Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Esta mañana fui al club de Rudi, que es además la oficina de la revista de los exploradores. El redactor jefe y cabeza de escuadra, tío Peter, un jovenzuelo macilento con la piel color de pergamino, vestido con una chaqueta de pana y pantalones cortos, es el ídolo de Rudi. Las pocas veces que Rudi deja de hablar es cuando tío Peter tiene algo que decir. Me enseñaron docenas de fotografías de chicos, tomadas desde abajo para darles un aspecto de gigantes de epopeya, perfilados contra enormes nubes. La revista contiene artículos sobre caza, rastreo y alimentación, escritos todos en un tono sobreexcitado, con una latente insinuación de histeria, como si las acciones descritas fueran parte integrante de un ritual erótico o religioso. Había otra media docena de chicos en la habitación, todos en estado de heroica semidesnudez, vestidos con los más sumarios pantalones cortos y las camisas o las camisetas más delgadas, aunque hace tanto frío.

Cuando terminé con las fotos, Rudi me llevó a la sala de reuniones. Largas banderas policromas, bordadas con iniciales y misteriosos emblemas totémicos, pendían de los muros. En un extremo había una mesa baja, cubierta con un tapete carmesí también bordado. Sobre la mesa unos candelabros de latón con cirios encendidos.

– Los encendemos los jueves -me explicó Rudi-, cuando celebramos nuestra asamblea. Y nos sentamos en corro en el suelo y cantamos himnos y contamos historias.

Sobre la mesa con los candelabros estaba una especie de icono -un dibujo enmarcado de un joven explorador de irreal belleza, los ojos severos fijos en la lejanía, un estandarte en la mano. El lugar aquel me hizo sentirme profundamente incómodo. Me disculpé y salí en cuanto pude.

Oído en un café: un joven nazi sentado con su novia discute el futuro del Partido. El nazi está borracho.

– Sí, sí, ya sé que ganaremos, de acuerdo -exclama impaciente-, pero no basta -y golpea la mesa con el puño-. ¡Tiene que haber sangre!

La muchacha le tranquiliza con unos golpecitos en el brazo. Está intentando llevárselo a casa.

– Pero claro que la habrá, cariño -le arrulla apaciguadora-, el jefe lo ha prometido.

Hoy es domingo de Navidad y las calles están atestadas de gentes que van de compras. A lo largo de la Tauentzienstrasse, hombres, mujeres y niños rebuscan postales, flores, libros de himnos, brillantina y brazaletes. Los árboles de Navidad se amontonan para la venta en la calzada central, entre las dos líneas de tranvía. Miembros de las SA uniformados hacen sonar sus huchas. En las calles laterales hay apostadas camionetas llenas de policías, porque cualquier multitud, hoy en día, puede convertirse en una manifestación política. El Ejército de Salvación ha instalado un inmenso árbol iluminado en la Wittenbergplatz, con una estrella azul, luminosa. Un grupo de estudiantes alrededor hacía comentarios sarcásticos. Reconocí entre ellos a Werner, el del café «comunista».

– ¡El próximo año, para estas fechas -dijo Werner-, habrá cambiado de color! -Rió estruendosamente, estaba excitado, ligeramente histérico. Me contó que ayer lo habían pasado en grande.- Sabes, otros tres camaradas y yo decidimos organizar una manifestación en la Lonja del Trabajo, en Neukölln. Yo tenía que hablar y los otros vigilaban para que no me interrumpieran. Fuimos allí a eso de las diez y media, cuando aquello está atestado. Claro que lo teníamos todo preparado de antemano. Mis camaradas se apostaron cada uno en una puerta, para que ningún empleado pudiese escabullirse. Así que allí les teníamos, copados como conejos. Por supuesto que no podíamos impedir que telefoneasen a la policía, eso ya lo sabíamos. Contábamos con tener seis o siete minutos… Bueno, en cuanto vi que los otros tenían las puertas cubiertas me encaramé a una mesa. Me puse a vocear y no sé lo que dije, lo primero que me vino a la cabeza. El caso es que les gustó… En cosa de medio mi-mito estaban todos tan excitados que llegué a asustarme. Tenía miedo que se colaran en las oficinas y linchasen a alguien. ¡Te digo que aquello era un verdadero motín! Pero justo cuando la cosa había empezado a ponerse animada subió un camarada a decirnos que la policía ya estaba allí, saliendo de la furgoneta. Así que tuvimos que salir por pies… Creo que nos habrían cogido, pero la gente estaba de nuestra parte y no les dejó pasar hasta que nosotros salimos a la calle, por la otra puerta… -Werner concluyó jadeante-: Te lo digo, Christopher, el capitalismo no puede durar mucho más. ¡El proletariado está en marcha!

