Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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– Bueno, ya está bien, dejad de charlar -ordenó enfadado el cabo primero.
– Y éste, ¿por qué grazna como un cuervo? Lo que debería hacer es lo que hacen los abuelos, estar echado y sorberse los mocos. La verdad es que nosotros no tenemos un cabo primero, sino una fiera enjaulada.
– ¡Mañana verás tú la fiera! ¿Crees que no he reconocido tu voz, Nekrasov? ¡Por mucho que cambies la voz te reconozco perfectamente!
Durante algunos minutos sólo se oyeron en la estancia algunos ronquidos; por último, Pescacangrejos dijo impaciente:
– ¡No avanza! ¿Qué estará haciendo? ¡Ya podía ir más rápido! Hasta que no salga de la línea de fuego nos tendrá en un puño. ¡Oh, Señor, qué tortura nos has enviado! ¡Mañana por la mañana aún no habrá llegado al zaguán!
Se quedaron de nuevo en silencio hasta que Pescacangrejos dijo con voz desesperada:
– ¡No se mueve! ¿Se habrá acostado? ¿O será que ella ha colocado una alambrada en la cocina?
El cabo primero se incorporó un poco y, agotada ya la paciencia, exclamó:
– ¡Callaos, hijos del demonio!
– ¡Vaya, aquí estamos peor que bajo los morteros alemanes! – murmuró entre dientes Pescacangrejos, y se calló; Kopytovski le tapó la boca con su mano ancha y negra.
Pasaron unos largos minutos de angustiosa espera hasta que les llegó desde la cocina la voz enojada de la patrona, así como un ligero ajetreo que duró unos instantes. Algo se cayó con gran estruendo y se oyó un ruido de vajilla rota estrellándose contra el suelo. En seguida sonó un fuerte portazo; y la puerta chocó tan violentamente que cayeron trozos de estuco y empezó a tintinear un reloj que estaba colgado encima del baúl.
Abriendo la puerta de espaldas, Lopajin entró en la habitación tambaleándose; dio unos pasos rápidos e indecisos. Apenas podía tenerse en pie, parecía un milagro que se sostuviese en mitad de la estancia.
El cabo primero se incorporó con viveza, encendió la lámpara de petróleo y la levantó por encima de su cabeza. Lopajin seguía en pie, con las piernas muy separadas. Tenía una inflamación entre negra y azulada en el ojo derecho, que mantenía casi cerrado, mientras el izquierdo despedía chispas. Los soldados, que estaban tumbados en el suelo, se incorporaron inmediatamente como si obedecieran una orden. Sentados sobre los capotes, todos observaban en completo silencio a Lopajin. Evidentemente, no había nada que preguntar: el ojo hinchado y el chichón que Lopajin tenía en la frente, del tamaño de un huevo de gallina, hablaban por sí mismos sin necesidad de más explicaciones.
– ¡Alejandro Makedonskov! ¡Vaya pulga miserable! ¿Qué tal la sorpresa? -exclamaba el cabo primero entre dientes, irritado.
Lopajin se tentaba con cuidado el chichón que tenía sobre la ceja derecha y que iba creciendo por momentos, e hizo un gesto de displicencia.
– ¡Ha sido un error imprevisible! De todos modos, hermanos, ¡qué fuerza la de esta mujer! ¡No es una mujer, es una maravilla! No conozco otra igual. Es un púgil de primera categoría, un verdadero luchador de peso pesado. Menos mal que estoy acostumbrado a los platos fuertes, tengo fuerza en los brazos y levanto sacos de un quintal de peso y los arrastro adonde sea… Me ha cogido en brazos, por encima de las rodillas y por los hombros, y me ha dicho: «¡Vete a dormir, Piotr Fedotovich, o te tiro por la ventana!» «Bueno -le digo -, eso ya lo veremos.» Y lo he visto. Tanto afanarme, y ahí tenéis… – Lopajin, con la cara crispada de dolor, se palpó el chichón color violeta que tenía sobre la ceja y añadió-: Y menos mal que he dado con la espalda contra la puerta porque podía haber dado de canto y hubiera sido peor… Pero si yo sigo vivo después de la guerra, volveré a este pueblo y daré a esta mujer su merecido aunque sea en presencia del teniente. ¡Eso es un tesoro, no una mujer!
– ¿Y qué pasará con la oveja? -preguntó Nekrasov con entonación triste.
