Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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– ¡Menudos pantalones los tuyos! -repuso Nekrasov-. ¡Sólo tenerlos en las manos da asco! Yo intento remendártelos con el segundo repuesto antigás, y por mucho que me atormento, no se ve el final de esto… Habría que hacerte unos pantalones de hojalata, entonces quizá sirvieran para algo. Sashka, ¿por qué no les hacemos tirantes a tus calzoncillos y quemamos los pantalones?

Kopytovski puso los ojos en blanco mientras pensaba una respuesta cáustica pero en aquel momento alguien gritó:

– ¡Muchachos, que viene la patrona!

De repente todos callaron. Veintiséis pares de ojos dirigieron sus miradas hacia la puerta; sólo Streltsof siguió silbando suavemente, engrasando con cuidado el cerrojo desmontado de su fusil ametrallador, sin levantar la cabeza, que mantenía inclinada.

Una mujer se acercaba majestuosamente al umbral de la puerta. Era bastante alta, corpulenta y hermosa. Bien proporcionada, tenía facciones hermosas y su estatura rebasaba al menos en una cabeza al más alto de ellos. En medio del silencio, alguien suspiró:

– ¡Vaya, fijaos en eso!

El cabo primero abriendo los ojos desmesuradamente empujó a Lopajin.

– Alégrate, muchacho. ¡Esto no lo esperábamos! Lopajin se apretó el correaje, se arregló inmediatamente los pliegues de la guerrera y tras quitarse el casco, se alisó los cabellos con la palma de la mano. Irguiéndose completamente, como un caballo que hubiera oído los clarines que llaman al combate, con ojos embelesados acompañaba a aquella mujer de aspecto imponente.

El cabo primero movía con desesperación los brazos, diciendo:

– ¡No hay nada que hacer! ¡Ahora mismo voy a romperle los morros a ese presidente! ¡Para que se burle otra vez de nosotros, el muy hijo de puta!

Lopajin le dirigió una mirada confusa y, algo descontento, le preguntó:

– ¿De qué demonios te asustas?

– ¿Cómo que de qué? -se indignó el cabo primero -. ¿No has visto acaso lo que viene?

– Lo veo. Una mujer de una pieza. Con faldas y todo lo demás. ¡Una maravilla, no una mujer! -exclamó Lopajin admirado.

– ¡De una pieza! ¡Maravilla con faldas! -gruñó el cabo primero -. No es una mujer lo que viene, es un monumento. ¡Da miedo mirarla! Vi una parecida en una exposición agrícola de Moscú, antes de la guerra. A la entrada había una mujer de piedra, un monumento, como ésta… ¡Dios ha creado cada cosa! – El cabo primero, escupiendo y blasfemando, arrastró a Lopajin a un rincón del granero y le preguntó en voz baja -: ¿Qué haremos? ¿Nos mudamos de alojamiento?

Lopajin, seguro de sí mismo, mirándole de arriba abajo le dijo, encogiéndose de hombros:

– ¿De qué hablas? ¿Por qué mudarnos? Haremos lo que hemos acordado. Todo sigue en pie como antes.

– ¡Pero Lopajin, deberías limpiarte los ojos! ¡Mira bien! ¿No ves que tu cabeza apenas alcanza a los hombros de esa mujer?

– Bueno, ¿y qué importa eso?

– Pues que eres bajito para ella, ¿no lo ves?

Mirando el rostro demudado y casi asustado del cabo primero, Lopajin sonrió con aire despectivo:

– Cabo, ya te han salido canas e ignoras lo que sabe cualquier mujer…

– ¿Qué ignoro? Puedo enterarme ahora…

– Pues que la pulga pequeña pica más fuerte y mejor ¿comprendes?

El cabo primero, disipadas algunas de sus dudas, contemplaba en silencio y con profundo respeto a Lopajin, que parecía irradiar aplomo y arrogancia. Lopajin, frunciendo el ceño, dijo con alegre sonrisa:

– Oye, cabo, ¿has estudiado alguna vez historia antigua? -No he tenido ocasión. Para hacerme albañil no la necesité en absoluto. ¿Por qué lo preguntas?

– En la antigüedad hubo un jefe supremo de los ejércitos que se llamaba Alejandro de Macedonia, y más tarde, en Roma, vivió otro jefe de los ejércitos llamado Julio César, cuyo lema era «Llegué, vi y vencí.» Yo tengo el mismo lema y no me asusta lo más mínimo la estatura de esta ciudadana. ¿Me das tu permiso para actuar, cabo primero?

