Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Después de la cena, Otto nos participó que se iba a bailar al Kurhaus. Peter escuchó esto sin decir palabra, en ominoso silencio, mientras las comisuras de los labios empezaban a curvársele hacia abajo, y Otto, sin darse cuenta de su disgusto o sin querer darse cuenta, dio el asunto por sentado.

Después que se hubo ido, Peter y yo subimos arriba y nos instalamos en mi cuarto. Hacia frío y la lluvia tamborileaba en la ventana.

– Sabía que no podía durar -dijo Peter sombríamente-. Esto es el principio. Ya verás.

– Tonterías, Peter. ¿El principio de qué?'Es natural que a Otto le apetezca ir a bailar de vez en cuando. No tienes que ser tan absorbente.

– Sí, ya lo sé, ya lo sé. No soy razonable. Como siempre… De todas maneras, esto es el principio…

Con gran sorpresa mía, los hechos me dieron la razón. Antes de las diez, Otto estaba de vuelta del Kurhaus. Se había aburrido. Había muy poca gente y la orquesta era mala.

– No pienso ir más -añadió, sonriéndome lánguidamente-. Desde ahora me quedaré todas las noches contigo y con Christoph. Es mucho más divertido cuando estamos los tres juntos, ¿verdad?

Ayer por la mañana, en la playa, mientras tomábamos el sol en nuestro castillo de arena, un hombrecillo rubio con ojos azules e inquisitivos y con un bigotito se acercó a proponernos que jugásemos con él. Otto, a quien los desconocidos siempre entusiasman, aceptó inmediatamente; así que Peter y yo no tuvimos más remedio que seguirle para no parecer descorteses.

El hombrecillo nos participó que era cirujano en un hospital de Berlín y tomó en seguida el mando, colocándonos a cada uno en un sitio. Era inflexible. Cuando intenté ganar un poco de terreno, para no tener que tirar el balón desde tanta distancia, inmediatamente me llamó al orden. Luego resultó que Peter tiraba mal: el hombrecillo paró el juego para demostrárselo. A Peter le hizo gracia al principio, luego se molestó. Replicó con una impertinencia punzante, pero la epidermis del doctor era impenetrable.

– Se mantiene usted demasiado rígido -explicó sonriente-. Es un error. Pruebe otra vez y yo le pondré la mano en la paletilla, para ver si relaja los músculos… No. ¡Lo ha hecho mal otra vez!

Parecía feliz, como si la torpeza de Peter ofreciera una especial oportunidad a sus métodos de enseñanza. Sus ojos se encontraron con los de Otto, que sonrió comprensivamente.

El encuentro dejó a Peter de mal humor por todo el resto del día. Para pincharle, Otto pretendió que el doctor le había sido simpático.

– Es la clase de tipo que me gustaría que fuese mi amigo -dijo con una sonrisa maligna-. ¡Un auténtico deportista! ¡Deberías hacer deporte, Peter! ¡Entonces tendrías un cuerpo como el suyo!

Si Peter hubiese estado de otro humor, la observación le hubiera hecho sonreír. En aquel momento se puso furioso. -¡Vete con tu doctor, si tanto te gusta!

Otto sonrió exasperantemente.

– No me lo ha pedido, todavía…

Ayer por la noche fue a bailar al Kurhaus y volvió tarde.

En el pueblo hay ya muchos veraneantes. La playa de los baños, junto al malecón, con su despliegue de gallardetes, empieza a tener el aspecto de un campamento medieval. Cada familia posee una de esas enormes sillas playeras de mimbre que parecen garitas y cada silla despliega un gallardete. Están las banderas de las ciudades alemanas -Hamburgo, Hannover, Dresde, Rostock y Berlín- y también los colores nacionales, los republicanos y los nazis. Cada silla se rodea de un parapeto de arena, sobre el cual los ocupantes dibujan inscripciones con piñas: Waldesruh. Familie Walter. Stahlhelm. Heil Hitler! La cruz gamada decora también muchos fuertes. La otra mañana vi a un niño de cinco años, desnudo, desfilando por la playa con una banderita nazi sobre el hombro mientras cantaba Deutschland über alles .

Allí nuestro doctor se encuentra en su elemento. Cada mañana viene a nuestro fuerte, igual que un misionero.

– Deberían venirse a la otra playa -nos dice-. Aquello es mucho más divertido. Les presentaría a unas cuantas chicas bonitas. ¡La gente joven de aquí son tipos magníficos! Yo soy doctor y puedo apreciarlo. El otro día estuve en Hiddensee y no había más que judíos. ¡Da gusto volver aquí y ver verdaderos tipos nórdicos!