Por toda respuesta hubo tal estallido de carcajadas que Streltsof, despertándose sobresaltado, se dirigió rápidamente hacia su fusil ametrallador, que se hallaba a poca distancia de donde estaba tumbado.
– ¿Nos dará de comer mañana tu tesoro? -preguntó el cabo primero sin poder disimular la rabia.
Lopajin bebió agua tibia de su cantimplora y tras dejarla, respondió tranquilamente:
– Lo dudo.
– Entonces, ¿para qué nos has hecho pasar tales sudores y nos has mareado tanto?
– ¿Qué pretendes de mí, camarada cabo primero? ¿Quieres acaso que vuelva a visitar a la patrona? Preferiría entendérmelas con los tanques alemanes. Y si estás tan impaciente, ve tú mismo. A mí me ha hecho un chichón, pero estoy seguro de que a ti te hará una docena. ¿Quieres que te acompañe hasta la cocina?
El cabo primero escupió, renegó entre dientes y se vistió la guerrera. Una vez vestido, y sin dirigirse a nadie en particular, como si hablara consigo mismo, murmuró con aire taciturno:
– Me voy a ver al presidente del koljós. No saldremos de aquí sin desayunar. No puedo presentarme ante el mando diciendo, a modo de novedad: «Alimentad a estos desharrapados.» Vosotros tranquilos, que yo vuelvo pronto.
Lopajin se acostó en el lugar que le estaba reservado, se puso los brazos debajo de la cabeza y con el sentimiento del deber cumplido, dijo:
– Bueno, ahora ya puedo dormir. Mi ataque ha sido rechaza-do. He hecho una retirada ordenada aunque con algunas pérdidas, y ante la clara superioridad de las fuerzas enemigas no repetiré el asalto a la posición. Sé que os reiréis de mí, muchachos, durante dos meses -al menos los que sobrevivan dos meses -, pero sólo os pido una cosa: que lo hagáis a partir de mañana, pues ahora quiero dormir.
Sin esperar respuesta, Lopajin se acomodó y a los pocos segundos estaba sumido en un profundo sueño, como un niño.
24
Kopytovski despertó a Lopajin temprano:
– ¡Pulga del demonio, levántate y desayuna! ¡Venga, especie de pulga!
– ¿Cómo que pulga? Pero si es Alejandro Makedonskov… – intervino Akimov sin dejar de restregar unos cubiertos de aluminio con un trozo de tela.
– Sí, el terror de las mujeres, el defensor de los pueblos – dijo Jmys -. Y sin embargo, como yo decía, ayer no pasó.
– ¡Te morirás de hambre si se te ocurre confiar en semejante defensor! -exclamó Nekrasov.
Lopajin entreabrió los ojos y se recostó. Como siempre, su ojo izquierdo brillaba con vivacidad, pero el derecho seguía ribeteado por una mancha cárdena. Sólo recibía luz por una rendija.
– ¡Sí que te ha tratado bien la mujer! -dijo Kopytovski con el ceño fruncido; a continuación se volvió de espaldas para que el otro no viera cómo se reía. Lopajin sabía a la perfección que sólo mediante el silencio era posible salir indemne de las burlas de sus compañeros.
Se puso a silbar con indiferencia, sacó del macuto una toalla y un trozo de jabón y salió al exterior. Los soldados, al pie del pozo, se lavaban codo con codo. Sobre la hierba de un pequeño jardín estaban desperdigados los macutos; sobre cada uno de ellos estaban el plato y el perol correspondiente. Cerca de allí ardía una gran hoguera. La olla grande del regimiento pendía de una viga de hierro. La patrona, muy acicalada, alimentaba el fuego. Con una cuchara de madera removía el contenido del recipiente inclinando su robusto talle.
A Lopajin todo esto le pareció un sueño. Hizo una mueca dolorosa y se frotó los ojos. «¡Maldita bruja!», pensó, pero en ese preciso instante llegó hasta sus narices un olor a sopa de carne. Lopajin se encogió de hombros y salió al porche. Acercándose al fuego, dijo con galantería:
– Buenos días, Natalia Stepanovna.
La patrona se irguió, le dirigió una mirada penetrante y aguda y se inclinó nuevamente sobre el puchero. Sus mejillas se sonrojaron ligeramente y en su recio cuello blanco aparecieron algunas manchas rojas.
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