Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Al final de la Potsdamerstrasse hay un ferial con tiovivos, columpios y atracciones. Una de las mayores es una caseta donde hay combates de grecorromana y boxeo. Se paga y se entra, se ven tres o cuatro combates y después el árbitro anuncia que si se quiere ver más hay que pagar diez pfennigs de suplemento. Uno de los luchadores es un hombre calvo y tripudo: lleva unos pantalones de lienzo arremangados, lo mismo que un bañero. Su adversario viste mallas negras y unas rodilleras de cuero que podrían haber pertenecido al caballo viejo de un simón. Los luchadores se derriban el uno al otro siempre que pueden y se contorsionan en el aire para divertir al público. El gordo hace siempre de perdedor, finge enfurecerse y amenaza con golpear al árbitro.

Uno de los boxeadores es un negro. Invariablemente gana. Los adversarios se golpean mutuamente con los guantes abiertos y hacen un ruido tremendo. El otro boxeador, un chico alto y bien formado, casi veinte años más joven y evidentemente más fuerte que el negro, es derribado con una facilidad ridícula. Se retuerce agónicamente sobre la lona, casi consigue levantarse a la cuenta de diez, para derrumbarse otra vez entre quejidos. Concluido el combate, el árbitro recauda otros diez pfennigs y pregunta si hay algún voluntario entre el público. Antes que nadie pueda responder, otro chico joven, que ha estado hasta ese momento charlando y bromeando abiertamente con los luchadores, salta al ring en un abrir y cerrar de ojos, se quita la ropa y aparece vestido en calzones y botas de boxeo. El árbitro anuncia una bolsa de cinco marcos para el ganador, y esta vez el negro queda fuera de combate.

El público lo toma todo absolutamente en serio, grita animando a sus favoritos e incluso se pelea y hace apuestas. Y, sin embargo, casi todos estaban en la caseta cuando yo entré y allí seguían al marcharme. Desde el punto de vista político, la conclusión que uno saca es deprimente: a esta gente se le puede hacer creer no importa en qué o en quién.

Hoy al anochecer, pasando por la Kleiststrasse, he visto una pequeña multitud agolpada alrededor de un automóvil. Había dos chicas dentro, y en la calzada estaban dos jóvenes judíos discutiendo violentamente con un hombre rubio y corpulento, evidentemente borracho. Los judíos, según parece, recorrían la calle a poca velocidad, en busca de plan, y habían invitado a las chicas a subir al coche. Las chicas aceptaron. Pero en ese momento se había interferido el tipo rubio. Era nazi, nos dijo, y se consideraba en la obligación de defender el honor de las mujeres alemanas contra la obscena amenaza antinórdica. Los judíos, que no parecían en absoluto intimidados, contestaron decididamente al nazi que se ocupase de sus propios asuntos. Mientras tanto, las chicas aprovecharon la pelea para escurrirse fuera del coche y escapar calle abajo. El nazi intentó entonces arrastrar a uno de los judíos por el brazo, en busca del policía más próximo, pero el judío le atizó un puñetazo que lo tumbó boca arriba sobre el pavimento. Antes de que pudiera incorporarse, los dos chicos saltaron al coche y arrancaron a toda velocidad. La multitud se dispersó lentamente, entre comentarios. Muy pocos estaban abiertamente en favor del nazi y algunos defendían a los judíos, pero la mayoría se contentaba con menear dubitativamente la cabeza, mientras murmuraba: « Allerhand! »

Tres horas después volví a pasar por el mismo sitio. El nazi seguía de plantón allí, dispuesto a acudir una vez más en socorro de la feminidad alemana.

Ha habido carta de Fräulein Mayr y Fräulein Schroeder me ha llamado para leérmela. Dice que no le gusta Holanda. Se ha visto obligada a actuar en locales de segunda categoría en pequeñas ciudades y se queja de la falta de calefacción en los hoteles. Los holandeses, según ella, carecen de cultura y hasta ahora sólo ha conocido un caballero refinado y con auténtica clase. Un viudo. El viudo le dice que es una verdadera mujer-mujer y no uno de esos chiquilicuatros de muchachitas. En testimonio de admiración por su arte le ha regalado un juego completo de ropa interior.

