Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Bernhard guardó silencio unos segundos, considerando mi pregunta, su agudo perfil inmutable, los ojos entornados… Por fin, dijo:

– Tal vez crea en la disciplina.

– ¿En la disciplina?

– ¿No lo comprende, Christopher? Intentaré explicárselo… Creo en la disciplina para mí, no necesariamente para los otros. No puedo juzgar a los demás. Sólo sé que para mí existen ciertos principios a los que obedezco y sin los cuales estoy perdido… ¿Le parece muy tétrico?

– No.

Es como Natalia, pensé.

– No me condene con demasiada severidad, Christopher -de nuevo, una sonrisa burlona empezó a dibujarse en los labios de Bernhard-. Recuerde que soy el producto de un cruce de razas. Después de todo hasta es posible que en mi sangre haya una gota de pura sangre prusiana. Tal vez este dedo meñique -alzó un dedo a la luz- es el dedo de un sargento prusiano, un sargento instructor… Usted, Christopher, con sus siglos de libertad anglosajona respaldándole, con su Carta Magna grabada en el corazón, no puede entender que nosotros, pobres bárbaros, necesitemos un uniforme para mantenernos tiesos.

– ¿Por qué se burla siempre de mí, Bernhard?

– ¡Burlarme de usted, querido Christopher! No me atrevería. Pero quizá aquella vez se le había escapado más de lo que pensaba decirme.

Hacía tiempo que venía pensando en un posible experimento: presentar a Sally Bowles y a Natalia. Creo que sabía de antemano cuál sería el resultado. Menos mal que tuve el sentido común de no invitar al mismo tiempo a Fritz Wendel.

Estábamos citados en un café elegante de Kurfürstendamm. Natalia fue la primera en presentarse. Llegaba con un cuarto de hora de retraso, probablemente con el deseo de reservarse el privilegio de ser la última. Pero no contaba con Sally y no había tenido el valor suficiente para llegar tarde a lo grande. ¡Pobre Natalia! Había hecho todo lo posible por parecer mayor, y lo único que había conseguido era parecer vulgar. Llevaba puesto un largo vestido de calle que le sentaba fatal. Y se había plantado un sombrerito ladeado en la cabeza, parodia inconsciente del sombrero a lo paje con el que había de presentarse Sally. Pero el pelo de Natalia era demasiado rizado y el sombrero naufragaba entre sus abundantes ondas como un bote en un mar revuelto.

– ¿Qué tal estoy?-preguntó nerviosamente sentándose enfrente de mí.

– Estás muy bien.

– Por favor, dime la verdad, ¿qué impresión le causaré a Sally?

– Le gustarás mucho.

– Cómo puedes decir eso?-Natalia estaba indignada-. ¡Todavía no puedes saberlo!

– ¡Primero quieres que te dé mi opinión y luego me dices que todavía no puedo saberlo…!

– ¡Imbécil! ¡No te estoy pidiendo que me eches un piropo!

– Entonces no comprendo para qué me lo has preguntado.

– Ah, ¿no?-gritó burlonamente-. ¿No lo entiendes? Pues lo siento mucho. No se puede hacer nada…

En aquel momento llegó Sally.

– Hola, cielo -exclamó, con el acento más arrullador que pudo encontrar-. Llego terriblemente tarde… ¿me perdonáis?-Se sentó afectadamente, envolviéndonos en oleadas de perfume, mientras se quitaba los guantes con un lánguido gesto de muñeca-. Acabo de hacer el amor con un productor judío, un viejo asqueroso. Espero que me dé un contrato… aunque, la verdad…

Le pegué una patada por debajo de la mesa. Sally se calló con una expresión de absurdo desfallecimiento… pero era ya demasiado tarde. Natalia se iba helando por momentos. Todo lo que yo le había dicho y dejado entrever, disculpando de antemano la conducta de Sally, se vino abajo en un segundo. Luego de una pausa glacial, Natalia me preguntó en alemán si había visto Sous les toits de Paris . Estaba claro que no quería darle a Sally la menor oportunidad de reírse de su inglés.