– Claro, actúa, no puedo oponerme, no tenemos otra salida. Pero te diré una cosa, minero: tú no morirás de muerte natural.

El cabo primero movió la cabeza con desconsuelo, pero Lopajin le guiñó un ojo alegremente poniendo su manaza sobre el hombro del viejo cabo.

– Todo saldrá bien. ¡ Cabo primero, no te haré ninguna faena ni me la haré tampoco a mí! ¡Puedes estar totalmente seguro!

22

Lopajin se empeñó en la ardua tarea de ganarse las simpatías de la patrona. Ofreció su ayuda para regar el huerto y en vez de alejarse lentamente del pozo con los cubos colmados, como hacen los hombres de la estepa, se apresuraba tomando la delantera a la mujer y dando saltitos alegres. Al hacer leña mandaba en todas direcciones astillas de abedul. Sin detenerse a meditarlo se quitó las botas brillantes, se remangó los pantalones hasta las rodillas y se lanzó ardientemente a limpiar el corral de verano de las vacas. El estiércol le llegaba a los tobillos.

Por su parte la patrona aceptaba esta ayuda con placer; contemplaba al ardiente Lopajin con una sonrisa picara y jovial en sus ojos grises. De cuando en cuando volvía la cabeza y se arreglaba torpemente el pañuelo blanco que la cubría. ¡Si hubiera podido ver entonces Lopajin la sonrisa franca del que todo lo sabe!

El resto de los soldados seguían sentados al amparo del cobertizo del granero. Hablaban a media voz; cada cual se entretenía en sus asuntos pero a nadie se le escapaba el menor gesto de la patrona y de Lopajin, a quienes observaban de continuo. El cabo primero era el más interesado por las evoluciones de Lopajin. Se instaló en el asiento de una segadora averiada y desde allí, junto al granero, observaba el patio como un jefe militar que contemplara un campo de batalla. El ametrallador Vasili Jmys le dijo burlonamente, dirigiendo un guiño a la tropa:

– Camarada cabo primero, su puesto de vigía es mejor que el de un general. ¡Seguro que disfruta de una buena vista desde allí!

El cabo primero gruñó:

– ¡Cállate, perra parturienta! Hay un hombre que hace todo lo posible por vosotros y tú no sabes más que ladrar.

El cabo primero seguía observando a Lopajin con desconfianza, pero su rostro se iluminó cuando, al volverse, oyó que la mujer llamaba con voz suave y cariñosa a Lopajin, que estaba cortando leña.

– ¡Menuda pieza! ¡Es terrible con las mujeres! ¡Ya ha conseguido que le llame por su patronímico! ¿Habéis oído? Le ha llamado Piotr Fedotovich. ¡ Qué minero! No es de los que se pierden o se quedan huérfanos.

– ¡Ya pica! -exclamó satisfecho Nekrasov moviendo la cabeza y señalando a la mujer, mientras daba un golpecito amistoso al cabo primero.

– ¡Claro que pica! Dime, ¿por qué no iba a picar? Es un buen muchacho y la estatura… a fin de cuentas, ¿qué importa? Para hacer buena pareja con esa mujer haría falta un hombre largo como la viga de un puente o dos muchachos fornidos colocados uno encima del otro, para que el de arriba llegara a la altura de ella… ¡Pero este Lopajin no necesita trucos, el muy hijo de perra! Por algo dicen que la chinche aunque es pequeña huele mal. Actúa como un héroe, como ese jefe del ejército… -Al llegar a este punto el cabo primero, arrugando los labios, miró fijamente a Nekrasov y súbita e inesperadamente preguntó-: ¿Tú has estudiado alguna vez, por casualidad, historia antigua?

– Tengo muy pocos estudios -contestó Nekrasov con un suspiro -. No pude acabar ni siquiera la enseñanza primaria por culpa del maldito zarismo y de la pobreza de mis padres. No he tenido ocasión de conocer la historia antigua. Y lo que no lo sé, pues no lo sé; no soy pretencioso.

– ¡Ya es lástima que no hayas estudiado, ya es lástima!

– exclamó el cabo primero en tono de reproche, y con aires de superioridad se atusó el bigote -. Cuando yo era pequeño tampoco se me daban bien algunas asignaturas. Solía ocurrirme que cuando tenía que estudiar historia antigua, o cualquier otra materia desagradable, como la geografía, me daban hasta dolores de cabeza. Pero bueno, llega el momento en que se supera todo eso y uno va adquiriendo poco a poco educación y más instrucción, ¿comprendes?

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