Además, Fräulein Mayr ha tenido dificultades con sus compañeras. En cierta ciudad una actriz rival, envidiosa de las facultades vocales de Fräulein Mayr, intentó sacarle un ojo con un alfiler de sombrero. Admiro su valor. Cuando Fräulein Mayr terminó con ella, su estado físico era tan lamentable que no pudo aparecer en escena durante una semana.

Anoche, Fritz Wendel me invitó a una vuelta por los «tugurios». Íbamos un poco en plan de despedida, porque la policía ha empezado a interesarse por esos lugares. A menudo hacen registros y toman nota de los nombres de los clientes. Incluso se habla de una limpieza general de Berlín.

Mi insistencia en visitar el Salomé, en donde nunca había entrado, le desconcertó un tanto. Fritz, en su calidad de enterado de la vida de noche, se mostró de lo más despreciativo. Ni siquiera era auténtico, me dijo. Estaba exclusivamente organizado para escándalo de provincianos.

El Salomé resultó ser muy caro y todavía más deprimente de lo que imaginaba. Unas cuantas aparatosas lesbianas y un grupo de jovencitos con las cejas depiladas revoloteaban junto al bar, y de vez en cuando prorrumpían en estentóreas carcajadas y en chillidos -simbólicos al parecer, de la risa de los réprobos-. El local entero está decorado en rojo y oro -suntuoso terciopelo carmesí y enormes espejos dorado. Estaba lleno. El público se componía sobre todo de respetables hombres de negocios y sus familias, a quienes se oía exclamar con benevolente asombro: «¿Pero de verdad?» «jamás lo hubiera imaginado!» Nos marchamos a mitad del espectáculo, en el momento en que un jovencito en crinolina y sostenes bordados de pedrería ejecutaba penosa y eficientemente tres écarts .

A la salida tropezamos con un grupo de norteamericanos jóvenes, muy borrachos, que dudaban si entrar o no. Les capitaneaba un tipejo rechoncho con lentes de pinza y una mandíbula desagradablemente prominente.

– Oiga usted -le preguntó a Fritz-, ¿qué hay ahí dentro?

– Hombres vestidos de mujeres -sonrió Fritz.

El pequeño americano no podía creerlo.

– ¿Hombres vestidos de mujeres ? De mujeres , ¿eh? ¿Quiere usted decir que es un sitio especial ?

– La verdad es que aquí todos somos un poco especiales -declaró Fritz solemnemente y en tono siniestro.

El tipo se nos quedó mirando. Había venido corriendo y todavía jadeaba. Los otros se apretujaban azoradamente tras él, dispuestos a todo, las caras inexpresivas y boquiabiertas y un poco asustadas bajo la luz verdosa.

– ¿Usted también es especial ?-me preguntó, volviéndose de repente hacia mí.

– Sí -contesté-, muy especial.

Me miraba, jadeante, con la mandíbula caída, dudoso, como si se preguntara si debía pegarme un puñetazo. Luego dio media vuelta, prorrumpió en un viejo grito de guerra de colegio y, seguido por los otros, se precipitó de cabeza en el interior del local.

– ¿Has estado en ese tugurio comunista cerca del Zoo?-me preguntó Fritz cuando salíamos del Salomé-. Creo que deberíamos ir a echar un vistazo. Después de todo, es posible que en seis meses todos llevemos camisas rojas…

Le dije que de acuerdo. Tenía curiosidad por saber en qué consistía un «tugurio comunista» para Fritz.

Era un sótano pequeño y encalado. La gente se sentaba en largos bancos de madera, tras las grandes mesas de madera desnuda. Una docena por mesa, como en un comedor de colegio. En las paredes había composiciones expresionistas, collages hechos con papel de periódico, naipes, marcas de cerveza, cajas de cerillas, cartones de tabaco y fotografías recortadas. El sitio estaba lleno de estudiantes, casi todos vestidos con un desaliño agresivamente político: los hombres con jerseys de marinero y pantalones sucios y con rodilleras, las chicas con blusas mal cortadas, faldas milagrosamente sostenidas por imperdibles y pañolones de colorines descuidadamente anudados al cuello. La dueña fumaba un cigarrillo y el chico que hacía de camarero se paseaba con una colilla entre los labios y daba palmadas en la espalda a los parroquianos cuando le pedían las consumiciones.

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