Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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– No me cabe la menor duda.

Durante el regreso no nos dijimos ni una palabra. Al llegar al portal me preguntó, como siempre:

– ¿Por qué no me llamas cualquier día… -hizo una pausa para preparar el efecto-; si te deja tu Sally Bowles?

Me reí.

– Me deje o no me deje, te llamaré muy pronto. -Natalia me dio con la puerta en las narices.

No cumplí mi palabra. Pasó un mes antes de que me decidiera a marcar el número de Natalia. No es que no pensara en llamarla algunas veces, pero me daba pereza. Cuando por fin nos vimos, la temperatura había bajado unos cuantos grados más. Ya casi parecíamos simples conocidos. Por lo visto, Natalia estaba convencida de que Sally era mi amante. Y yo no veía la necesidad de sacarla de su error; habría tenido que tener con ella una conversación demasiado larga y demasiado íntima y, francamente, no me sentía con ánimos. Además, es seguro que mis explicaciones la habrían dejado un poco más escandalizada y bastante más celosa. No creo que Natalia pensase jamás en mí como un posible enamorado, pero lo cierto es que había empezado a comportarse conmigo como una hermana mayor algo mandona. Y era precisamente ese papel el que Sally le había robado. Era una pena pero, después de todo, las cosas estaban mejor así. Seguí el juego, contestando a sus indirectas con alguna que otra insinuación de felicidad conyugal: «Esta mañana, mientras desayunábamos…» o «¿Te gusta esta corbata? Me la eligió Sally». La pobre Natalia las recibía en profundo silencio. Como tantas otras veces, me sentía culpable y odioso. Nos volvimos a ver dos veces más. Luego, a finales de febrero la volví a llamar y me dijeron que estaba en el extranjero.

También estuve bastante tiempo sin ver a Bernhard. Por eso me sorprendió oír su voz por teléfono una mañana. Me preguntó si quería «salir al campo» y pasar la noche fuera. Lo decía con un cierto misterio. Cuando quise sonsacarle a dónde íbamos y a qué, se echó a reír.

Me vino a buscar a las ocho en un enorme coche cerrado con chófer. El coche, según me dijo Bernhard, pertenecía a la firma. Era típico, pensé, de la sencillez patriarcal con que vivían los padres de Natalia que ni siquiera dispusieran de coche particular. Bernhard parecía incluso excusarse por la existencia de aquél. Era una sencillez complicada, la negación de una negación. Sus raíces se adentraban en la espantosa y culpable conciencia de poseer. Dios mío, pensé, ¿cuándo llegaré al fondo de esta gente? Cuándo llegaré a entenderles? El mero hecho de pensar en el modo de ser de los Landauer me dejaba un sentimiento de total y derrotada fatiga.

– ¿Está cansado?-me preguntó solícito.

– Oh, no -intenté animarme-, en absoluto.

– ¿No le importa si vamos antes a casa de un amigo? Hay alguien que quiere venir con nosotros. Espero que no le importe…

– No, claro que no -respondí cortésmente.

– Es muy tranquilo. Se trata de un viejo amigo de la familia.

Bernhard parecía divertirse mucho por una razón que yo no acababa de entender. Sonrió silenciosamente.

El coche se detuvo ante una villa en la Fasanenstrasse. Bernhard llamó a la puerta y entró, para reaparecer al cabo de unos segundos con un skye terrier en los brazos. Me reí.

– Es usted excesivamente educado -dijo Bernhard sonriendo-. De todas formas, creo haber notado cierta impaciencia en usted… ¿Estoy en lo cierto?

– Quizá…

– Me pregunto qué es lo que usted esperaba. ¿Tal vez un viejo aburrido?-Bernhard acarició al terrier.- Me temo, Christopher, que es usted demasiado educado, incluso para confesármelo ahora.

El coche aminoró la velocidad y se detuvo en la casilla de peaje de la carretera Avus.

– ¿Adónde vamos?-pregunté-. Me gustaría saberlo. Bernhard sonrió con su blanda sonrisa oriental.

– Qué misterioso soy, ¿verdad?

– Mucho.

