doña Carmen Polo de Franco, que venía a visitar a la señora de don Camulo (era así como llamaban a don Camilo algunas personas a sus espaldas, acompañando el apodo de nerviosas risas). Nosotros, como digo, nada sabíamos de sus actividades entonces, aunque un dato bastante revelador de la ocupación de aquel anciano era un comentario que solía hacer cuando se encontraba con mi hermano Gervasio en el ascensor.

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