Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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– Ah, sí. Todos los conspiradores

– Ah, ¿escribe usted novelas policíacas, Mr. Isherwood? -Herr Landauer me sonreía aprobadoramente.

– La verdad es que mi novela no tiene nada que ver con la policía -contesté educadamente.

Herr Landauer se quedó confuso y decepcionado.

– ¿No tiene nada que ver con la policía?

– Explíqueselo, por favor -ordenó Natalia.

Suspiré con resignación.

– El título pretende ser simbólico… Está tomado del Julio César , de Shakespeare…

Herr Landauer reaccionó en el acto:

– Ah, Shakespeare. ¡Espléndido! Muy interesante…

– Creo que tienen ustedes estupendas traducciones de Shakespeare… -me sonreí de mi propia astucia: le estaba brindando un desvío.

– Sí, ya lo creo. Son de las mejores obras en nuestra lengua. Gracias a ellas Shakespeare se ha convertido casi en un poeta alemán, por así decirlo…

– Pero no le has dicho -insistió Natalia maliciosamente-de qué trata tu novela.

– Trata de dos chicos. Uno de ellos es artista y el otro es estudiante de medicina -dije entre dientes.

– ¿Y ésos son los dos únicos personajes de tu novela?-preguntó Natalia.

– Claro que no… Me sorprende tu mala memoria. No hace mucho que te conté toda la historia.

– Imbécil, no te lo pregunto por mí. Naturalmente que recuerdo todo el asunto. Pero mi padre no lo sabe todavía. Así que haz el favor de contárselo… ¿Y qué sigue?

– El artista tiene una madre y una hermana que son muy desgraciadas.

– ¿Por qué son desgraciadas? Ni mis padres ni yo somos desgraciados.

Habría querido que se la tragara la tierra.

– No todo el mundo es igual -contesté prudente, huyendo de la mirada de Herr Landauer.

– Bueno -dijo Natalia-, ¿y qué ocurre entonces?

– El artista huye de su casa y su hermana se casa con un sujeto indeseable.

Natalia se dio cuenta de que no estaba dispuesto a soportar mucho más. Me asestó la última estocada con toda deliberación. -¿Y cuántos ejemplares has vendido?

– Cinco.

– Cinco. Qué pocos, ¿verdad?

– Sí, muy pocos.

Parecía sobreentendido que después de la comida Bernhard y sus tíos tenían que hablar de asuntos de familia.

– ¿Te gustaría -preguntó Natalia- salir de paseo un rato? Herr Landauer me despidió ceremoniosamente.

– No hay que decirle que será usted siempre bienvenido bajo mi techo, Mr. Isherwood.

Nos hicimos una profunda reverencia.

– Tal vez -dijo Bernhard, dándome su tarjeta- le gustaría visitarme alguna noche para aliviar un poco mi soledad.

Le di las gracias y le dije que encantado.

– ¿Qué te parece mi padre?-me preguntó Natalia en cuanto salimos.

– Creo que es el padre más encantador que he conocido.

– ¿De verdad?-Natalia estaba radiante.

– Sinceramente.

– Confiésame. ¿Verdad que mi padre te chocó cuando hablaba de lord Byron? Tenías las mejillas como pimientos.

Me reí.

– Tu padre me hace sentir anticuado. Tiene una conversación tan moderna.

Natalia rió triunfante.

– ¿Ves? Tenía razón. Te ha chocado. Oh, estoy tan contenta. Sabes? Le digo a mi padre: Un joven muy inteligente va a venir a vernos…, y él quiere demostrarte que también puede ser moderno y hablar de todos esos temas. ¿Creías que mi padre era un estúpido? Por favor, di la verdad.

– No -protesté-, nunca creí semejante cosa.

– Bueno, pues ya ves que no es estúpido… Es muy inteligente. Lo que pasa es que no tiene mucho tiempo para leer porque siempre tiene trabajo. A veces tiene que trabajar dieciocho y diecinueve horas al día. Es terrible… es el mejor padre del inundo.

– Tu primo Bernhard es socio de tu padre, ¿no?

Natalia asintió.

– Es el que dirige los almacenes, aquí en Berlín. También es muy inteligente.

– Supongo que os veréis muy a menudo…

– No… no viene a menudo a nuestra casa. Es muy raro, ¿sabes? Me parece que le gusta mucho estar solo. Me llevé una sorpresa cuando te pidió que le visitaras… Debes tener cuidado.