– Vamos a la otra playa -propuso en seguida Otto-. Ésta es aburridísima. No hay nadie.

– Vete tú si quieres -replicó Peter furiosamente sarcástico-. Me temo que yo me sentiría un tanto fuera de lugar. Una de mis abuelas era medio española.

Pero el doctor no está dispuesto a abandonarnos. Nuestra oposición más o menos velada y nuestro desagrado parecen en realidad fascinarle. Y Otto nos pone siempre en sus manos.

Una de las veces, el doctor estaba hablándonos entusiásticamente de Hitler y Otto le dijo:

– No sirve de nada que le diga esas cosas a Christoph, Herr Doktor. ¡Es comunista!

Aquello hizo feliz al doctor. Sus inquisitivos ojos azules brillaron triunfalmente y posó una mano afectuosa en mi espalda.

– ¡Pero si no es posible que sea comunista! ¡No es posible!

– ¿Por qué no es posible?-le pregunté fríamente, retirándome-. Detesto que me toquen.

– Porque el comunismo no existe. Es una alucinación. Una enfermedad mental. Las gentes piensan que son comunistas. Pero en realidad no lo son.

– ¿Qué es lo que son, entonces?

Pero no me hizo caso. Clavó en mí su sonrisa inquisitiva y triunfante.

– Hace cinco años yo pensaba como usted. Pero mi trabajo en la clínica me ha convencido de que el comunismo es una mera alucinación. Lo que la gente necesita es disciplina, autocontrol. Se lo digo como médico. Lo sé por experiencia.

Esta mañana estábamos los tres en mi cuarto, a punto de salir para la playa. La atmósfera estaba cargada, porque Otto y Peter seguían enzarzados en alguna oscura pelea iniciada en su cuarto, antes del desayuno. Yo hojeaba un libro sin fijarme mucho en ellos. De repente Peter abofeteó a Otto en ambas mejillas. Inmediatamente se echaron el uno encima del otro y empezaron a dar tumbos por el cuarto, derribando las sillas. Les miré, mientras procuraba apartarme y no estorbarles. Era divertido y a la vez desagradable, porque la ira les afeaba las caras, las hacía desconocidas. Finalmente Otto logró tumbar a Peter en el suelo y empezó a retorcerle el brazo.

– ¿Tienes ya bastante?-le preguntaba a cada momento.

Se reía. La malignidad le deformaba y en aquel instante resultaba verdaderamente repulsivo. Yo sabía que se alegraba de tenerme allí: mi presencia aumentaba la humillación de Peter. Me reí, como si se tratara de una broma, y salí del cuarto. Anduve por los bosques hasta Baabe y me bañé en la playa del otro lado. No tenía ganas de volver a verles en varias horas.

Si Otto pretende humillar a Peter, Peter, a su modo, también pretende humillar a Otto, forzarle a una sumisión a la que éste por instinto se rehúsa. Otto es naturalmente y saludablemente egoísta, como un animal. Si hay dos sillas en el cuarto se sentará sin vacilar en la más cómoda, porque nunca se le ocurre pensar en la comodidad del otro. El egoísmo de Peter es mucho menos honrado, más civilizado, más perverso. Si se le sabe llevar, hará cualquier sacrificio por disparatado e innecesario que sea. Pero si Otto, de entrada, se sienta en la silla mejor, Peter inmediatamente lo interpreta como un desafío que no está dispuesto a consentir. Supongo que para dos temperamentos como los suyos la situación no tiene salida. Peter no tiene más remedio que seguir forcejeando para conseguir la sumisión de Otto. Cuando deje de hacerlo será sencillamente porque Otto ha dejado de interesarle.

Lo que de verdaderamente destructivo hay en su relación es el aburrimiento inherente a ella. Resulta bastante lógico que Peter se aburra a menudo con Otto -apenas tienen un interés común-, pero Peter, por razones sentimentales, no lo admitirá jamás. Cuando Otto, que no tiene esos motivos para fingir, exclama: «¡Esto es tan aburrido!», Peter invariablemente da un respingo y su expresión es dolorosa. Y la verdad es que Otto se aburre mucho menos que Peter: la compañía de Peter le divierte y le gusta pasar con él la mayor parte del día. A veces, cuando Otto se pasa una hora hablando de bobadas, sin parar, me doy cuenta de que Peter daría algo para que se callara y se marchase. Pero admitirlo sería para Peter una derrota total, así que se limita a reír y a restregarse las manos, como si tácitamente apelase a mí para que le convenza de que, en efecto, Otto es inagotablemente encantador y divertido.

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