Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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– No me gusta nada -dijo el austríaco-. Es malo para los negocios.

– Sí, todo resulta tan inseguro…

– Exactamente. Nunca sabe uno con quién está negociando -el gordo se rió. A su estilo, era más bien macabro-. Puede ser un cadáver.

El austríaco se estremeció.

– ¿Qué tal el viejo, el viejo Landauer?¿Se lo han cargado también?

– No, está perfectamente. Demasiado listo para ellos. Está en París.

– ¡No me digas!

– Supongo que los nazis se apoderarán del negocio. Es lo que hacen ahora.

– Seguramente se habrá quedado en la ruina.

– ¡Qué va! -El gordo sacudió desdeñosamente la ceniza del cigarro-. Ya tendrá algo escondido en algún sitio. Ya verás. Empezará con cualquier otra cosa. Estos judíos son muy listos…

– Es verdad -asintió el austríaco-. Cualquiera le pone a un judío la bota encima…

La idea pareció animarle un poco. Se iluminó su cara.

– Esto me recuerda. Sabía que tenía algo que contarte… ¿Sabes el chiste del judío y la chica que tenía una pierna de madera?

– No -el gordo sopló el puro encendido. Estaba haciendo una digestión perfecta. Se encontraba en el estado ideal para una sobremesa-. Cuenta…

Diario berlinés

(Invierno, 1932-1933)

Esta noche, por vez primera este invierno, hace mucho frío. El frío glacial paraliza la ciudad en un absoluto silencio, parecido al silencio de un ardoroso mediodía de verano. En el frío parece como si la ciudad se contrajera hasta quedar reducida a un puntito negro, no mucho mayor que otros centenares de ellos, aislados y difíciles de encontrar en el enorme mapa de Europa. Fuera, en la oscuridad, más allá de los últimos bloques de viviendas, donde las calles terminan en jardines recién parcelados, rígidos de escarcha, está la llanura prusiana. Uno casi la siente esta noche, agazapada al acecho de la ciudad, como la yerma y desamparada inmensidad de un océano salpicada de negros matorrales, lagos helados y diminutos pueblos con nombres extranjeros que recuerdan batallas de guerras medio olvidadas. Berlín es un esqueleto entumecido: es mi propio y dolorido esqueleto. Yo siento en los huesos la herida aguda del hielo en las estructuras del ferrocarril aéreo, en la rejería de los balcones, en los puentes, en los tendidos del tranvía, en las farolas y en los urinarios. El hierro late y se crispa, la piedra y el ladrillo duelen sordos, el yeso se resiente.

Berlín tiene dos centros: uno es el enjambre de hoteles caros, bares, cines y tiendas que se agrupa alrededor del Templo Conmemorativo, chispeante haz de luces como un diamante falso en la penumbra dudosa de la ciudad; el otro, ese estudiado conjunto de edificios públicos cuidadosamente dispuestos alrededor de Unter den Linden, copias de copias de todos los grandes estilos, indicativos emblemas de nuestra dignidad de capital: el parlamento, un par de museos, el banco nacional, la catedral, la ópera, una docena de embajadas, un arco triunfal. No falta nada. Todo tan pomposo, tan correcto, menos la catedral, cuya arquitectura traiciona un destello de esa reprimida histeria que siempre espejea tras los graves muros grises de una fachada prusiana. Avasallada por su absurda cúpula, resulta a primera vista tan inmediatamente grotesca que uno se sorprende bautizándola con algún nombre disparatado: Iglesia de la Consunción Inmaculada.

Pero el verdadero corazón de Berlín está en un bosquecillo negro y húmedo -el Tiergarten-. En estos meses del año el frío expulsa de sus diminutos y desamparados pueblos a los mozos campesinos y los empuja hacia la ciudad, en busca de comida y trabajo. Y la ciudad, que invitadoramente centellea al fondo de la noche, sobre la llanura, es fría y cruel y está muerta. Su llamada es una ilusión, un espejismo en el desierto invernizo. No acoge a estos mozos. No tiene nada que darles. El frío les hace huir de sus calles y refugiarse en el bosquecillo, que es su corazón cruel. Allí se acurrucan sobre los bancos, a helarse y morir de hambre, mientras sueñan con la lumbre lejana de su casa en el pueblo.

Fräulein Schroeder detesta el frío. Arropada en su chaquetón de terciopelo ribeteado de piel, se sienta en un rincón y apoya en la estufa los pies embutidos en gruesas zapatillas. A veces fuma, a veces bebe un sorbo de té, pero la mayor parte del tiempo se le va en estar sentada con la mirada fija en los azulejos de la estufa, en una especie de letargo invernal. Además se siente sola. Fräulein Mayr está de gira en Holanda, así que no tiene a nadie a quien hablar más que a Bobby y a mí.

