Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Como Frank dijo luego, aquello era una manifestación de policías y no una manifestación nazi -había por lo menos dos policías por cada nazi-. Es posible que el general Schleicher la haya autorizado para demostrar quiénes son los verdaderos amos de Berlín. Todo el mundo dice que va a proclamar una dictadura militar.

Pero los verdaderos amos de Berlín no son los policías, ni el ejército, ni tampoco los nazis. Los amos de Berlín son los obreros -a pesar de toda la propaganda que he escuchado y he leído, a pesar de todas las manifestaciones a que he asistido, hasta hoy no me había dado verdadera cuenta-. De los centenares de personas que poblaban las calles próximas a la Bülowplatz relativamente pocas debían ser comunistas decididos, y sin embargo uno tenía la impresión que todas ellas estaban en contra de la manifestación. Alguien rompió a cantar la Internacional y, en un instante, todos le corearon, incluso las mujeres asomadas a las ventanas de los pisos altos, con sus críos en brazos. Los nazis, entre un doble cordón de policías, marchaban al paso más rápido posible, escabullidos. La mayoría llevaban los ojos bajos, otros miraban inexpresivamente al frente; sólo unos pocos ensayaban una sonrisa, insegura y furtiva. Cuando la columna hubo pasado, apareció un tipo de las SA, rechoncho y ya maduro, jadeante, que se había quedado atrás y que ahora, mortalmente asustado al encontrarse solo, se esforzaba inútilmente por dar alcance a los otros. La entera multitud estalló en carcajadas.

Durante la manifestación no se permitía a nadie la entrada en la Bülowplatz. La multitud se arremolinaba dificultosamente alrededor, y las cosas empezaron a ponerse feas. Los policías, enarbolando los fusiles, nos ordenaron retroceder, y unos cuantos -los menos experimentados- se aturullaron y encararon el arma. De pronto apareció un carro blindado que empezó a hacer girar lentamente su ametralladora en nuestra dirección. Hubo una estampida hacia los portales y los cafés, pero en cuanto el carro desapareció la gente se echó otra vez a la calle, gritando y cantando. Aquello se parecía demasiado a un juego de colegiales traviesos para resultar alarmante. Frank lo pasó en grande. Corría de un lado a otro sonriente, con sus inmensos anteojos de búho y su gabán demasiado grande, como un pájaro burlón y desgarbado.

Hace una semana que escribí lo anterior. Schleicher ha dimitido. Los tipos del monóculo y la camisa dura se salieron con la suya y Hitler ha formado gobierno con Hugenberg. Nadie cree que pueda durar mucho.

Los periódicos van pareciéndose cada vez más a un boletín escolar. No traen más que nuevos castigos, nuevas reglas y listas de gentes confinadas. Esta mañana Göring ha inventado tres variedades inéditas de alta traición.

Todas las tardes voy al inmenso y medio vacío café de los artistas, junto al Templo Conmemorativo, donde los judíos y los intelectuales de izquierda inclinan las cabezas sobre los veladores de mármol para hablar en voz baja y asustada. Muchos de ellos saben que les detendrán -hoy, o mañana, o si no la semana próxima-. Todos extreman las cortesías y la solicitud, se saludan a golpe de sombrero y se preguntan por sus familias. Viejos y conocidos piques literarios son hoy cosa olvidada.

Casi diariamente los tipos de las SA aparecen por el café. A veces es una colecta y todo el mundo se siente obligado a dar algo. Otras es una detención. La otra tarde un escritor judío corrió a la cabina telefónica para avisar a la policía. Los nazis le sacaron a rastras y se lo llevaron. Nadie movió un dedo. Uno hubiera podido oír el vuelo de una mosca, mientras estaban allí.

Los corresponsales extranjeros cenan todas las noches en un pequeño restaurante italiano, donde se sientan a una gran mesa redonda, en un rincón. El local entero les mira a hurtadillas y trata de oír lo que hablan. Si viene alguien con información -detalles de un nuevo arresto, o las señas de una víctima a cuyos parientes entrevistar-, uno de los periodistas se levanta de la mesa y sale con él a dar una vuelta por la calle.

