Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Se hizo de noche, y una chica empezó a cantar. Cantaba en ruso, que siempre le hace a uno pensar que debe ser algo muy triste. Los criados trajeron un gran bol de sangría. Empezó a refrescar: Había millones de estrellas. En el lago inmenso, apacible, las velas seguían su ruta en zigzag a impulsos de la brisa nocturna, como si fueran fantasmas vacilantes. El gramófono seguía sonando. Tumbado sobre unos almohadones, escuchaba a un cirujano judío que sostenía que Francia no entendería nunca a Alemania porque los franceses no habían conocido nada semejante a la vida neurótica de la posguerra alemana. Una chica rió estridentemente entre un grupo de hombres. Lejos, en la ciudad, estarían en pleno escrutinio de los votos. Pensé en Natalia: se ha escapado… tal vez no demasiado pronto. Por mucho que se tarde en tomar una decisión, toda esta gente está condenada. Esta noche es el ensayo general de una catástrofe. Es como la última noche de una época.

A las diez y media la fiesta empezó a disolverse. Todos permanecíamos en el vestíbulo o cerca de la puerta principal, mientras alguien hablaba por teléfono con Berlín. Después de unos momentos de espera susurrante, el rostro tenso que escuchaba en la oscuridad se distendió en una sonrisa. El gobierno está a salvo, dijo. Algunos aplaudieron, medio irónicos pero aliviados. Me volví y encontré a Bernhard a mi lado. «El capitalismo está salvado, una vez más.» Sonreía vagamente.

Bernhard me buscó un asiento libre en un coche. Volvimos a Berlín. Al pasar por la Tauentzienstrasse se anunciaban los periódicos con las noticias del tiroteo en la Bülowplatz. Pensé en nuestra fiesta junto al lago echados en la hierba, bebiendo sangría mientras el gramófono sonaba. Y en el policía, revólver en mano subiendo a trompicones los escalones del cine, herido para caer muerto a los pies de una figura de cartón anunciando una película cómica.

Otra pausa -ocho meses esta vez. Llamé al timbre de su piso. Sí, estaba.

– ¡Qué gran honor, Christopher! ¡Desgraciadamente, un honor poco frecuente!

– Sí, lo siento. He pensado muchas veces en venir a verle… No sé por qué no lo he hecho…

– ¿Ha estado usted en Berlín todo este tiempo?¿Sabe que he llamado dos veces a Fräulein Schroeder y alguien me dijo que estaba usted en Inglaterra?

– Es lo que le dije a Fräulein Schroeder. No quería que supiera que estaba en Berlín.

– Ah, ¿sí?¿Es que se pelearon ustedes?

– Qué va, al contrario. Le dije que me iba a Inglaterra porque si no, se habría empeñado en mantenerme. Las cosas no me han ido muy bien… Pero ya se ha arreglado todo -añadí rápidamente, al observar la expresión preocupada de Bernhard.

– ¿De veras? Menos mal… ¿y qué ha estado haciendo todo este tiempo?

– Vivir con una familia de cinco personas en una buhardilla de dos habitaciones en Hallesches Tor.

Bernhard sonrió.

– Caramba, Christopher… ¡qué vida tan romántica lleva!

– Me parece estupendo que le parezca romántica. A mí no.

Nos reímos los dos.

– De todas formas -dijo Bernhard-, parece que le ha ido muy bien. Es usted la viva imagen de la salud.

No pude devolver el cumplido. Nunca le había visto tan mal. Tenía la cara pálida y la expresión cansada. Su fatiga se hacía patente incluso cuando sonreía. Unas ojeras enormes y oscuras le sombreaban los ojos. El pelo parecía más escaso. Era como si tuviera diez años más.

– Y usted, ¿qué tal?-pregunté.

– Me temo que mi existencia es triste y monótona en comparación con la suya… A pesar de todo, tengo diversiones un tanto truculentas.

– ¿Qué clase de diversiones?

– Ésta, por ejemplo… -Bernhard fue a su mesa, cogió una cuartilla y me la tendió-. ¡Me llegó esta mañana por correo!

