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Carmen Posadas: Hoy caviar, mañana sardinas

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Carmen Posadas Hoy caviar, mañana sardinas

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Inspirándose en estas anotaciones, la escritora Carmen Posadas (Uruguay 1953) y su hermano Gervasio (1962), nos relatan las idas y venidas como hijos de diplomáticos que vivieron de niños a través de recuerdos familiares llenos de sentido del humor y de curiosas recetas que inventaba su madre, Bimba Mane.

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– Buenos días, señora -decía y, después de quitarse el sombrero caballerosamente para saludar a nuestra madre, se volvía hacia Gervasio, que tenía apenas tres años, para decirle-: Gervasito, Gervasito, a ver si te portas bien, que si no te llevo a Carabanchel.

Subiendo un piso más arriba, entre Alonso Vega y nosotros, vivía alguien que, de alguna manera, simboliza la unión entre la España franquista y la de ahora. Se trataba de Juan Antonio Vallejo Nájera, a quien me gustaría dedicar un recuerdo agradecido. Al cabo de los años, y a pesar de que durante nuestra bastante salvaje infancia debemos de haberle torturado con todo tipo de ruidos, zapateados y partidos de fútbol por los pasillos, publicaría uno de mis primeros libros. En los años ochenta llegó a dirigir la editorial Temas de Hoy, y me contrató Yuppies, Jet Set, La Movida y otras especies. Manual del perfecto arribista. Dos pisos más arriba vivían los Ballvé, más tarde dueños de Campofrío. Si los menciono es porque siguen siendo buenos amigos nuestros y porque siempre que nos vemos recordamos una anécdota culinaria que vivimos juntos. Mi hermana Mercedes, que, como ya les he contado, no era precisamente una gourmet en aquella época -al contrario, no comía nunca-, había encontrado un método buenísimo para hacer «desaparecer» la comida de su plato. Instaló un sistema de comunicación con los dos hijos mayores de los Ballvé, que consistía en una cesta con una larga cuerda, a modo de montacargas, que en principio servía para mandarnos dibujos o algún juguete. Pero Mercedes, por aquella vía, también hacía llegar a Pedro y a Fernando un filete empanado, unas albóndigas o los abominados emparedados de pescado… Amablemente, los Ballvé tiraban aquello a la basura y Mercedes podía continuar sin problemas su particular guerra alimentaria.

Finalmente, en el último piso, vivían los Caprile. Las niñas coincidieron con Mercedes y conmigo en el colegio Santa María del Camino, y el hermano pequeño, Lorenzo, se convertiría con el tiempo en uno de los modistos de más renombre de nuestro país. Hace poco nos hicieron una entrevista a los dos y nos reíamos recordando anécdotas de nuestro pasado compartido al más puro estilo Aquí no hay quien viva.

