Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Bernhard no contestó. Encendió un cigarrillo y echó el humo por la nariz. Al cabo de un rato, dijo:

– Creo que no está usted en lo justo. Por lo menos, no del todo. Aunque parcialmente… Sí, hay algo en usted que le envidio y que me atrae mucho, pero que, al mismo tiempo, suscita mi antagonismo… Tal vez sea porque tengo algo de inglés y usted representa algo de mi propio carácter… No, tampoco es verdad… No es tan sencillo como yo quisiera… Me temo -Bernhard se pasó una mano por la frente y los ojos, con un gesto de entristecida ironía- que soy un mecanismo innecesariamente complicado.

Hubo un momento de silencio. Luego añadió:

– Le he metido en una conversación tontamente egocéntrica. Perdóneme. No tengo ningún derecho a hablarle así.

Se levantó, cruzó la habitación en silencio y encendió la radio. Al levantarse, apoyó la mano sobre mi hombro por un momento. Seguido de los primeros compases de la música, volvió a su silla enfrente del fuego, sonriendo. Era una sonrisa apacible y curiosamente agresiva. Tenía la hostilidad de algo muy antiguo. Pensé en una de las estatuillas orientales de su piso.

– Esta noche -sonrió débilmente- están retransmitiendo el último acto de Die Meistersinger .

– Muy interesante -dije.

Media hora más tarde, Bernhard me acompañó a mi habitación, sonriendo, mientras mantenía la mano apoyada sobre mi hombro. A la mañana siguiente, durante el desayuno, parecía cansado pero estuvo alegre y divertido. No hizo la menor alusión a la charla de la noche anterior.

Volvimos en coche a Berlín y me dejó en la esquina de la Nollendorfplatz.

– Llámeme pronto -dije.

– Naturalmente. La semana que viene.

– Y muchas gracias.

– Querido Christopher, gracias a usted por haber venido.

No volví a verle en seis meses.

Era un domingo, a principios de agosto, y se celebraba el referéndum para decidir acerca del gobierno Brüning. Estaba tumbado en mi cama, otra vez en el apartamento de Fräulein Schroeder. Hacía mucho calor. El dolor en un dedo del pie me hacía jurar: la última vez que estuve bañándome en Ruegen me había cortado con un trozo de hojalata y la herida se había infectado inesperadamente y estaba llena de pus. Me alegró que Bernhard me telefoneara.

– ¿Se acuerda usted de la cabaña en la orilla del Wannsee?¿La recuerda? Me estaba preguntando si le gustaría pasar unas horas allí esta tarde… Sí, ya me ha explicado su patrona lo que le ha sucedido. Lo siento mucho… Puedo enviar el coche a buscarle. Creo que le sentaría bien escapar un rato de la ciudad. Allí podrá hacer lo que le dé la gana… incluso echarse un rato y descansar. Estará usted en libertad.

Después de comer vino a recogerme el coche. Hacía una tarde espléndida. En el camino bendije a Bernhard por su amabilidad. Aunque el chasco que me llevé al llegar no fue pequeño: el jardín de la casa estaba atestado de gente.

Me puse furioso. Es una faena que no se hace, me dije. Allí estaba, con mi ropa vieja, un pie vendado y un bastón, en medio de un garden-party en todo su apogeo. Y allí estaba Bernhard, en pantalones de franela y saltando como un niño. Era increíble lo joven que parecía. Se dirigió hacia mí inclinándose sobre la balaustrada, apoyado en una mano.

– Christopher, por fin ha llegado. ¡Póngase usted cómodo!

A pesar de mis protestas me quitó la chaqueta y el sombrero. Para colmo de mala suerte, llevaba tirantes.

La mayoría de los invitados iban vestidos con elegantes pantalones de franela estilo Riviera. Con una sonrisa forzada avancé entre la gente, mientras adoptaba instintivamente ese aire de excentricidad adusta con que se defiende uno en semejantes ocasiones. Unas parejas bailaban al son de un gramófono. Dos jóvenes se estaban peleando con almohadones, jaleados por sus respectivas mujeres. La mayor parte de los concurrentes estaban echados en alfombras sobre la hierba, charlando. Todo era muy informal. Mientras, los criados y chóferes permanecían en pie a un lado y observaban con discreción los juegos de sus amos, como niñeras de aristocrática prole.