A un conocido mío, un chico comunista, le detuvieron los SA, le llevaron a su cuartel y le dieron una paliza. Después de tres o cuatro días le soltaron y volvió a casa. A la mañana siguiente llamaron a la puerta. Mi amigo, con un brazo en cabestrillo y cojeando, fue a abrir: en el descansillo estaba un nazi con una hucha. No pudo contenerse al verle.

– ¿No tenéis bastante con pegarme?-chilló-. ¡Encima venís a pedirme dinero!

El nazi sonrió.

– ¡Vamos, vamos, camarada! ¡Basta de politiquerías! ¡Recuerda que vivimos en el Tercer Reich! ¡Hay que ser todos hermanos y sobreponerse a esos estúpidos rencores políticos!

Esta tarde, en el salón de té ruso de la Kleiststrasse, me encontré con D. Creí estar soñando. Me saludó radiante, como siempre.

– ¡Dios mío! -murmuré-. ¿Qué estás haciendo aquí? D. sonreía.

– ¿Creías que me había marchado al extranjero?

– Pues claro…

– Pero si la situación actual es tan interesante…

Rompí a reír.

– Desde luego ésa es una manera de ver las cosas… Pero, ¿no es muy peligrosa para ti?

D. seguía sonriendo y se volvió hacia la chica que estaba sentada con él.

– Es Mr. Isherwood… Puedes hablar tranquilamente delante de él. Odia a los nazis tanto como nosotros. ¡Mr. Isherwood es un antifascista decidido!

Se rió y me dio una palmada en la espalda. Varias personas que estaban cerca y que le habían oído reaccionaron curiosamente. No sé si es que no podían dar crédito a sus oídos o si estaban tan asustados que no se dieron por enterados y siguieron allí, sorbiendo su té, paralizados de mudo terror. Jamás en mi vida me había sentido tan incómodo.

(La táctica de D. no era mala, después de todo. Nunca le detuvieron y dos meses más tarde pudo escapar a Holanda).

Al pasar esta mañana por la Bülowstrasse los nazis estaban saqueando las oficinas de una pequeña editorial liberal y pacifista. Habían traído un camión en el que amontonaban los libros. El chófer leía burlonamente los títulos a la multitud.

Nie Wieder Krieg! -voceó mientras exhibía un volumen con el mismo gesto de asco y cautela que si se tratase de un reptil venenoso. La gente estalló en carcajadas.

– ¡No más guerras! -coreó una mujer gruesa y bien vestida, con una risa de sarcasmo bestial-. ¡Vaya idea!

Uno de mis actuales alumnos es Herr N., que fue jefe de policía con el régimen de Weimar. Viene todos los días. Quiere perfeccionar su inglés porque se marcha muy pronto a Estados Unidos, en donde le han ofrecido un empleo. Lo más curioso de nuestras clases es que tienen lugar en el enorme automóvil cerrado de Herr N. mientras circulamos por las calles. Herr N. nunca sube a recogerme: envía al chófer y en cuanto yo bajo el coche arranca. A veces paramos un rato en la linde del Tiergarten y paseamos por los senderos, con el chófer siguiéndonos a respetuosa distancia.

Herr N. me habla casi siempre de su familia. Le preocupa su hijo, que está delicado de salud, y al que tiene que dejar aquí para someterse a una operación. Su mujer también está delicada: espera que el viaje no la fatigue demasiado. Me describe sus síntomas y las medicinas que toma. Me cuenta historias de la infancia de su hijo. De una manera impersonal y plena de tacto hemos acabado por intimar bastante. Herr N., que se comporta siempre con una encantadora cortesía, escucha grave y atentamente mis explicaciones gramaticales. Bajo sus palabras uno siente latir una inmensa tristeza.

Nunca hablarnos de política, pero sé que Herr N. está contra los nazis y, posiblemente, en constante peligro de detención. Una mañana, pasando por Unter den Linden, adelantamos a un grupo de finchados y estirados SA, que marchaban hablando entre ellos y cerrando la calle. Herr N. tuvo una sonrisa vaga y triste: «Uno ve cosas raras hoy en día en las calles». Fue su único comentario.

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