Como decía al principio, nuestra casa estaba situada a media manzana del estadio del Real Madrid, en una calle que lleva incluso el nombre de su presidente más famoso, Santiago Bernabeu. Como ejemplo de la aún precaria modernidad del Madrid de aquellos años, diré que una de las cosas que más me llamaron la atención fueron algunos contrastes curiosos. Por ejemplo, la avenida del Generalísimo ya era el orgullo de la ciudad, una vía amplia, moderna, «europea», como entonces se decía, pero aun así, por delante de donde nosotros vivíamos cruzaba a diario un rebaño de ovejas porque por ahí pasaba (y según tengo entendido aún pasa) una cañada real. También me sorprendía que, por Navidad, los madrileños llevaran a los guardias de tráfico todo tipo de regalos, en especial comestibles. No era raro ver en Cibeles o en la plaza de Colón a don Servando o a don Valeriano (porque, naturalmente, se les conocía por sus nombres) acumular a sus pies botellas de anís del mono, turrones e incluso algún chorizo de buen tamaño. Había otras cosas que me asombraban. En la colonia del Viso, barrio de burgueses acomodados donde podía verse Dodges de último modelo e incluso algún que otro coche importado, chocaban las farolas callejeras. Eran de gas y cada noche, justo antes de que los serenos salieran a hacer la ronda, pasaban los faroleros a encenderlas con una larga vara. Tal vez por estos contrastes y por el ambiente en muchos casos de posguerra que se percibía en otros detalles que comentaré a continuación, a mí, que venía de un Uruguay todavía próspero y opulento, Madrid me pareció una ciudad en blanco y negro. La gente vestía de oscuro, muchos de luto, y lo más desconcertante era que no pocos llevaban hábito. Aún recuerdo preguntarle a mi padre el porqué de esa extraña costumbre. Por aquel entonces, para hacer las inevitables reformas antes de entrar en la casa, mi madre había contratado los servicios de un carpintero llamado Ángel. Ángel era muy callado, circunspecto, y trabajaba con una colilla apagada en la comisura de los labios. Pero lo que me parecía más insólito era su forma de vestir. Bajo el mono gris llevaba una camisa morada y un cordón dorado colgado al cuello a modo de corbata. Mi padre me explicó que aquí, en España, había personas muy religiosas y que algunas hacían a sus santos y vírgenes favoritos la promesa de vestir siempre de hábito. Yo me imaginaba a Ángel después del trabajo con capucha y vistiendo talar morado, yendo a comprar el pan, pero por más que lo espié nunca logré verlo de tal guisa. Aun así, para una niña criada en un país tan laico, por no decir ateo, como el Uruguay donde la Semana Santa se llama «la Semana de Turismo» y la Navidad la «Fiesta de la Familia», aquello era de lo más pintoresco. Más pintorescas todavía me parecían las cosas que algunas amigas contaban sobre sus colegios de monjas. Nosotros íbamos entonces al Colegio Británico, uno de los tres colegios no religiosos que había en Madrid, pero mi vecina y amiga Mercedes contaba del suyo cosas muy peculiares.

– En mi colegio -me dijo un día Mercedes- todos los años hacemos una función navideña.

– En el mío también -contesté yo para no ser menos y para que mi amiga no pensara que mi colegio era raro (que lo era) -. Nosotros también cantamos villancicos y representamos el Belén. Uno hace de san José, otra de la Virgen María…

– Ya -me interrumpió ella con impaciencia-, eso está muy bien, pero nosotros tenemos dos funciones, la que se ve y la que no se ve.

No entendí a qué se refería y entonces me explicó lo siguiente:

– Nosotras, la primera función no la vemos. Estamos el colegio en pleno en la sala de actos, todas las niñas vestidas de punta en blanco, con guantes y sombrero, pero no podemos mirar hacia el escenario.

– ¿Y a quién miráis? -pregunté yo, cada vez más asombrada.

– ¿A quién va a ser, tonta? A la madre superiora. Ella y las demás monjas (siempre que sean madres y no hermanas) son las únicas que pueden ver la función. Después nosotras, con las profesoras, vamos otro día y se vuelve a representar. Pero la buena -con música, discursos y bonitas oraciones- es sólo para la madre superiora. Es una costumbre muy antigua, ¿sabes? Viene del siglo xv, de los conventos reales, creo.

A mí, como niña nacida en un continente con pocos años de historia, todo lo que tuviera más de un siglo de antigüedad me parecía sublime, pero eso de que doscientas o trescientas niñas trajeadas con guantes y sombreros tuvieran que mirar durante toda la representación a la madre superiora en vez de al escenario, se me antojó bastante ridículo. Así se lo dije a mi amiga Mercedes y ella, supongo que molesta porque una extranjera cuestionara las costumbres locales, se enfadó mucho.

– Anda -dijo-, pero qué sabrás tú, si eres de las colonias.

FRANCO Y LA PESCA DEL SALMÓN

Como ya he dicho, en el cuaderno de mi madre no había nada sobre sus primeras impresiones de Madrid ni sobre nuestros desmanes en el Hotel Ritz ni sobre cuando nos instalamos en Santiago Bernabeu, 5. Había, en cambio, una o dos páginas fechadas a los quince días de nuestra llegada a la ciudad donde ella cuenta la presentación de cartas credenciales a Franco. La narración está encabezada por una bonita foto de nuestro padre bajando de una carroza a la puerta del Palacio Real. Yo de aquel día sólo recuerdo que llovía a mares y que las capas blancas y los penachos de la Guardia Mora que escoltaba el carruaje acabaron hechos un guiñapo gris muy poco marcial, pero mi madre cuenta lo siguiente:

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