Y Bobby ha caído en la más completa desgracia. No sólo está sin trabajo y con tres meses de atraso en la pensión, sino que Fräulein Schroeder tiene fundadas sospechas de que le quita dinero del bolso.

– Sabe usted, Herr Issyvoo -me dice-, que no me extrañaría nada que aquellos cincuenta marcos de Fräulein Kost los robase él… Bien capaz es, el muy sinvergüenza. Y pensar que he podido estar tan equivocada. Créame usted, Herr Issyvoo, que le trataba como un hijo, y así lo agradece. Dice que me pagará hasta el último céntimo cuando empiece a trabajar de barman en el Lady Windermere… Cuando empiece…

Y Fräulein Schroeder musita sarcástica:

– La semana sin jueves, digo yo…

Bobby ha perdido su antiguo cuarto y ahora vive confinado en el «pabellón sueco». Debe hacer un frío horrible, ahí arriba. A veces aparece verdaderamente lívido. Ha cambiado mucho durante el último año; su pelo es más escaso, sus ropas más dudosas, su descaro más retador, casi patético. La gente como Bobby no tiene existencia fuera de su empleo, y si se les quita dejan prácticamente de existir. A veces aparece en el cuarto de estar, con las manos en los bolsillos, sin afeitar, y merodea alrededor nuestro silboteando una musiquilla -las melodías que silba ya no están de moda-. Fräulein Schroeder le dirige de vez en cuando la palabra, como quien arroja un mendrugo, pero no le mira ni le hace sitio junto a la estufa. Las cosquillas y las palmadas en el trasero son cosa del pasado.

Ayer, cuando yo estaba fuera, vino a vernos Fräulein Kost. Cuando volví, Fräulein Schroeder aún estaba excitada.

– Figúrese, Herr Issyvoo. No la hubiese reconocido. Si parece una verdadera señora. Su amigo japonés le ha comprado un abrigo de piel: de piel auténtica, que ya me gustaría saber qué le ha costado. Y zapatos de piel de serpiente. Bueno, bueno, supongo que los tiene bien ganados. Si ése es el único negocio que todavía marcha, hoy en día… Estoy viendo que yo también tendré que dedicarme a eso.

Pero por mucho sarcasmo que afectase a costa de Fräulein Kost, me di cuenta de que Fräulein Schroeder estaba muy impresionada, y no desfavorablemente. No tanto por el abrigo de piel y los zapatos, sino por algo más importante -verdadero símbolo de la respetabilidad en el mundo de Fräulein Schroeder-, y es que le han hecho una operación en una clínica particular.

– No. No lo que usted imagina, Herr Issyvoo. Algo en la garganta. Y su amigo pagó eso también, claro… Figúrese usted, el médico le quitó algo dentro de la nariz; ahora se puede llenar la boca de agua y echarla por las narices, igual que una lavativa. Si no lo veo no lo creo. Palabra de honor, Herr Issyvoo, que lanzaba el agua de un lado de la cocina al otro. Y no puede negarse que ha mejorado mucho, desde que vivía aquí… No me extrañaría que un día de estos acabase casándose con un director de banco. Sí, sí. Recuerde lo que le digo: esa chica llegará lejos…

Herr Krampf, un joven ingeniero alumno mío, me habla de su infancia en los años de la guerra y la inflación. Dice que en los últimos meses de la guerra desaparecían las correas de las ventanillas de los trenes: la gente las cortaba para vender el cuero. Y que se veían hombres y mujeres vestidos con las tapicerías de los departamentos. Un grupo de amigos suyos del colegio entró en una fábrica una noche y se llevó todas las correas transmisoras. Todos robaban. Todos vendían lo que tuviesen para vender -incluidos ellos mismos-. Un chico de catorce, compañero de clase de Krampf, vendía cocaína por las calles, a la salida del colegio. Los labradores y los carniceros eran omnipotentes. Si uno quería conseguir verduras o carne tenía que plegarse a sus menores caprichos. La familia Krampf conocía a un carnicero, en un pueblecillo cerca de Berlín, que siempre disponía de carne. Pero el tipo tenía una particular perversión sexual: le gustaba pellizcar y dar cachetes en las mejillas de una niña o de una mujer bien educada y fina. La posibilidad de humillar a una señora como Frau Krampf le excitaba enormemente, y si no le daban ese gusto se negaba en redondo a servir carne. Cada domingo, la madre de Krampf acudía al pueblo, en compañía de sus hijos, a ofrecer dócilmente sus mejillas a cambio de un trozo de ternera.

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