Aquello era completamente falso, simpático y alegre: uno se sentía en casa inmediatamente. Como siempre, Fritz se encontró con cantidad de amigos. Me presentó a tres: un tal Martin, un estudiante de bellas artes llamado Werner y su novia, Inge. Inge era gruesa y vivaz y llevaba un sombrerito con una pluma que le daba un cómico parecido con Enrique VIII. Mientras Inge y Werner charlaban, Martin permanecía sentado en silencio: era flaco y moreno, con cara de hacha y la sonrisa de sardónica superioridad del conspirador consciente. Luego Inge y Werner dejaron nuestra mesa para juntarse a otro grupo y Martin empezó a hablar de la próxima guerra civil. Explicó que cuando estallase, los comunistas, que tienen muy pocas ametralladoras, se apoderarían de los tejados y desde allí hostigarían a la policía con bombas de mano. Sería sólo cuestión de resistir tres días, porque la flota soviética zarparía inmediatamente rumbo a Swinemünde y empezaría a desembarcar tropas. «Me paso la mayor parte del tiempo fabricando bombas», añadió Martin. Asentí sonriendo y muy azarado, porque no sabía si se estaba riendo de mí o si estaba cometiendo deliberadamente una indiscreción comprometedora. Desde luego no estaba borracho, y tampoco me pareció un loco.
En aquel momento entró un chico de dieciséis o diecisiete años sensacionalmente guapo. Se llamaba Rudi. Vestía una blusa de cosaco, calzones cortos de cuero y botas altas, y se acercó a nuestra mesa con toda la heroica prosopopeya del mensajero que regresa después de cumplir una misión desesperada. Pero no tenía ningún mensaje que transmitir. Tras el vendaval de su entrada y después de una serie de breves y marciales apretones de manos, se sentó apaciblemente a nuestro lado y pidió una taza de té.
Esta tarde he ido otra vez al café «comunista». Realmente es un fascinante mundillo de intriga y contraintriga. Su Napoleón es Martin -el siniestro hacedor de bombas-, Werner su Danton, y Rudi su Juana de Arco. Todos sospechan de todos. Martin me ha prevenido contra Werner: es «políticamente inseguro» y el verano pasado distrajo los fondos de una organización comunista juvenil. Y Werner me ha prevenido contra Martin: o es un espía nazi, o es un confidente de la policía, o está a sueldo del gobierno francés. Además, tanto Martin como Werner me han aconsejado seriamente que no me trate con Rudi, y los dos se negaron a decirme por qué.
Pero es imposible no tratarse con Rudi. Se instaló a mi lado y empezó inmediatamente a hablar -un torrente de entusiasmo. Su palabra favorita es knorke :
– ¡Oh, imponente ! -Es explorador. Quería saber cómo son los boys scouts en Inglaterra. ¿Tienen espíritu aventurero?- Todos los chicos alemanes tienen espíritu aventurero. La aventura es imponente. Nuestro jefe es un tipo imponente. El año pasado fue a Laponia y vivió todo el verano en una cabaña, él solo… ¿Eres comunista?
– No. ¿Y tú?
Rudi se ofendió.
– ¡Pues claro! Aquí todos somos comunistas… Te prestaré libros, si quieres… Tienes que venir a ver nuestra guarida. Es imponente… Y cantamos Bandera Roja y todas las canciones prohibidas… ¿Por qué no me enseñas inglés? Quiero aprender todas las lenguas.
Le pregunté si había chicas en su grupo de exploradores. A Rudi le chocó, lo mismo que si hubiera dicho una indecencia.
– Las mujeres no sirven para nada -me dijo rencorosamente-. Todo lo estropean. Y no tienen espíritu de aventura. Los hombres se entienden mucho mejor entre ellos. Tío Peter (nuestro jefe) dice que las mujeres son para estar en casa y zurcir calcetines. ¡Eso es lo suyo!
– ¿Tío Peter es comunista también?
– ¡Pues claro! -Rudi me dirigió una mirada suspicaz-. Por qué lo preguntas?