– ¿Cuidado?¿Por qué demonios debo tener cuidado?

– Es muy sarcástico, ¿sabes? Puede que se ría de ti.

– Bueno, no creo que sea tan terrible… Mucha gente se ríe de mí… Tú, por ejemplo, te ríes de mí a veces.

– Ah, es diferente -Natalia movió su cabeza gravemente. Se veía que hablaba por experiencia propia, bastante desagradable-. Cuando yo me río es de broma, ¿sabes? Pero cuando Bernhard se ríe de uno, no es lo mismo.

Bernhard vivía en una calle tranquila, cerca del Tiergarten. Cuando llamé al timbre del portal, un portero con cara de gnomo se asomó a mirarme por una ventanilla del sótano y me preguntó que a quién quería ver; finalmente, después de examinar me durante unos segundos con profunda desconfianza, apretó un botón. La puerta era tan pesada que tuve que empujarla. Luego se cerró tras de mí con un pesado estampido, como un cañonazo. Seguían dos puertas más hasta el patio; después, la de la Gartenhaus; después, cinco tramos de escalera; después, la puerta del piso. Cuatro puertas para proteger a Bernhard del mundo exterior.

Llevaba puesto sobre el traje un bonito quimono bordado. No era exactamente tal como le recordaba de la primera vez: no había visto en él nada oriental. Supongo que el quimono me lo sugirió. Su bien dibujado perfil, ceremonioso, picudo, acaso demasiado civilizado, le daba el aire de un pájaro en un bordado chino. Pensé que era blando, pasivo y, al mismo tiempo, curiosamente fuerte, con la fuerza estática de una figura de marfil en un altar. Me fijé otra vez en lo bien que hablaba d inglés. Y en los movimientos de sus manos al mostrarme una cabeza de Buda del siglo XII, procedente de Khmer, a los pies de la cama, «velando mis sueños». Había otras muchas cabezas en piedra arenisca y estatuillas griegas, siamesas e indochinas sobre una librería baja pintada de blanco, la mayoría adquiridas en el curso de sus viajes. Entre unos volúmenes de Kunst-Geschichte, reproducciones fotográficas y monografías de escultura y antigüedades, vi La colina , de Vachell, y ¿Qué hacer? , de Lenin. El piso podía muy bien haber estado situado en mitad del campo: no se oía el más débil ruido exterior. Una criada nos sirvió silenciosamente la cena. Yo tomé sopa, pescado, una chuleta y postres. Bernhard sólo leche, tomate y galletas.

Hablamos de Londres, que Bernhard no conocía, y de París, donde había estudiado en el taller de un escultor. De joven había querido ser escultor, «pero», dijo sonriendo suavemente, «la Providencia lo ha querido de otro modo».

Quería hablarle de los negocios de los Landauer, pero no me atreví. Temía parecer indiscreto. Fue el mismo Bernhard quien se refirió a ellos de pasada.

– Tiene que hacernos una visita cualquier día, si le interesa… Supongo que resulta interesante, aunque sólo sea como fenómeno económico contemporáneo.

Sonrió, con la cara marcada por la fatiga. Por un momento, me pasó por la imaginación la idea de que estaba mortalmente enfermo.

Después de la cena pareció más animado, empezó a hablarme de sus viajes. Unos cuantos años antes había dado la vuelta al mundo discretamente curioso, ligeramente irónico, metiendo su delicada y aguda nariz en todo: las comunidades judías de Palestina, las colonias judías en el mar Negro, los comités revolucionarios de la India, los ejércitos rebeldes de México. Escogiendo cuidadosamente las palabras, me describió una vacilante conversación con un barquero chino acerca del demonio y un ejemplo, casi increíble, de la brutalidad de la policía de Nueva York.

Durante la velada sonó el teléfono cuatro o cinco veces. Cada vez me pareció que alguien le estaba pidiendo ayuda o consejo. «Ven a verme mañana», decía con su voz cansada y apaciguadora. «Sí… estoy seguro de que podremos solucionarlo… No te preocupes más, por favor. Vete a casa y trata de dormir. Tómate dos o tres aspirinas…» Sonrió irónicamente. Sin duda, iba a prestar dinero a todos los peticionarios.

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