Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Sonreía y hablaba ligeramente, medio en broma. No quise seguir aquella conversación.

– ¿Sabe -dije-, que ahora sí que voy de verdad a Inglaterra? Dentro de tres o cuatro días.

– Lo siento. ¿Cuánto tiempo va a estar allí?

– Probablemente todo el verano.

– ¿Por fin se ha cansado de Berlín?

– Oh, no… Más bien tengo la impresión de que es Berlín quien se ha cansado de mí.

– ¿Así que volverá?

– Sí, eso espero.

– Me parece, Christopher, que usted volverá siempre a Berlín. Pertenece a esta ciudad.

– Tal vez sí, en cierto sentido.

– Es curioso que la gente parezca siempre pertenecer a ciertos sitios: especialmente, a los sitios en que no han nacido… Cuando estuve por primera vez en China tuve la impresión de encontrarme como en casa, por primera vez en mi vida… Tal vez el día en que muera, el viento llevará mi alma a Pekín.

– ¡Sería mucho mejor que el tren le llevara el cuerpo a Pekín lo antes posible!

Bernhard rió.

– ¡Muy bien, seguiré su consejo! Pero con dos condiciones: primera, que venga usted conmigo; segunda, que salgamos esta misma noche.

– ¿Habla usted en serio?

– Naturalmente que sí.

– ¡Qué pena! Me habría gustado ir con usted… Desgraciadamente, todo el capital que poseo son ciento cincuenta marcos.

– No se preocupe, será usted mi invitado.

– ¡Oh, Bernhard, es maravilloso! Nos detendríamos unos cuantos días en Varsovia para sacar los visados. Después a Moscú para tomar el transiberiano…

– Entonces, ¿viene?

– ¿Esta noche?

Fingí recapacitar.

– Me temo que no podrá ser esta noche… Tendría que recoger antes la ropa de la lavandería… ¿Qué tal mañana?

– Mañana es demasiado tarde.

– ¡Qué pena!

– ¿Verdad que sí?

Nos reímos. Bernhard parecía muy divertido por la broma. Había algo excesivo en su risa, como si la situación tuviera una gracia especial que yo no hubiera captado. Todavía nos reíamos cuando me despedí de él.

Quizá soy algo lento en entender las bromas. Porque tardé casi dieciocho meses en verle la gracia a ésta…, en adivinar que se trataba del último experimento de Bernhard, el más osado y el más cínico. Ahora tengo la absoluta certeza de que hablaba completamente en serio.

Cuando volví a Berlín, en el otoño de 1932, me sentí obligado a llamar a Bernhard. Una voz me dijo que estaba en viaje de negocios, en Hamburgo. Ahora me arrepiento -uno se arrepiente siempre demasiado tarde- de no haber insistido. Pero tenía tanta gente que ver, tantos alumnos, tanto que hacer, que los días pasaron y acabaron convirtiéndose en meses. Llegaron las Navidades y le envié una postal. No tuve respuesta. Seguramente estaba otra vez fuera de Berlín. Empezó el Año Nuevo.

Fue cuando la subida de Hitler, el incendio del Reichstag y la farsa de las elecciones. Me pregunté cómo estaría Bernhard. Tres veces le llamé por teléfono desde la calle -por nada del mundo hubiera querido crear complicaciones a Fräulein Schroeder inútilmente. Por fin, una noche a principios de abril, me acerqué a su casa. El portero sacó la cabeza por la ventanilla y estuvo más suspicaz que nunca. Al principio parecía dispuesto a negar que conociera a Bernhard. Por fin, contestó rápidamente:

– Herr Landauer se ha marchado… Se ha ido de aquí.

– ¿Es que se ha mudado de piso?-pregunté-. ¿Me puede dar su dirección?

– Se ha ido -repitió el portero, y me cerró la ventanilla de golpe.

No me preocupé más… Llegué a la conclusión, bastante natural, de que Bernhard estaba sano y salvo en el extranjero.

