Otras veces se inclina sobre la ventanilla y contempla pasar un edificio o una plaza con una absorta fijeza, como si quisiera grabar su imagen en la memoria, mientras le dice adiós.
Mañana salgo hacia Inglaterra. Volveré dentro de unas semanas a recoger mis cosas, antes de dejar Berlín definitivamente. Fräulein Schroeder, la pobre, está inconsolable.
– Nunca encontraré otro caballero como usted, Herr Isherwood, siempre tan puntual en el pago… La verdad es que no sé por qué se marcha usted así de Berlín, tan de repente…
No serviría de nada explicárselo ni hablar de política. Ha empezado a adaptarse al nuevo régimen, lo mismo que siempre se adaptará a cualquier otro. Esta mañana incluso la oí hablar respetuosamente del «Führer» con la portera. Si alguien le recordase que en las elecciones de noviembre votó comunista lo negaría furiosa, y con perfecta buena fe. Sumisa a una ley natural, como el animal que pelecha en invierno, Fräulein Schroeder se aclimata. Miles de personas como Fräulein Schroeder están aclimatándose. Al fin y al cabo, gobierne quien gobierne, están condenados a vivir en esta ciudad.
Hoy brilla el sol y el día es tibio y suave. Sin abrigo ni sombrero, salgo a dar por última vez mi paseo matinal. Brilla el sol y Hitler es el amo de esta ciudad. Brilla el sol y docenas de amigos míos -mis alumnos del Liceo de Trabajadores, los hombres y las mujeres con quienes me encontraba en la I.A.H. -están presos, si es que no están muertos. Pero no es en ellos en quienes voy pensando- ellos, los de ideas claras, los decididos, los heroicos, que conocían y aceptaban el riesgo. Voy pensando en el pobre Rudi y en su absurda blusa cosaca. Sus imaginaciones, sus fantasías de libro de cuentos se han convertido en un juego mortalmente serio que los nazis están perfectamente dispuestos a jugar. Los nazis no se reirán de él: le tomarán exactamente por lo que pretende ser. Quizá en este mismo momento le están atormentando a muerte.
Capto el reflejo de mi cara en la luna de un escaparate y me horroriza ver que estoy sonriendo. Imposible dejar de sonreír, con un tiempo tan hermoso… Los tranvías pasan, Kleiststrasse arriba, como siempre. Y lo mismo los transeúntes que la cúpula en forma de tetera de la estación de la Nollendorfplarz guardan un aire curiosamente familiar, un vivo parecido con algo recordado, habitual y placentero, como en una buena fotografía.
No. Ni siquiera ahora puedo creer del todo en todo lo ocurrido…
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