Carmen Posadas - Hoy caviar, mañana sardinas
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SALMÓN A LAS UVAS
Ingredientes
1 salmón de 1 kg
1 cucharada de aceite
1 limón
300 g de uvas
sal y pimienta
un chorro de cava
PREPARACIÓN
Lavar bien el salmón y secarlo con una servilleta. Untarlo con aceite y añadirle sal. Ponerlo en una fuente de horno.
Lavar las uvas y reservar algunas para el adorno. Pelar el limón y sacarle las pepitas. Pasarlo todo por una licuadora y añadir un chorro de cava.
Verter ese zumo sobre el salmón y meter la fuente en el horno precalentado a 180° C. Durante la cocción rociar el salmón con el jugo un par de veces.
Cuando esté listo, poner el salmón en la fuente de servir y adornarlo con rodajas de limón y el resto de las uvas partidas por la mitad.
Acompañarlo con patatas gratinadas.
INTRODUCTORAS DE EMBAJADORES
Una vez pasado el trámite de las cartas credenciales, lo que más nos preocupaba a Luis y a mí era conseguir que nuestra embajada tuviera el éxito social necesario para cumplir con nuestra misión.
¿Seré capaz de estar a la altura de las circunstancias? Gran parte del éxito, en estos casos, depende de la cocinera y por eso he contratado a Lola, que venía muy recomendada y, según dicen, tiene una mano increíble. Pero por el momento lo único que noto es que siempre parece estar enojada. Yo no sé si eso es de carácter o si se trata de la proverbial austeridad castellana de la que tanto hablan, lo cierto es que asusta un poco. Apenas nos hemos estrenado juntas, ya que sólo hemos dado el cóctel de cartas credenciales y ese día encargamos muchas cosas ya preparadas. La prueba de fuego vendrá con la primera cena, pero ahora tengo otro problema. ¿A quién vamos a invitar? La gente de la embajada insiste en que la sociedad madrileña es muy difícil. Por lo visto, la gente se pelea por ir a la Embajada de Francia, un poco menos por la de Gran Bretaña y la de Italia, el éxito del resto de los embajadores depende de lo simpáticos, guapos o encantadores que puedan ser. Y también de que la primera recepción que organicen se comente en todo Madrid. Ni siquiera una superpotencia como Estados Unidos se salva de esta regla. Si se aterriza bien no hay problema, pero si no, se corre el grave peligro de caer en la categoría de las embajadas que son un quemo, como decimos en Uruguay, lugares en los que nadie quiere ser visto ni por asomo. Y si es así ya me imagino el panorama: durante los próximos cuatro o cinco años nos pasaremos Luis y yo mirándonos las caras; creo que no era lo que teníamos pensado cuando decidimos venir a Europa.
Para asustarme aún más, y con la casa todavía sin ordenar, el otro día se presentaron a tomar el té unas parientas de Luis, las señoritas de Sampognaro. Son parientas, y muy cercanas además, pero no se habla de ello en la familia. Y es que -aunque el abuelo de Luis se casó a los cincuenta años con una mujer mucho más joven que él y sólo tuvieron un hijo, mi suegro-, cuando él murió, se presentó en su casa una señora que dijo ser hija natural del muerto y de quien la abuela de Luis no había oído hablar jamás. Tampoco el testamento la mencionaba. Al parecer, había tenido una infancia muy difícil, como pasaba entonces con las filies d'amour, pero era una chica monísima y muy bien educada. Un día, paseando por el Prado con su madre, la vio un joven y prometedor diplomático, el señor Sampognaro. Se enamoró locamente de ella y se casaron poco después, y le proporcionó una vida más que desahogada. Cuando se enteró de toda esta historia, la abuela de Luis, una persona de gran corazón que Dios tenga en su gloria (aunque yo de vez en cuando me acuerdo de ella a final de mes), le dio sin mediar discusión la mitad de la herencia. Estas señoritas de Sampognaro que han venido a tomar el té son las hijas solteras de aquella señora, y han acompañado a su padre en sus distintos destinos, como Moscú y la Alemania de Hitler, donde, según cuentan algunos, una de ellas tuvo un lío con Goebbels, aunque no sé si fue Emma o Delia. Posiblemente ni el propio Goebbels supo con cuál, porque son igualitas. Por lo visto, en los últimos veintipico años, como colofón a una vida tan colorista y a cuenta de la fortuna del abuelo, las señoritas han vivido en el Hotel Palace de Madrid sin ocuparse de otra cosa que de pasarlo bien. Ahora deben de tener más de sesenta y, a pesar de que da la impresión de que los mejores tiempos ya pasaron para ellas, siguen manteniendo su charme y buen estilo. Son extremadamente parecidas, tanto que cuesta saber cuál es Emma y cuál Delia. Las dos llevan el mismo corte de pelo (una es levemente rubia y la otra algo más pelirroja), el mismo tapado de visón (el de Delia con vuelta en la manga, el de Emma sin ella) y el mismo collar de perlas (uno de dos filas y el otro de tres).