– Ir hacia la noche, sin saber a dónde, debe ser una experiencia maravillosa para usted. Si le digo que vamos a París, o a Madrid, o a Moscú, desaparecería el misterio y habría perdido usted la mitad del placer… ¿Sabe, Christopher, que le envidio por no saber a dónde vamos?

– Es una forma de considerar el asunto, desde luego… Pero, de todas formas, sé que no vamos a Moscú. Vamos en dirección contraria.

Bernhard rió.

– Es usted tan inglés a veces, Christopher… No sé si se da usted cuenta.

– Creo que es usted el que me hace sentir inglés -contesté. Luego temí que mi respuesta hubiera sido un poco ofensiva. Bernhard pareció darse cuenta de mi temor.

– ¿Debo tomarlo como una gentileza o como un reproche?

– Como una gentileza, naturalmente.

El coche rodaba por la negra Avus entre la inmensa oscuridad del campo de invierno. Enormes signos fosforescentes destellaban un momento al resplandor de los faros para extinguirse luego igual que una cerilla. Berlín era ya un fulgor rojizo detrás de nosotros, a punto de desaparecer tras un bosque de pinos. La luz del faro de la Funkturm ondeaba su rayito a través de la noche. La negra carretera corría rugiente a nuestro encuentro como si fuera hacia su destrucción. En la tapizada oscuridad del coche, Bernhard acariciaba al perro inquieto sobre sus rodillas.

– Bueno, se lo diré… Vamos a un lugar situado a la orilla del Wannsee que perteneció en otro tiempo a mi padre. Lo que llaman ustedes en inglés un country cottage .

– ¿Un cottage ?¡Qué bonito!

A Bernhard pareció divertirle mi tono. Por el matiz de su voz adiviné que estaba sonriendo.

– Espero que no le parecerá demasiado incómodo.

– Me gustará mucho. Estoy seguro.

– Tal vez le parezca un poco primitivo, a primera vista… -Bernhard se sonrió-. Sin embargo, es divertido…

– Debe serlo…

Creo que de una manera inconcreta había esperado un buen hotel con luces, música y buena comida. Pensé amargamente que sólo un habitante de la ciudad, decadente y supercivilizado, calificaría de «divertido» acampar en una cabaña pequeña y húmeda en medio de la noche invernal. Y qué típico resultaba que me condujera a esa cabaña en un coche de lujo. ¿Y dónde iba a dormir el chófer? Probablemente, en el mejor hotel de Potsdam… Al pasar las luces de la casilla de peaje, al final de la Avus, vi que Bernhard seguía sonriendo.

El coche torció a la derecha, cuesta abajo, por una carretera flanqueada de árboles. Se sentía la proximidad del gran lago, oculto tras el bosque, a mano izquierda. Apenas me di cuenta de que la carretera había expirado en una verja y un camino particular. Por fin, nos detuvimos ante la puerta de una gran mansión.

– ¿Dónde estamos?-pregunté, suponiendo que teníamos que recoger a alguien más… quizá otro terrier.

Bernhard rió alegremente.

– Querido Christopher, ya hemos llegado a nuestro destino. ¡Salga!

Un criado con una chaquetilla rayada nos abrió la puerta. Saltamos del coche tras el perro. Bernhard me guió a través del hall poniéndome la mano en el hombro al subir las escaleras. Observé la suntuosa alfombra y los grabados enmarcados. Después abrió la puerta de un lujoso dormitorio rosa y blanco, con un grueso edredón de seda sobre la cama. Más allá estaba el cuarto de baño, plateado y reluciente, con esponjosas toallas blancas.

Bernhard sonrió.

– ¡Pobre Christopher! ¡Me temo que le haya decepcionado nuestra cabaña! ¿No le parecerá demasiado ostentosa y demasiado grande? Usted que esperaba darse el gusto de dormir en el suelo entre escarabajos…

El recuerdo de aquella broma nos rondó durante toda la cena. Cada vez que el criado servía un nuevo plato en fuente de plata, Bernhard me miraba de reojo y sonreía maliciosamente. El comedor era de un barroco contenido, elegante, pero sin ningún sabor. Le pregunté cuándo se había construido aquella casa.

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