Sally metió baza antes de que yo pudiera abrir la boca. No se había azorado lo más mínimo. Ella sí la había visto y le había parecido maravillosa, ¿y no era maravilloso Prejean? ¿Nos acordábamos de la escena en que pasa un tren por el fondo mientras ellos están luchando?El alemán de Sally era horroroso -mucho más que de costumbre- y empecé a sospechar que lo hacía deliberadamente para burlarse de Natalia.

Pasé el resto de la entrevista en agonía. Natalia apenas musitó una palabra. Sally hablaba en su horroroso alemán, llevando lo que ella creía una conversación trivial acerca de la industria inglesa del cine. Pero como para cada anécdota era necesario contar que ésta era la amante del otro, que fulano se emborrachaba, y que mengano se drogaba, la atmósfera no era precisamente de lo más agradable. Acabé por impacientarme con las dos: con Sally, por su interminable y estúpida charla pornográfica, y con Natalia por su mojigatería. Al fin, después de lo que me pareció una eternidad -en realidad apenas había durado más de veinte minutos- Natalia anunció que tenía que marcharse.

– ¡Dios mío, yo también! -gritó Sally en inglés-. Chris, cielo, me llevas hasta el Eden, ¿verdad?

Miré cobardemente a Natalia, tratando de hacerle comprender mi desamparo. Demasiado sabía que iba a considerarlo como una prueba de lealtad, y acababa de defraudarla. Natalia me miró sin compasión. Sus facciones eran impenetrables. No cabía la menor duda de que estaba hecha un basilisco.

– ¿Cuándo te veré?-me aventuré a preguntar.

– No lo sé -contestó… y se marchó Kurfürstendamm abajo como si en su vida fuera a ponernos los ojos encima otra vez.

Sólo teníamos que andar unas pocas manzanas, pero Sally se empeñó en coger un taxi. Dijo que no estaba bien llegar al Eden a pie.

– No le he gustado a esa chica, ¿verdad?-comentó por el camino.

– No, Sally, no mucho.

– No sé por qué… Hice todo lo que pude para caerle simpática.

– Si eso es lo que tú llamas caer simpática… -me reí, a pesar de mi enfado.

– Bueno, ¿qué es lo que tendría que haber hecho?

– Sería mejor que preguntaras qué es lo que no tendrías que haber hecho… ¿No puedes hablar de otra cosa que no sean adulterios?

– La gente me tiene que tomar como soy -dijo Sally con petulancia.

– ¿Uñas incluidas?-Natalia no había dejado de fijarse en ellas, una y otra vez, con horrorizada fascinación.

Sally rió.

– Precisamente hoy no me he pintado las uñas de los pies.

– Pero Sally, ¿es que también te las pintas?

– Naturalmente que sí.

– Pero, ¿por qué demonios? Pero si nadie… -rectifiqué-, casi nadie las va a ver…

Sally rió engreída.

– Ya lo sé, cielo… pero me hace sentirme tan maravillosamente sensual…

Mi relación con Natalia empezó a declinar a partir de aquel encuentro, aunque nunca hubo entre nosotros una abierta discusión, ni mucho menos una franca ruptura. Volvimos a vernos a los tres o cuatro días. En, seguida me di cuenta del cambio de temperatura. Hablamos, como siempre, de arte, de música, de libros… evitando cautelosamente cualquier tema personal. Paseamos por el Tiergarten cerca de una hora. Natalia me preguntó con brusquedad:

– ¿Te gusta mucho Sally Bowles?

Sus ojos, fijos en el sendero cubierto de hojas secas, sonreían maliciosos.

– Claro… Vamos a casarnos muy pronto.

– Imbécil.

Seguimos andando en silencio.

– ¿Sabes -dijo de pronto, como si acabara de hacer un sorprendente descubrimiento-, que no me gusta tu Sally Bowles?

– Ya lo sé.

Había conseguido ofenderla…

– ¿No te importa lo que pienso?

– En absoluto -sonreí burlonamente.

– Sólo te importa tu Sally Bowles, ¿verdad?

– Me importa muchísimo.

Natalia enrojeció, y se mordió los labios. Estaba frenética.

– Un día te darás cuenta de que tengo razón.

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