– Oh, por nada -repliqué apresuradamente-. Creo que le confundía con otra persona…
Esta tarde fui a un reformatorio a visitar a uno de mis alumnos, Herr Brink, que trabaja allí de profesor: Es un hombre achaparrado, con el pelo lacio y exhausto, los ojos apacibles y la frente prominente y pesada del intelectual alemán vegetariano. Lleva sandalias y una camisa de cuello abierto. Le encontré en el gimnasio, dando clase de cultura física a un grupo de niños deficientes -los reformatorios de aquí no sólo albergan delincuentes juveniles sino también deficientes mentales-. Con un cierto orgullo melancólico, me iba señalando casos: un niño heredosifilítico -que bizqueaba horriblemente-; otro, hijo de alcohólicos, que no paraba de reír. Los niños trepaban por las barras igual que monos, riéndose y parloteando, aparentemente felices.
Luego estuvimos en el taller, donde los mayores -todos ellos delincuentes convictos-, vestidos de mono azul, fabrican botas. La mayoría alzaron la cabeza y sonrieron al entrar Brink, sólo unos cuantos permanecían hoscos. Y, sin embargo, me sentía incapaz de mirarles a los ojos. Avergonzado y horriblemente culpable, me pareció, en aquel momento, como si yo fuese el único representante de sus carceleros, de la sociedad burguesa. Me pregunté si alguno de ellos habría sido arrestado en el Casino Alexander y, en ese caso, si me habría reconocido.
Almorzamos en el saloncito de la matrona. Herr Brink se disculpó por ofrecerme la misma comida que comían los chicos -sopa de patatas con un par de salchichas y un plato de manzanas y ciruelas asadas-. Protesté que no -como sin duda se esperaba que protestase-, que estaba muy buena. Pero la idea de que los chicos comían ésta, o cualquier otra comida, en aquel edificio, hizo que se me atragantara cada cucharada. La comida de las instituciones colectivas tiene siempre un sabor peculiar, quizá puramente imaginario: uno de los recuerdos más vívidos y más repugnantes de mi vida en el colegio es el olor a pan.
– He visto que no hay rejas ni puertas cerradas -dije-. Creí que todos los reformatorios las tenían… ¿No se escapan los chicos?
– Casi nunca-dijo Brink. Sus palabras parecieron hacerle positivamente infeliz y apoyó la cansada cabeza en las manos-. Adónde iban a escapar? Aquí están mal. En casa estarían peor: Y la mayoría lo sabe.
– Pero no hay un deseo instintivo de libertad?
– Sí, tiene usted razón. Pero los chicos lo pierden en seguida. Y el régimen de vida aquí les ayuda a perderlo. A veces pienso que en los alemanes ese deseo nunca es muy fuerte.
– ¿Así que no tienen ustedes demasiadas complicaciones?
– Oh, sí. Hay veces… Hace tres meses sucedió algo espantoso. Un chico robó el abrigo de otro. Pidió permiso para ir a la ciudad (eso les está permitido) seguramente para venderlo. Pero el dueño le siguió y tuvieron una pelea. El dueño del abrigo le tiró una piedra al otro y le hirió. Y el chico, al verse herido, se ensució la herida intencionadamente, para agravarla y escapar al castigo. La herida se infectó y a los tres días murió de un envenenamiento de sangre. Cuando el otro chico lo supo cogió un cuchillo de la cocina y se mató -Brink suspiró-. A veces me desespero -añadió-. Parece como si existiera una maldad especial, una enfermedad que hoy en día lo contamina todo.
– ¿Y qué es lo que puede usted hacer por esos chicos?
– Muy poco. Les enseñamos un oficio. Después intentamos buscarles trabajo, que es casi imposible. Si trabajan en esta zona pueden venir a dormir aquí por la noche… El director cree que los preceptos cristianos pueden cambiar sus vidas. Me temo que yo no estoy de acuerdo. El problema no es tan sencillo. Me temo que la mayoría de ellos, si no encuentran trabajo, volverán a la delincuencia. Después de todo, no se puede obligar a la gente a morirse de hambre.
– ¿Y no hay otra alternativa?
Brink se levantó y me llevó a la ventana.
– ¿Ve usted esos dos edificios? Aquello son unos talleres industriales y aquello es la cárcel. Para los chicos de este distrito existían dos alternativas… Pero ahora los talleres han quebrado. Cerrarán la próxima semana.
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