Esta noche a primera hora estaba en la Bülowstrasse. Había habido un gran mitin nazi en el Sportpalast y salían de allí grupos de hombres y de jóvenes, con sus uniformes pardos y negros. Delante de mí marchaban tres tipos de las SA, cada cual con un estandarte nazi al hombro, como si fuera un fusil, la enseña enrollada al asta, que terminaba en una aguda punta de flecha.

De repente, los tres SA se encontraron de cara con un chico de diecisiete o dieciocho años, vestido de paisano, que venía a toda prisa en dirección opuesta. Oí gritar a uno de los nazis: «¡Ahí viene!», y los tres se arrojaron sobre él. Chilló y probó a zafarse, pero los otros fueron más rápidos. Le empujaron dentro del portal de una casa y en un instante estuvieron sobre él, pateándole y alanceándole con las agudas puntas metálicas de los estandartes. Ocurrió con tan increíble rapidez que apenas pude llegar a creer lo que veía -ya los tres nazis habían abandonado a su víctima y se abrían paso entre la multitud, camino de las escaleras de la estación del ferrocarril aéreo.

Otro transeúnte y yo fuimos los primeros en alcanzar el portal donde yacía el muchacho. Estaba acurrucado en un rincón, doblado sobre sí mismo, como un saco medio vacío. Le incorporamos y tuve una angustiosa visión de su rostro -el ojo izquierdo estaba casi salido de su órbita y de la herida manaba sangre a chorros. No estaba muerto. Alguien se ofreció a llevarle al hospital en un taxi.

Nos rodeaban ya docenas de espectadores. Parecían sorprendidos pero no excesivamente indignados -estos incidentes ocurren ahora a menudo. « Allerhand…! », murmuraban. Veinte yardas más allá, en la esquina de la Potsdamerstrasse, estaba plantado un grupo de policías armados. Con el vientre metido y el pecho sacado, las manos descansando en las pistoleras, ignoraban tranquilamente el suceso.

Werner se ha convertido en un héroe. Su fotografía apareció hace pocos días en el Rote Fahne . «Otra víctima de la brutalidad policial», se decía al pie. Ayer era día de Año Nuevo y fui a verle al hospital.

Parece que después de Navidades hubo una batalla callejera cerca del Stettiner Bahnhof. Werner andaba por allí, sin saber de qué se trataba. Por si acaso fuese algo político empezó a gritar: «¡Frente Rojo!» Un policía intentó detenerle y Werner le pegó un puntapié en el vientre. El policía tiró del revólver y disparó tres veces a las piernas de Werner. Luego llamó a un compañero y entre los dos le metieron en un taxi. Camino del cuartelillo, los policías le golpearon en la cabeza con sus porras hasta que se desvaneció. Lo más probable es que sea procesado cuando le den de alta.

Me lo contó muy satisfecho, sentado en la cama y rodeado de admiradores y amigos. Estaban allí Rudi e Inge; ella con su sombrero a lo Enrique VIII. Sobre el edredón de la cama había desparramados recortes de periódicos. Alguien había subrayado cuidadosamente el nombre de Werner con un trazo rojo.

Hoy, 22 de enero, los nazis habían organizado una manifestación en la Bülowplatz, delante del Edificio Karl Liebknecht. Durante la pasada semana los comunistas han estado intentando que se prohibiese; decían que era una provocación -y, en realidad, eso era. Fui allí con Frank, el corresponsal de prensa.

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