Leí estas palabras escritas a máquina:

«Bernhard Landauer, ve con cuidado. Vamos a ajustar cuentas contigo, tu tío y todos los asquerosos judíos. Os damos veinticuatro horas para dejar Alemania. Si no, sois hombres muertos.»

Bernhard rió.

– Sedientos de sangre, ¿no?

– Es increíble… ¿Quién cree que puede habérsela enviado?

– Algún empleado despedido, quizá. O algún bromista. O un loco. O algún exaltado colegial nazi.

– ¿Qué piensa hacer?

– Nada.

– ¿Por qué no se lo dice a la policía?

– Querido Christopher, la policía se cansaría en seguida de atender estas tonterías. Recibimos tres o cuatro cada semana.

– Es lo mismo. Esta carta puede ir en serio… Los nazis escriben como colegiales, pero son capaces de todo. Precisamente por eso son tan peligrosos. La gente se ríe de ellos y luego será demasiado tarde…

Bernhard sonrió cansadamente.

– Le agradezco mucho que se preocupe por mí. Pero no vale la pena. Mi existencia no es tan importante ni para mí ni para los demás, como para que tengan que protegerme las fuerzas de la ley… En cuanto a mi tío, está en Varsovia ahora…

Me di cuenta de que quería cambiar de tema.

– ¿Sabe algo de Natalia y de Frau Landauer?

– ¡Oh, sí, claro que sí! Natalia se ha casado. ¿No lo sabía? Con un chico francés, médico… Me han dicho que son muy felices.

– Me alegro mucho.

– Sí… Es agradable saber que los amigos de uno son felices, ¿verdad?-Bernhard cruzó la habitación y tiró el anónimo a la papelera-. Sobre todo cuando viven en otro país… -sonrió tristemente.

– Qué cree que va a ocurrir en Alemania?-pregunté-. Habrá un golpe de estado nazi o una revolución comunista?

Bernhard rió.

– ¡Veo que no ha perdido nada de su entusiasmo! Ojalá que esa cuestión me pareciera a mí tan importante como le parece a usted…

«Ya verá si le va a parecer importante un día de éstos…» Las palabras me acudieron a los labios, pero me contuve. Ahora me alegro de no haber llegado a pronunciarlas.

Me limité a preguntar:

– ¿Por qué?

– Porque sería una señal de que todavía hay algo sano en mí… Es natural que uno se interese por esas cosas hoy en día. Lo reconozco. Es sano. Es saludable… Y precisamente porque a mí me parece un poco irreal, un poco (por favor, no se ofenda, Christopher) trivial, me doy cuenta de que estoy perdiendo el contacto con la realidad. Y eso es muy malo, naturalmente… Uno debe conservar cierto sentido de las cosas… ¿Sabe?, a veces, cuando me siento aquí a solas, por la noche, entre estos libros y estas estatuillas, me entra una extraña sensación de irrealidad, como si sólo esto fuera mi vida… Sí, incluso a veces me entra la duda de si nuestra empresa, ese enorme edificio abarrotado de mercancías desde el suelo al tejado, existe realmente, fuera de mi imaginación… Y a veces tengo la sensación desagradable de que ni yo mismo existo, como en los sueños. No cabe duda de que es algo morboso, desequilibrado… Christopher, le voy a confesar algo… Una noche me inquieté tanto pensando que Landauers no existía que cogí el teléfono y llamé a uno de los vigilantes nocturnos con un pretexto idiota, sólo para cerciorarme de que estaba equivocado. Tuvimos una larga conversación, comprende?¿Cree que me estoy volviendo loco?

– No creo nada de eso… Le ocurre a cualquiera que haya tenido un exceso de trabajo.

– ¿Qué le parece si me fuese de vacaciones? Un mes en Italia, ahora que empieza la primavera… Sí… recuerdo los días en que un mes de luz italiana solucionaba todos mis problemas. Pero esa droga ha perdido ya todo su poder. ¡Fíjese qué paradoja! Landauers ni siquiera existe para mí y sin embargo soy más esclavo que nunca de él. Es el castigo a una vida de sórdido materialismo. Quíteme usted el yugo de encima y me siento completamente desgraciado… ¡Ah, Christopher, ojalá mi destino le sirva de advertencia!

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