¿Qué hacían?¿Por qué los había invitado Bernhard?¿Intentaba exorcizar de nuevo sus fantasmas, esta vez de una manera más complicada? Llegué a la conclusión de que no, de que se trataba simplemente de una fiesta de compromiso, de esas que se dan una vez al año para todos los amigos, parientes y conocidos de la familia. El mío era un nombre más en la lista de invitados. Bueno, era idiota enfadarse. Me dispuse a divertirme, ya que estaba allí.

Entonces, con gran sorpresa, descubrí a Natalia. Llevaba un ligero vestido amarillo con mangas abullonadas y un gran sombrero de paja en la mano. Estaba tan bonita que tardé en reconocerla. Vino cordialmente a darme la bienvenida.

– Ah, Christopher. ¡Estoy tan contenta…!

– ¿Dónde te has metido todo este tiempo?

– En París… ¿No lo sabías? ¿De veras? Siempre esperaba carta tuya… pero no llegó nunca.

– Pero, Natalia, si no me dejaste tus señas…

– ¡Claro que te las envié!

– Pues en ese caso, tampoco yo recibí tu carta… También he estado fuera.

– Ah, ¿sí?¿Has estado fuera? Pues lo siento… no puedo hacer nada.

Nos reímos. La risa de Natalia, como todo lo demás en ella, había cambiado. Ya no era la risa severa de la estudiante que me había ordenado leer a Goethe y a Jacobsen. Y había en su rostro una permanente sonrisa feliz, casi encantada, como si estuviera todo el tiempo escuchando una música celeste, pensé. A pesar de su alegría al verme, apenas parecía atender a nuestra conversación.

– ¿Y qué es lo que haces en París?¿Estás estudiando arte como querías?

– ¡Claro!

– ¿Y te gusta?

– Es maravilloso.

Natalia meneó la cabeza vigorosamente. Sus ojos estaban radiantes. Sospeché en sus palabras cierto doble sentido.

– ¿Está tu madre contigo?

– Sí, sí…

– ¿Habéis cogido un apartamento juntas?

– Sí… -volvió a asentir con la cabeza-. Un apartamento… ¡Oh, es maravilloso!

– ¿Y vuelves pronto?

– Ya lo creo! ¡Naturalmente!… ¡Mañana mismo!

Parecía sorprendida por mi pregunta… sorprendida de que no lo supiera todo el mundo… ¡Qué bien conocía yo aquel sentimiento! Natalia estaba enamorada.

Estuvimos hablando un rato… Natalia sonreía todo el tiempo, escuchándome como en sueños, como si no me oyera. De pronto, le entró prisa. Es muy tarde, dijo. Tenía que hacer las maletas. Me dio la mano y la vi correr alegre sobre el césped, hacia el coche que la esperaba. Se había olvidado de pedirme que le escribiera y de darme su dirección. Mientras agitaba la mano diciéndole adiós, sentí una punzada de envidia en el dedo infectado.

Después la gente joven de la familia bajó a bañarse al lago. Bernhard se bañó también. Tenía el cuerpo blanco, inocente, con el estómago redondo y un poco abultado, como el de un niño. Reía y salpicaba y gritaba más que nadie. Cuando se dio cuenta de que le estaba mirando le dio por hacer aún más ruido… Era, pensé, como si me desafiase. ¿Recordaría, como yo, lo que me había dicho en aquel mismo lugar seis meses antes?

– ¡Venga con nosotros, Christopher! -gritó-. ¡Le sentará bien a su dedo!

Cuando por fin salieron del agua y empezaron a secarse, él y otros muchachos se estuvieron persiguiendo bajo los árboles entre carcajadas.

A pesar de la animación de Bernhard, la fiesta no acababa de cuajar. Se había dividido en grupos y camarillas. Hasta en los momentos de mayor bullicio, una gran parte de los invitados seguía hablando de política en voz baja y en tono grave. Probablemente muchos de ellos habían venido a la fiesta para encontrarse y tratar de sus asuntos. Ni siquiera se tomaban la molestia de intervenir en la conversación general: igual hubieran podido verse en sus despachos o en sus casas.

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