– Sí, Bimbita -me dijeron casi a coro-, la sociedad madrileña es muy complicada. No te podes imaginar. Hay que saber muy bien dónde se pisa. Ustedes son jóvenes y lindos, pero eso sirve de poco si no saben moverse. Ya sabemos que tu papá fue embajador en París, naturalmente, pero eso era antes de la guerra y además España no tiene nada que ver con Francia. Uy, qué rica está esta torta… Cómo se nota que tiene dulce de leche uruguayo y no esa leche condensada al baño María que hacen a veces acá. ¿Me pondrías un poco más, por favor? -decía una de ellas (creo que Emma).
– Yo aún diría más -ésta debe de ser Delia-, ustedes ni siquiera tienen una residencia representativa como otros países. Esta casa es muy digna, pero no se puede tener la residencia en un piso, es obvio. Sí, ya sabemos que no es culpa tuya sino del presupuesto, pero las embajadas han de estar en un edificio que se salga de lo común. Si está en una casa de apartamentos como ésta, con vecinos arriba y abajo, se coloca la embajada al mismo nivel que las otras personas y esto no es conveniente. No hay más que ver la Embajada de Francia, que tiene un magnífico edificio en plena calle Serrano. Los italianos cuentan con el palacete en Velázquez. Incluso países pequeños como Bélgica tienen casas estupendas, casas a las que siempre va la gente elegante, aunque sea para ver cómo están decoradas. Este pisito es muy mono, insisto, pero no puede compararse con nada de eso. Además, Uruguay, en casi todo el mundo excepto en Sudamérica, no significa absolutamente nada para nadie. En estas condiciones, querida, es muy difícil relacionarse o, mejor dicho, conseguir que la gente quiera relacionarse con ustedes.
– ¿Qué puedo hacer entonces? -pregunté yo toda preocupada.
– Te hace falta un poco de ayuda para no andar a ciegas, Bimbita. Alguien que te explique quién es quién, a quién hay que invitar y que consiga que la gente venga a tu casa. Alguien que te diga cómo se coloca en una misma mesa a un capitán general, un obispo y un grande de España sin equivocarse -dijo ¿Delia?, ¿Emma? (¿cuál era la que tenía dos vueltas en el collar de perlas?).
– Sí, querida, alguien que conozca bien la buena sociedad de Madrid. Ya sé que el ministerio les da una serie de instrucciones, pero todos sabemos que eso no sirve para nada. Necesitas a alguien que sepa cómo piensan ellos y que, a la vez, piense como un uruguayo.
– Sí, claro, eso sería muy útil, pero…
– Lo que a vos te hace falta es una secretaria social, mi hijita. Mejor dicho, dos. Personas que te organicen la agenda, que te digan dónde ir y cómo vestir, en qué peluquería peinarte y que te expliquen bien cómo son los españoles.
– Yo aún diría más -terció la otra dando un largo sorbo a su taza de té-, dos secretarias sociales. Te serían de gran ayuda.
Las señoritas me miraban fijamente con el ceño fruncido. «¡Dios mío -me dije-, qué parecidas son entre sí y, lo que es peor, así tan serias se parecen cada vez más a mi suegro, vaya genes persistentes!»
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