La mañana del boicot a los judíos me di una vuelta por Landauers. Aparentemente todo seguía igual. Dos o tres muchachos de las SA estaban apostados en cada una de las entradas. Cada vez que se acercaba un comprador, uno de ellos decía: «Recuerde que es un negocio judío». Los chicos parecían bastante educados, sonrientes, y bromeaban entre ellos. Los transeúntes se agolpaban en corrillos para presenciar el espectáculo… interesados, divertidos, o simplemente apáticos, sin decidirse a aprobar o no. No se veía nada de lo que pude leer luego en los periódicos: en las pequeñas ciudades, los compradores tuvieron que soportar la humillación de que les estamparan un sello en la frente y en las mejillas. En Landauers entraba bastante gente. Yo mismo me decidí a entrar, compré lo primero que vi -un rallador para nuez moscada- y volví a salir tranquilamente, balanceando mi paquetito. Uno de los chicos que estaba a la salida guiñó un ojo a un compañero y le dijo algo al oído. Recordé haberle visto una o dos veces en el Casino Alexander, cuando vivía con los Nowak.

Dejé definitivamente Berlín en mayo. Mi primera parada fue Praga -y allí precisamente, sentado una noche en un restaurante, solo, supe las últimas noticias acerca de la familia Landauer.

Dos hombres hablaban en alemán en la mesa de al lado. Uno de ellos era austríaco. El otro, no podría decir de dónde era. Reluciente y gordinflón, de unos cuarenta y cinco años, podía ser propietario de cualquier pequeño negocio en cualquier capital europea, entre Belgrado y Estocolmo. Los dos eran indudablemente prósperos, técnicamente arios y políticamente neutros. El más gordo me llamó la atención al decir:

– ¿Conoces Landauers?¿Landauers de Berlín?

El austríaco asintió.

– Claro que sí… Traté mucho con ellos en otro tiempo… Bonito edificio el que tienen… Debe haber costado bastante…

– ¿Has leído los periódicos esta mañana?

– No. No tuve tiempo… Me estoy mudando a un piso nuevo… Ya sabes… La mujer vuelve uno de estos días…

– ¿Vuelve? No me digas. Ha estado en Viena, ¿no?

– Eso mismo.

– ¿Lo ha pasado bien?

– ¡Díselo a ella! Me ha costado lo mío, de todas formas.

– Está muy caro todo en Viena.

– Es verdad.

– La comida es muy cara.

– La comida es cara en todas partes.

– Supongo que tienes razón -el gordo empezó a hurgarse los dientes-. ¿Qué te estaba diciendo?

– Estabas hablando de Landauers.

– Ah, sí… ¿No has leído los periódicos esta mañana?

– No, no los he leído.

– Decían algo de Bernhard Landauer.

– ¿Bernhard?-dijo el austriaco-. Déjame pensar… pensar… es el hijo, ¿no?

– No sé…

El gordo extrajo de entre los dientes una hebra de carne con el palillo. Empezó a mirarlo atentamente mientras lo sostenía contra la luz.

– Creo que es el hijo -dijo el austríaco-. O quizá el sobrino… No, creo que es el hijo.

– Sea el que sea -el gordo dejó caer en el plato la fibra de carne, con asco-. Ha muerto.

– No me digas.

– Un ataque al corazón -el gordo frunció el entrecejo y se llevó una mano a la boca para cubrir un eructo. Llevaba tres anillos de oro-. Eso es lo que dicen los periódicos.

– Ataque al corazón! -El austríaco se revolvió incómodo en su asiento.- ¡No me digas!

– Hay mucho ataque al corazón -dijo el gordo- en Alemania estos días.

El austríaco asintió.

– No puede uno creer todo lo que oye. Es verdad.

– Si me lo preguntas -dijo el gordo-, cualquiera puede tener un ataque al corazón si le meten una bala dentro.

El austríaco parecía muy incómodo.

– Estos nazis -empezó.

– Van a lo suyo -el gordo parecía divertirse poniendo la carne de gallina a su amigo-. Fíjate en lo que te digo: van a limpiar Alemania de judíos. Completamente.

El austríaco sacudió la cabeza.

– No me gusta.

– Campos de concentración -dijo el gordo encendiendo un puro-. Los meten en ellos, les hacen firmar cosas y… luego les da un ataque al corazón.

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